domingo, 23 de septiembre de 2012

letras, alcohol y otras sucias realidades

Poco grato me resulta descubrir que hasta en la literatura parece haber naufragado la riqueza de Bolivia.
Tierra fértil en minerales, joyas, subterráneos tesoros, reventona de energéticas flores debidamente arrancadas de su jardín de selva y cordillera por las fuerzas del mercantil orden mundial, para mejor mantenernos contentos a sus aciagos consumidores y, así, eternizar el saqueo.
Igual con la literatura y (mea culpa), antes de establecerme en estas tierras, con el crepuscular pánico propio del adicto a cualquier droga, imaginaba ir a encontrar un baldío literario en que sucumbiría desastrosamente mi hambre de filigrana y sentimiento.

Afortunadamente, al poco de respirar ya con naturalidad la primaveral atmósfera cochabambina, paseando los puestos y colmados de libros usados y ediciones "pirata" que crecen cual tumor a la sombra del tráfico, entre Ayacucho y Heroínas, la urgencia de un título impreso en la cubierta de un librillo de pocas páginas agitó la mía y lo tomé entre las manos ...

Victor Hugo Viscarra
Borracho estaba, pero me acuerdo
Memorias del Victor Hugo


Viscarra (cortesía de "la red")
No voy a decir que ni hojeé sus páginas de papel barato, que no pregunté a la somnolienta dependienta por el precio, que no paseé la mirada por las escasas y poco informativas líneas de la contraportada, que no intenté desentrañar la torva mirada con que el autor me escudriñaba desde la borrosa trinchera que parecía ser la fotografía promocional de la primera página...no, nada de esto puedo asegurar sin inducir a engaño...pero sí certifico que recuperé la placentera costumbre que, ya de adolescente, me incitaba a adquirir libros sin tener constancia alguna de la existencia o virtudes de sus autores, guiado únicamente por una extraña sensación de malestar estomacal que me anticipaba el derechazo con que, de seguro, me lastimaría la inmersión en sus páginas. Aseguro que pude construir así, a golpe de premonición, la humilde biblioteca de que, con no disumulada pesadumbre, me deshice antes de emprender vuelo hacia estas tierras.

Pero no he venido, hoy, a hablar de mí ni de mi libro, sino del Victor Hugo, de esas páginas que en cuanto comencé a leer se hicieron garfios amordazados a mis intestinos, matraces en que se agitaban bilis y humores varios que mi cuerpo segrega para engañar la muerte, fósforos urgentes dispuestos a sulfatar mis neuronas...


A partir de entonces ha sido naufragar gustosamente en la vida y obra del poeta maldito boliviano por excelencia, ése que yo desconocía, ése que cantó con átona y mugrienta melodía el día a día de los desheredados...tantos, muchos, demasiados en esta tierra, en este continente, en este hemisferio físico y cerebral que es el Sur...

Ha sido al indagar que he sabido que al Victor Hugo se le conocía como el Bukowski boliviano, que no tuvo más escuela que la de la calle, en la que vivió desde apenas cumplidos los 12 años, que jamás rédito alguno proporcionado por la cuantiosa venta de sus obras fue a parar a más bolsillos que los de sus editores, que el exiguo capital que resistía enredado en el dobladillo de sus pantalones se perdía velozmente en boliches y tabernas de extrarradio, que nada tuvo y nada pretendió, salvo la vida en las calles, quizás para mejor narrarnos, con prosa descarnada, fulgurante, carente de piedad, la cruda realidad de los desheredados, ya lo dije:

                   niños revuelven basura hacen en ella nido que suavice las gélidas temperaturas nocturnas y, de paso, quizás, si hay suerte, hallan mínimo comestible desecho, o un par de tenazas para saltar el marchito candado de algún almacén o colmado, extremaunción

                 personas enajenadas de pobreza y sufrimiento recluidas en inmundos cuartuchos, con cerrojos echados por fuera que eviten el arrepentimiento, para ingerir espeso alcohol, por cubos, hasta encontrar la muerte, eutanasia activa

                  adolescentes de pulmón y entendimiento aniquilados por la clefa (pegamento) cuyo horizonte se desdibuja al ritmo endiablado de los fracasados latrocinios con que pretenden dar cancha a su degradante adicción, muerte asistida
    
Todo un catálogo de vidas que el Victor Hugo narra con rigor pero también, sí, con humilde piedad hacia aquellos que abarrotan sus páginas. No hay piedad, en la literatura de Viscarra, hacia la sociedad que provoca tanto sufrimiento, pero sí hacia aquellos que lo sufren. Quizás en esto no sea tan Bukowski, quizás no tenga nada que ver con el grandioso autor norteamericano, quizás tan sólo ocurre que era boliviano y su escritura brutal y certera debía portar sello yanqui, occidental, "global", para poder ser valorada...

No importa. Lo único significativo es que gracias a él conozco un poco mejor la sociedad de la que hoy formo parte y que, amigo lector, mucho ganarías de entrar, con machete y fusil, en la jungla de asfalto, alcohol, miseria y literatura del Victor Hugo, porque la sociedad boliviana, al fin, no es más que esperpéntica realidad que, entre todos, hemos creado, y no anda lejos el tiempo de que lo que el autor relata podamos verlo a plena luz del día en las opulentas calles de Occidente.

Más que realismo sucio, lo de Viscarra es sucia realidad:

“Aunque parezca innecesario, creo que hay que hacer una especie de análisis de los basurales, porque siendo los depositarios de lo que desechan aquellos que usan la noche para descansar, son fuente de sustento para quienes esperan la noche para buscar, tanto su alimento como la materia prima para sus fuentes de trabajo”

Victor Hugo Viscarra

martes, 18 de septiembre de 2012

tropicalismos andinos

Proclamaba un sabio Henry Miller que los sistemas de refrigeración y calefacción eran un idéntico sistema y que, como aquellas franjas terráqueas que geólogos, astrónomos, sabios, qué sé yo, dieron en denominar Cáncer y Capricornio, sólo hayan supuesta diferenciación en una frontera imaginaria y mentirosa. Como tantas cosas en la vida y, ¡ay!, en la muerte.

Es así que, en mi primer periplo por los alrededores de Cochabamba, decido emprender camino hacia "el Trópico", la selva, la jungla, por perder más mis fronteras entre la frondosidad bravía que retuerce en cetrino meandro su estallido de flor y sorpresa.

Pero antes de naufragar en la selvática aventura me sorprende la atribulada hazaña que supone salir de la ciudad. Lo que en otras geografías sería un acelerado y fugaz paseo en auto, se convierte aquí en una atropellada huida cuajada de volantazos, acelerones, bruscos frenazos y un incontenible, lacerante, prolongado dolor de riñones (entre otras partes, más jugosas, del cuerpo). Acomodarse no es la palabra exacta que emplearíais al entrar en uno de los automóviles que hacen el trayecto de apenas 150 kilómetros en apenas 4 horas. Sí, aquellos amantes de las ultraligeras carrocerías alemanas adheridas al asfalto tan sólo por un centímetro de neumático no están de enhorabuena si pretenden emular las velocidades patrias una vez en tierras sudamericanas. Aquí, la carretera, como la vida, es calmosa, sedante, parca en velocidades. Pero gruesa de emociones, doy fe.

La calzada caracolea como buscando refugio en cerros imposibles, y tu mirada se ve arañada por los abismos que el altiplano andino va tallando en la roca, mientras asistes perplejo a suicidas adelantamientos de camiones que no superan los 60 kilómetros hora y cuya intención queda lejos de ceder su porción de asfalto al automóvil que viene de frente.

Lo mejor, para calmar los nervios, es dormir. Claro que en tal caso evadirías el grandioso espectáculo de cumbres y quebradas batallando en profundidad, en altura, en grandeza...

Y la vegetación asustada del altiplano comienza a dar paso a la promiscuidad vegetal del trópico, sin apenas transición, y en el interior del auto el gélido viento glaciar de las alturas deja paso a tórridas vaharadas de temperatura aderezadas por el agrio aroma a sudor de tus compañeros de viaje. Sin apenas darte cuenta has perdido el horizonte de cumbres nevadas y lo has poblado de frutales inmensos, tupidos arbustos. Has sustituido el ulular terrorífico del viento hiperbóreo por enloquecida orquesta aviar, redundante griterío acuático y clamorosa fagocitación animal.


Así el trópico...así El Dorado, creo, y no investido de piedras que cotizan al alza en los mercados de la voracidad, sino obsceno en su conjugación de vidas como verbos, vertiginoso en su estallido de frutos y venenos, inabarcable en su oceánica marea de cópulas que encienden fulgentes noches de griterío y calamitosas mañanas de abandonado aburrimiento.

Los habitantes del trópico lo tienen todo, por más que nos empeñemos en poner precio en dólares a sus remedios contra la fiebre o sus paseos en canoa, por ejemplo. Nada les falta a estos hijos de la tierra, salvo la simpatía que creemos obligatoria en todo humano adoctrinado en el "servicio al cliente" y la "excelencia turística".

Comprendo hoy, aún mejor si cabe, a mi amado poeta, el genial escritor de Los Trópicos. Ahora mejor que nunca reverbera en mi memoria su desmesurado caudal lingüístico, su aparatosa verborrea amazónica, y veo más claro de lo que jamás pude lo fácil, suave y lindo que se cruzan las fronteras, lo simple que es pasar de la filosofía a la pornografía, como él hizo, porque sí: los sistemas de calefacción y refrigeración son un mismo sistema, y El Dorado habita tanto en las cumbres andinas como entre los follajes tropicales. Lo saben aún algunos habitantes de esta tierra que hoy pretendo yo habitar y aprehender, todos aquellos a quienes no conseguimos aniquilar sus genes de carne y espíritu, de saber y coyunda, de fornicio y reflexión.

Hablo de los habitantes de El Dorado.
Henry Miller fue uno de ellos, no me cabe la menor duda. Del resto ya iré hablando, a su debido tiempo, no hay prisa, comienzo a comprenderlo.

Fumemos hierba sagrada...¿por qué no?        
     
                                           La Pipa De La Paz by Aterciopelados on Grooveshark

...convirtamos en lúcida filosofía los misterios de la carne

jueves, 13 de septiembre de 2012

carretera al infierno

Se celebró hace unos días, en Cochabamba, la ciudad que hoy me habita, uno de las cuatro jornadas anuales con que la ciudadanía pretende hacer gala de su gratitud hacia la Pacha Mama, la Madre Tierra. No son sólo cuatro, si hemos de ser justos. Los cochabambinos, como los bolivianos todos, justan de festejar a menudo el inapelable vínculo que todo humano mantiene con la materia orgánica que, bajo pavimentos y asfaltos, aún batalla para producir los alimentos que a todos nos deberían dar sustento. Ahí las célebres coas, en que el sinbcretismo religioso alcanza paroxismos que algunos considerarían psicodélicos, cuanto menos, con tanto litro de chicha de alta gradación derramada sobre el terrado y hacia los más profundo de las gargantas de los congregantes.

Pero no quiero hablar, hoy, de coas. Quiero hacerlo del Día del Peatón que, como indicaba, se celebra al menos en cuatro ocasiones a lo largo del año. Un día en que los habitantes de la ciudad sustituyen el uso de cualquier vehículo a motor por el de bicicletas, triciclos, carritos, empujados todos ellos por tracción humana, y en que la atmósfera, libre de fumarolas y poluciones automovilísticas, se engalana de claridades y destellos que dotan a las andinas cordilleras circundantes de la belleza que debería tener cualquier novia camino de la Iglesia de no estar ésta, como es habitual, atorada de nerviosidades broncas y mentales recolecciones de comensales y réditos.

Ignoro el origen de tan festiva jornada. Ignoro si es que todos los cochabambinos salen a pasear las calles por orgulloso sentir ecológico, o si lo hacen en cambio por obligatoriedad al ser prohibido, en tales fechas, el tráfico automovilístico. ¿Vino primero la prohibición, o la devoción por el paseo, el aire limpio y el gimnástico pedaleo a lomos de bicicleta? No sé, ya digo, ni siquiera me he molestado en preguntarlo.

Lo mismo en mi ciudad natal, cuando el Día de la Bicicleta o similares. Tampoco intenté detener a ninguno de los velocistas que regodeaban el vertebrado movimiento de sus piernas al son de los pedales de bicicletas de competición para preguntarles si tan sano resulta el hacer pública gala de tan denodado esfuerzo por el puñado de callejas con que la municipalidad tiene la condescendencia de habilitarles el paso. Que pedalean por cuatro calles durante unas horas para reivindicar su lucha contra el motor de combustión mientras cientos de automovilistas aceleran por las calles adyacentes, o sea.

En Cochabamba, el Día del Peatón, como he explicado, está prohibido el uso de automóviles, motocicletas y etcéteras. Como puntilla, puedo asegurar que las calles están impracticables al caminar, a partir de cierta hora, debido a la afluencia en ellas de personas que marchan a pie o en bicicleta entre millares de puestos de comida y bebida, pequeños pabellones reivindicativos de causas tan dispares como la conservación del murciélago y la desobediencia civil, tropeles de participativos grupos enfrentados en infantiles juegos, o puñados de atrios desde los que modernos deejays pinchan los últimos éxitos de la música dance.

Un servidor, ante tal evento y a pesar de ser poco o nada afecto a las prohibiciones, se pregunta si, de tanto en tanto, no es mejor hacer gala de cierta autoridad para vetar aquello que sabemos perjudica a la población, en vez de tolerarlo permitiendo a los perjudicados pequeñas migajas de conciencia. Sí, que el Día del Peatón, en Europa, sólo sería una nueva astracanada que permitiese a un puñado de ciudadanos concienciados pasear durante unas horas por unas cuantas avenidas, mientras cuatro calles a derecha e izquierda, la industria del automóvil, los combustibles fósiles y la ostentación sigue amordazando espacios que hace no demasiados años bailaban al ritmo del viento las tonadas silbadas por arbustos y arboledas.

O quizás debiese replegarme en mis firmes convicciones, despreciar las prohibiciones, y pensar que los ciudadanos bolivianos abrazan alborozados las causas que defiende la festividad de marras, y que igual harían en caso de no estar prohibida la circulación de automotores.
 
Claro, que había automóviles en movimiento en Cochabamba, ese día. Curiosamente eran de juguete, y se encontraban amarrados a un improvisado carrusel infantil. Quizá los adultos bolivianos hayan tomado conciencia de lo urgente y necesaria que es la defensa de la Pacha Mama pero, seguros de que su inevitable declive, opten por adoctrinar a sus hijos en la conducción de vehículos a motor, para más rápido escapar cuando ya no quede nada.

martes, 11 de septiembre de 2012

onomatopeya mexicana

México aún permanece en mi horizonte como una inexpugnable fortaleza cuyo asalto me atemoriza emprender. Desde hace años, antes aún de que la suela de mis zapatos comenzase a malbaratarse en caminos y senderos, el mapa de México (como todo mapa, creo) se me antojaba refrescante regato en que calmar mi sed de sensación y vida. Recorría con la mirada absorta la amarillenta orografía de un mapa avejentado por el uso y abuso de manos, lapiceros y horas de sueño robado al sueño intentando memorizar nombres de ríos, ciudades, cordilleras que tan imprescindibles parecían ser para nuestra correcta educación.

Ahora México está más cerca. Ahora precisaría menos horas de vuelo para aterrizar en el mullido sofá azteca de su tierra sabor a tequila y peyote...los tópicos...siempre...quizás por eso, premeditadamente, alargue las horas esperando la propicia para que las gentes de allá me cierren la puerta en las narices y derriben de un guantazo los castillos de naipes de mis sueños trotamundos. 

En cada viaje, de cada lugar que he visitado, he marchado siempre sin pisar un popular enclave, un monumento imprescindible, una calle que imaginé en sueños. ¿Por qué? Tan sólo, quizás, por engañarme con "una razón para volver". Hay sin duda otros lugares, para qué negarlo, en que he agotado el empedrado, he maltratado el asfalto. Ciudades de cartón piedra, metrópolis de postal, impostadas cunas de culturas que a nadie importan pero que todos deben declarar haber conocido: Brujas, Florencia...cuánto arte, qué delineación perfecta en sus calles, en sus museos...a ésas no temo no regresar ya nunca, en ellas todo lo he visto. Pero hay ciudades, países, geografías, pueblos, caminos en que he deseado perderme por siempre. Éstas no las agoté, apenas quizás fuí más allá del más popular de sus barrios, siquiera llegué a internarme en su Centro Histórico. Por tener una razón para el regreso, o por miedo a hallar la decepción al doblar aquella esquina como quien dobla una servilleta con apariencia de haber sido usada hace escaso tiempo...sólo para encontrar aún más sucio su reverso. 

Igual con ciertos países que dibujaban los mapas de mi infancia. Mejor, aún, no visitarlos. Por no decepcionarme, tal vez. Por miedo a querer quedarme, es posible.

Llegará, a su tiempo, llegará. Llegaré a México en el instante preciso. Lo sé. Lo presiento.

Por lo pronto un pedacito de México ha llegado a mí para recordarme que no es tan distante
su pulso de calor y nervio, 
su nervio de tabaco y riesgo, 
su riesgo de lujuria y sueño, 
su sueño de alarido y beso, 
su beso de traición e incendio...

Mis colaboraciones escritas, como mi vida, parecen haber comenzado a tomar tierra en América. Y espero recibir, algún día, si no se extravía el correo, la primera Revista Cultural impresa en glorioso papel (llanto de amazónica floresta) que osa contener un breve artículo mío. 

La Revista Cultural Onomatopeya, editada por la Universidad de Guanajuato (México), acaba de inaugurar andadura con su primer número temático, dedicado al OLVIDO. Entre sus páginas se encuentra un breve, escrito por un servidor y de título "Tocata y Fuga del Recuerdo", y aunque me desvelo esperando el momento de acariciar con mis manos el papel que lo contiene, he de conformarme, de momento, con esta borrosa fotografía que se erige en prueba única del delito.



Inauguro así estrecho vínculo (más certero que el de los mis acaudalados sueños de recorrer sus terrenos) con esa nación. Porque el vínculo es con lo que de ella más ansío conocer: su gente, su sentimiento.

TOC-TOC ... (onomatopeya) ... México llama a mi puerta...



Tocata y Fuga del Recuerdo
por Pablo Cerezal

Duele comprobar cómo los que, a día de hoy, se han hecho dueños de la traicionera tarea de proporcionarnos información ignoran con tremenda celeridad aquello que tan sólo ayer fue flamante y novedosa noticia. Intentamos retomar el hilo de un acontecimiento, un apunte televisivo, una escueta cuestión que nos resulta interesante, y nos perdemos irremediablemente en una marea insomne de datos, cifras y estadísticas en que, muy a duras penas, y con notable esfuerzo, daremos con la continuidad del hecho que nos importa. Ya caducó la primicia, la noticia ha dejado de serlo, la información ha sido por siempre olvidada por los voceros de la información. Que la vida va deprisa, parece.

En noctámbulas charlas y espaciadas comidas opinamos sobre este hecho de la fugacidad informativa, y acabamos resumiendo que estamos manipulados. Nos manipulan los medios informativos, nos manipulan los jerifaltes de la noticia, nos manipulan los gobiernos y los mercados, nos manipulan quienes damos en llamar los amos del mundo y, ¡ay!, son muy otros de aquellos a quienes éste legítimamente pertenece.
De esta manera consiguen que cualquier hecho, por mínimo o grave que sea, que pueda llamarnos la atención, comience a borrarse en nuestra memoria ante la ausencia de continuidad. La tragedia de ayer (devastadora inundación en una recóndita provincia china, por ejemplo) es hoy ignorada y no podemos, a pesar de intentarlo, recordar la magnitud de la misma, el vendaval de llanto y sufrimiento que produjo. Sólo queda, flotando como el envoltorio maltratado de un caramelo ya deglutido, el recuerdo inexacto de que ocurrió una terrible catástrofe en algún rincón perdido del mapamundi. No más.

Regresado al hogar, acomodado ya en el silencio de las horas venideras, las que sibilinamente anteceden al sueño, reflexiono y me pregunto si no será que la información, simplemente, es fiel reflejo de nuestros días.
Es muy probable que se trate sólo de una burda copia, sí, lo que escuchamos en televisión, lo que leemos en la prensa, de nuestras propias y esforzadas vidas. Tal vez sólo un estético reflejo pixelado de esa marcial y gélida calendarización en la que hemos decidido, hace ya demasiado tiempo, transformar los latidos de nuestros corazones.

¿Acaso recuerdas el rostro de aquella persona que abrazaste una noche, al amparo tibio de la madrugada?

Sí, ¡haz un esfuerzo!, ¡recuerda!
Me refiero a esa romántica aventura, aquel fugaz encuentro aderezado de alcohol y promesas de goce insensato y oblicuo. Aquella suave caricia de piel de luna, aquél lúbrico suspiro de eternidad coagulada al amparo de una noche a la que no deseabas, por nada del mundo, engalanar con la diadema obtusa del amanecer.
Recuerdas, ¿cómo no?, que fue aterciopeladamente bello, dolorosamente intenso, sucio quizás, y sabroso sin duda. Pero, por más que lo lamentes, te descubres ya incapaz de recordar su rostro, e incluso dudas si no será la malévola intención de la memoria trocar en plena dicha algo que no fue más que un momentáneo desorden de los sentidos, un encuentro no esperado, un atropellado desahogo del deseo.
El caso es que, aunque lo pretendas, has perdido ya la capacidad para, al menos, recordar su rostro y, mientras miras las noticias, anestesiado por la monótona y hueca sonoridad de el/la presentador/a de turno, tomas conciencia de que mañana habrás olvidado, también, la feroz hambruna africana, o el imprevisto terremoto que, en un lejano país de ignoradas geografías, ha cauterizado miles de futuros, dejándolos inservibles, rotos. 
 
Las noticias, en fin, como las primicias y crónicas con que vamos esculpiendo nuestra existencia, serán tarde o temprano, abandonadas al albur del olvido e incluso la indiferencia.


 publicado en Revista Cultural ONOMATOPEYA, 

en su primer nº, 

dedicado al Olvido,

en Agosto 2012

lunes, 3 de septiembre de 2012

breve historia del circo (1)

  Otto E Mezo by Enrique Bunbury on Grooveshark 

Afirman los estudiosos del tema (sí, los hay) que las artes circenses comenzaron a ejercer su democracia de anatómica peripecia y habilidosa fantasía en las lejanas tierras de lo que hoy damos en llamar Oriente, esto es: China, La India, y más allá. Aseguran también que esa exuberante floresta de malabares y acrobacias germinó hace más de 3.000 años, y adoptaría frondoso perfil en la cultura mesopotámica.

...Mesopotamia...sólo su nombre congrega escalofríos
...sólo su sedosa dicción y la de sus afluentes
...acordonando mítica floresta de jardín edénico
...Tigris...Eúfrates...leer esos nombres...apetece hacer guarida por siempre en las palabras
...emparedarse entre letras como ladrillos...sepultarse bajo arenas como frases...

Pero la Historia nos enseña, aparte el lirismo de geografías extintas y civilizaciones ya ausentes, que en la antigua Mesopotamia la figura del guerrero era de importancia suma, y que los circunloquios corporales de malabaristas, acróbatas, contorsionistas y saltimbanquis, no eran más que ficticia representación o real quimera de los movimientos otorgados a los enemigos en el campo de batalla.

Así es...o al menos así gustan de narrarlo los pocos de entre nosotros que aún se interesan por el mundo del Circo. Inauguraron, los guerreros que no fueron reclutados para la lucha, o aquellos que de esta salieron invictos y no fueron de nuevo contratados para el salvaje salario del dolor, filigranas que arracimaban a los cuidadanos a su alrededor, en plazas y callejas, y de las que obtenían óbolos, talentos, dracmas con los que conseguirse una escudilla de leche, o un costillar de becerra, por ejemplo. Así fueron los albores de lo que hoy muchos no conciben más que bajo el techado mugriento de una carpa. Así los inicios de un arte que paseaba caminos por mejor conocerse a él mismo y, de paso, ganar el pan. Hoy día hemos olvidado del Circo, como de tantas maestrías, el origen y propósito, y ya sólo lo frecuentamos si se engalana de pirotecnias y atronadoras melodías mero producto de la modernidad high-tech. Olvidamos el factor humano.Como en tantas ocasiones ya. Demasiadas.

Pero resulta que Mesopotamia no sólo existió la de los antiguos libros de texto. Es así que en la Argentina, y desde 1860 aprox., existe una región geográfica de nombre Mesopotamia que no riegan Tigris y Eúfrates, sino Paraná y Uruguay, otros dos caudales agrestes que reverdecen el mito de los torrentes asiáticos que algunos suponen cuna de la Humanidad (o al menos de la que en leyendas quisieron imponernos los Padres de la Religión). Y si acudimos a la geografía suramericana, quizás por rocambolescos trueques del idioma o los mitos, hallamos que el Circo aún está vivo, y podremos obtener la dicha, si del demorado pasear somos gustosos, de hallar en cualquier Plaza de Armas del continente, un grupo de saltimbanquis coloreando la atmósfera con milagrosos movimientos, haciendo rebaño de vuelo con el despacioso planear de las palomas.

Como de costumbre la Historia la escriben (dicen) los vencedores. Y es por ello que quisimos los que hoy portamos occidental documento identificatorio (¿es preciso?) dejar de lado la energía que los aztecas imprimían a los pedernales que con sus pies impulsaban hacia el cielo de Huitzilopochtli, o la que, entre risas, empleaban los niños incas para evitar que los objetos que de diversión les servían no tomasen contacto con el terrado de Pachacamac.    

En Cochamba puedo contemplar, cada día, el afán de un nutrido grupo de niños cuyo futuro, al igual que el de los guerreros que dieron origen al Circo, parecía estar escrito. Niños cuyo porvenir quisieron (¿quiénes?) labrar en las mareas de juguete de desagües y vertederos, desvencijar en los efluvios del pegamento, anudar al sacrificio inmundo de una niñez sin juego. 

Sabían los guerreros de la antiguedad que el futuro no estaba escrito. Por eso regresaban a casa, tras la batalla, y convertían en juego, magia y admiración las piruetas que un día les salvaron la vida, en aquel combate tiznado de inminente mortaja. 

Igual los niños de Cochabamba, esos guerreros de peluche que hoy divierten al vecindario y colocan sonrisas como guirnaldas en el rostro admirado de quien, ante sus valerosos números circenses, puede recuperar por un instante el dulce sabor de la victoria, olvidando por un instante las penurias y tragedias de una vida remendada de estrecheces. Como los antiguos guerrilleros, algunos niños, en Cochabamba, recién vencido el adversario de hambre y miseria de una vida cercenada, recuperan sus habilidades. Y la mayor habilidad de un niño es el juego. Por eso, cuando malabaristas, admira el fascinado público su porte de guerreros. Guerreros de la esperanza, no de la humillación ni la derrota.

mi agradecimiento a todos los jóvenes que participan en los proyectos de Performing Life