miércoles, 30 de enero de 2013

aberraciones gastronómicas

Me comentan que la FAO, que es renombradísima organización dedicada en cuerpo y alma a la salvaguarda del derecho a una alimentación digna y sana del que se hace beneficiario cualquier ser humano por el simple hecho de nacer (eso dicen), ha decidido nombrar el recién inaugurado año 2013, como Año Internacional de la Quinua.

Y se preguntará alguno de ustedes qué se supone que es la tal quinua. Aquí, en Bolivia, nadie se cuestiona acerca del origen y propiedades de tan célebre cereal. Sería imposible tratándose del país que se erige, en la actualidad, en productor número uno (hablamos de volúmenes y porcentajes, ya me entienden) de quinua: un tipo de cereal (pseudocereal según wikipedia, pueden comprobarlo, pero yo lo ignoro, no soy amigo del prefijo pseudo, las cosas son o no son) originario de los Andes y que se caracteriza por su rico sabor, por contener los que se consideran 8 aminoácidos esenciales (saben Dios, Belcebú, los científicos o los lectores de muy interesante qué significará el palabro), y por citarlo aquellos que habitan las andinas alturas y la mundial ignominia con el nombre de kiuna (es lo que tiene atesorar el quechua como lengua materna, no haber cedido a la lógica de la espada y el arcabuz y no haber pisado en la vida los pasillos de una escuela).

Gratificante labor la de la FAO. Quizás gracias a ella, aumente el número de población boliviana que pueda proceder a la alimentación perfecta sirviéndose del citado cereal. Porque a día de hoy, la quinua es uno de los más caros de entre los productos con que nos provee la Madre Tierra (si desean conocer el motivo vengan a Bolivia en vez de invertir catastróficas sumas económicas en asépticos paseos por el caribe o éxoticas travesías de todo incluido por asiáticos parajes), y de todos es sabido que la economía bolivianano no se caracteriza por ser puntera en los festivales de cifras que inaugura, cada día, en Wall Street o lugares del estilo, el alarido encorbatado de un pseudoeconomista (perdón: olvidé mis desavenencias con el prefijo pseudo). Quiero explicar con esto que no, que la quinua no es producto de primera necesidad ni elevado consumo en estas tierras, más bien escaso, residual o reservado a quienes gozan de saneadas cuentas corrientes forjadas en negocios de turbio desenlace. Lo dicho, ahora que la FAO lo advierte quizás comience a abundar la quinua en las mesas del pueblo llano. Aunque me temo el efecto contrario.

A la par que conozco este recién inaugurada efeméride descubro, oculta tras la pixelada tipografía de uno de esos periódicos que acostumbraba leer cuando aún habitaba en la Península Ibérica, una inquietante noticia: cierto renombrado laboratorio dedicado no sólo a salvaguardar nuestra salud mientras menoscaba nuestra economía y capacidad de raciocinio, sino también a proveer a nuestros caducos físicos de brebajes, afeites, potingues que ayuden a aparentar más juveniles y lozanos, ha descubierto que la quinua abunda en ciertas enzimas, proteínas, cosas con las que podrán producir productos (valga la redundancia) que serán, sin duda, mercadeados a gran precio en la feria de las vanidades occidental debido a su gran potencial cosmético, sea eso lo que diablos sea. Todo bien hasta aquí, eso también lo saben algunas ancianas cholitas de las que viven en lo más agreste de las cumbres andinas, y es por ello que lo utilizan desde tiempos inmemoriales para mejor ocultar el galopante avejentamiento que provoca la vida pseudosalvaje (de nuevo el dichoso prefijo, al final le tomaré cariño). El problema, vayamos al grano (de quinua), es que el citado laboratorio ha decidido patentar el uso cosmético del cereal, y cualquiera que decida usarlo sin su consentimiento puede ser penado por las legislación mercantil internacional. Saquen sus propias conclusiones.

 
Se caracteriza la cocina boliviana por la abundancia y el gusto. Abundancia porque no es poco lo que se come en este país. Gusto porque las verduras, legumbres, frutas, carne, pescado (sí, hay ríos en Bolivia) gozan de algo que el paladar occidental ha perdido hace tiempo, las últimas generaciones incluso antes de nacer: el sabor, el aroma...no impera aquí, aún, la experimentación genética orientada a la excesiva producción y más excesiva ganancia. Y digo aún porque también conozco a través de la prensa (en este caso impresa y de origen boliviano) que el estado plurinacional ha perdido ya cerca de 88 tipos de papa (patata, al otro lado del Atlántico) de entre las cerca de 2.000 que nacen en sus tierras (sí, la papa es de origen latinoamericano, no brota de la cocina de McDonalds, lamento informarles). Y se han perdido estas variedades porque su aspecto rugoso, desagradable al tacto, irregular, agujereado, no era del gusto de los gerifaltes de los nuevos hipermercados que comienzan a germinar idiocia en estas tierras. Parece ser que a los que de fuera vinimos no nos gustan más agujeros que los que hoy decoran el Cerro Rico de Potosí, ese monstruo de piedra y (antaño) preciado metal que los ancestros hispanos decidieron esquilmar para mejor sufragar los excesos de La Corona y saldar las deudas con la ídem de la Gran Bretaña. Acudan a wikipedia si lo desean, yo ya estoy cansado de escribir párrafos que pocos querrán leer hasta su fin. Tengo mejores cuestiones en que entretener el tiempo. Por ejemplo: una botella de vino barato y una bolsa de quinua de fácil y rápida preparación...pura aberración, lo sé, pero la quinua seguro desdibuja los nocivos fósiles que el alcohol pueda querer imprimir en mi hígado.

martes, 22 de enero de 2013

mercado de tormentas

Prólogo innecesario

el mercado de La Cancha, en Cochabamba (Bolivia), se autovanagloria de ser el mayor centro comercial al aire libre de todo Latinoamérica. A sus pasillos irregulares acuden los habitantes de la ciudad (y sus inmediaciones)  para proveerse de todo tipo de productos, desde alimentos a ingenios electrónicos, pasando por artículos orientados a ejercer la brujería y ropa de segunda mano. La venta en dicho mercado es tan irregular y poco reglamentada que en él pueden encontrarse también todo tipo de productos robados y los precios bailan al albur de las habilidades negociadoras de comprador y vendedor. Su estructura y su actividad se hallan en las antípodas de lo que cualquier ciudadano "occidental" podría considerar un centro comercial, y se asemeja más a esos imperfectos mercados inmejorables que son los zocos de las ciudades musulmanas

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Los senderos mal asfaltados que recorren el puzzle de La Cancha se retuercen avasallados por el frescor salvaje de una lluvia que parece no querer morir en esta tierra. Entre los charcos, como naúfragos desvencijados, danzan muñones de verdura y caparazones de sucio plástico que amenazan con obstruir alcantarillas, zapatos y negocios.

Es día de feria y La Cancha, a pesar del desastre meteorológico de un cielo huérfano de luces, se puebla de miradas, paseos, trueques, ofertas, cambalaches que han de llegar a buen puerto, atravesando esta marea de húmeda suciedad en que han mutado sus laberínticos pasillos. El puerto en que, cual grumetes hambrientos, aguarda la ordalía festiva de la prole subalimentada. 

Y llegará la madre cargada de bolsas embarazadas de arroz y pasta, pedazos de carne decorados con fósiles de moscas desafortunadas y sangre sin vida, plásticas inutilidades orientadas a facilitar la batalla gastronómica, verduras como junglas desprestigiadas de verdor, descoloridos ropajes en peligro de extinción...porque La Cancha es feroz proveedor de todo lo que la subsistencia pueda precisar, porque en La Cancha florece el musgo de la segunda mano en todo lo necesario para seguir adelante, batallando, en esta cruel existencia reservada a quienes dejaron de soñar, ya antes de nacer, con la rutilancia fragante del lujo y la codicia.

Amanecen los charcos a la luz de los farolillos, ejecutan su danza milenaria e inversa los goterones extirpados de los tejados de uralita...agua que espera el pistoletazo de salida para correr los cien metros lisos hacia una meta que no existe o anda desorientada entre el tráfago de suciedades y despojos que amordaza el grito suave las alcantarillas, espejo de caminantes desorientados y compradores indecisos, desastre de nubes rollizas en festín de tormenta y lujuria...y la ciudad toda paseando su necesidad de viandas, útiles, vestimentas entre las resfriadas callejas de este ovillo de hojalata y mugre que ha perdido su rutilante esplendor a la luz ciega de un día de lluvia que engendra ríos que no, no dan a la mar.

La amenazante combustión de los carros, micros, trufis, taxis y motocicletas, redecora la atmósfera con su brochazo de polución congelada, acercando el cielo, reproduciendo el mal presagio de la tormenta que arrecia, aquí, a la vereda del adoquinado inexacto de estas calles inundadas de negocio y trapicheo en que los recortes exactos de los pies de los carteristas dibujan expresiones de sorpresa en la boca muda de los bolsillos mientras los puestos de comida exhalan su niebla de especias y giran de nuevo su cruel ruleta de hambre atrasada y sabor indefinido, a la orilla, ya digo, de una confusión de arroyos salvajes que en ninguna bahía desembocan.

Pasear el caos por entre la anarquía húmeda de La Cancha, en día de feria que también es de lluvia, y abandonarse al flujo efervescente de la vida que fermenta en las irregulares bolsas de la compra, en los ajados tenderetes de las brujas, en las turbias miradas de los bandidos, en los improvisados puestos ambulantes, en el baile mendigo de las cholitas niñas, en el desorientado caminar de los turistas, en la antediluviana superficie de los billetes, en el sonoro asedio de los charlatanes...pasear tan sólo y envenenar los pies de lluvia sucia...y el pensamiento de gozosa ausencia.

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Epílogo superfluo

el mercado de La Cancha nunca duerme, siempre bulle de vida y comercio y, a pesar de los firmes pasos con que la dictadura del mercadeo indecente ha comenzado a caminar en tierras bolivianas, sobrevive aún con las reglas del precio justo como única ley no escrita. El mercado no es paseo de oropel falso creado para engañar las conciencias del comprador adinerado, sino un lugar de encuentro más cercano al antiguo trueque al que acude la casi totalidad de la ciudadanía cochabambina, independientemente de su condición económica. Todos los día, ya digo, La Cancha funciona, pero es en los días de feria (miércoles y sábado) que sus callejas se sobrepueblan de productos y personas. Ni la lluvia ni ningún otro fenómeno meteorológico, independientemente de la incomodidad que puedan añadir al ya de por sí incómodo deambular por sus inacabables senderos de lata, barro, polvo, piedra y mugre, frenan la actividad de La Cancha

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Publireportaje

a continuación un documento audiovisual excesivamente amable manufacturado por algún ente turístico de la ciudad de Cochabamba...si bien su visión no es desdeñable recomiendo al lector curioso emprender pesquisas en "la red"...en esta ocasión les ahorraré mi versión fotográfica...quizás en otro momento

                             

martes, 8 de enero de 2013

el criminal regresa al lugar del crimen

No ha pasado mucho tiempo desde que inauguré con una semblanza de David Bowie, ese alienígena, lo que prometía ser sección imprescindible de una revista imprescindible de nombre Achtung! Lamentablemente he de repetirme insistiendo en que corren malos tiempos para la lírica. La revista no tiene el éxito que merece...allá aquellos que prestan oídos sordos a la grata lectura del buen periodismo!

Y es hoy, un día después del 66 cumpleaños del extraterrestre en cuestión, tras conocer la grata noticia de su glorioso regreso a la música, que decido incluir en esta bitácora dicha semblanza. Afortunadamente, Bowie, de nuevo ha traicionado sus propias convicciones y ha vapuleado su imagen de aristócrata francés.

Advierto: es texto largo. Aconsejo, como siempre, si no leerlo, si al menos llegar al final del mismo donde, como es habitual, espera lo mejor: el video con la nueva canción del Maestro...que ustedes lo disfruten!

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DAVID BOWIE, ESPÍRITU FRANCÉS

Fue mediado el siglo XVIII cuando se instauró, entre las personas de la alta sociedad francesa, la costumbre de retirarse de un lugar de reunión sin salutación alguna, sin despedirse. Tales extremos de corrección alcanzó la impostada despedida que pasó a considerarse de mal tono el marcharse diciendo “adiós” (más bien adieu, hablamos de Francia). Se permitía al que iba a ausentarse hacer aspaviento que pudiese iluminar el motivo de su partida, tal que mirar el reloj, por ejemplo, pero bajo ningún concepto hacer pública una normal despedida.

Hace ya unos años que David Robert Jones, más conocido como David Bowie, dejó la escena musical como si de uno de esos aristócratas franceses se tratase, sin ni siquiera mirar el reloj. Quizás haya dado otras señas y no las hayamos percibido. Quizás sólo asume un nuevo álter ego, uno más de los muchos que ya ha llevado a escena.

Ha sido la carrera de Bowie, efectivamente, una diabólica sucesión de transformaciones y metamorfosis, en cada una de las cuales ha querido, el artista británico, asumir un nuevo nombre, una nueva máscara tras la que poder ocultar su verdadera personalidad. 

Ya desde joven, tras haberse iniciado en el mundillo rockero de los años ’60 del pasado siglo colaborando, al saxo, con diversos grupos de blues, quiso el artista sufrir su primera transformación. Abandonó bandas y nombre, en busca de una fama que aún se le resistiría un par de años. Para evitar equívocos y posibles comparaciones con un grupo de cierta fama por aquellos tiempos, Davy Jones & The Monkees, adoptó el nombre de David Bowie, en honor al cuchillo que popularizó el mercenario estadounidense Jim Bowie, y ya nunca más volvió a utilizar el apellido con que sus padres le hubieron bautizado.

Como forzado por el cambio de apelativo, se sumergió Bowie en una disciplinada alteración de los sonidos típicos de la época hasta dar a luz a Space Oddity, una épica canción en la que narra cómo el Mayor Tom pretende comunicarse con la Tierra desde algún punto inconcreto del espacio exterior en que la nave que tripula ha quedado varado, suponemos, para siempre. La canción fue lanzada a las ondas radiofónicas en 1969, cinco días antes de que despegase el Apolo XI y se cambiase, para siempre, el transcurso de la civilización occidental con la llegada del hombre a la Luna. La supuesta coincidencia sirvió para que Bowie comenzase a jugar con la mitomanía del público, presentándose ante las cámaras como un ser andrógino llegado de algún lejano e ignoto planeta.

A partir de entonces nada sería igual en el mundo de la cultura popular. Bowie no se limitó a copiar las burdas hechuras musicales y de guardarropía del glam rock, como algunos aseguran. Él dio un paso al frente para situarse en vanguardia de todos aquellos músicos que pretendían desechar del orbe rockero la imagen macho del cantante aguerrido y castigador. Se atavió con largos vestidos de mujer y empleó a fondo su voz de falsete, pero sin olvidar los timbres graves con que la naturaleza le había dotado. Podemos afirmar que fue Bowie y sólo Bowie quien trajo la moda al rock. Podemos afirmar que fue Bowie y sólo Bowie quien llevó al paroxismo la identificación de los fans con su estrella predilecta. Él encarnaba todas las necesidades de autoafirmación de una juventud desorientada en sus roles sociales, políticos, religiosos y, sobre todo, sexuales.

Durante este tiempo, amén de en una virtuosa estrella de rock, se erigió en artífice de tres discos imprescindibles para todo aquel que desee comprender la evolución del rock’n’roll: Space Oddity ó la psicodelia adiestrada, The man who sold the world ó el hard rock bisexual, Hunky Dory ó el pop experimental de laboratorio.

Suficiente para cambiar y diversificar, para siempre, los caminos que la historia de la música popular deberían recorrer en las siguientes décadas. Y suficiente para que el músico acabase hastiado de su propia creación y decidiese tomar un nuevo rumbo y asumir una nueva personalidad.

Ziggy Stardust. Con una imagen inspirada a partes desiguales por las drag queens de la Factory de Warhol, los actores del teatro kabuki japonés y los desquiciados drugos de La Naranja Mecánica, Bowie se presenta ante el público como un extraterrestre bisexual llegado a la Tierra para salvarla de la destrucción a que está abocada. Para ello se transforma en una especie de profeta rockero.
1972 fue el año en que el público asistió atónito a la eclosión de The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars, uno de los discos conceptuales más aclamados de la historia del rock. No contento con la amalgama de guitarras afiladas y sensuales cambios de ritmo con que aderezó su nuevo artefacto sónico, Bowie decidió sacar a pasear por medio mundo a su nueva criatura, en un espectáculo deudor de las sesiones cabareteras del Berlín de entreguerras pero que también anticipa toda la pirotecnia y fantasía del futuro stadium rock.

Pero, siguiendo al dedillo la historia que el conceptual álbum relata, Bowie dió ceremonioso entierro a Ziggy el 3 de julio de 1973, en un concierto que convertiría en filme para la posteridad el director D.A.Pennebaker. El responso final del mesías alienígena del rock respondía en realidad al fin de gira de presentación del álbum Aladdin Sane. Consiguió en aquella época el genial músico poner en pie, a la par, a dos de sus álter egos: Ziggy Stardust, la pansexual estrella de rock, y Aladdin Sane (juego de palabras a partir de “a lad insane”: “un muchacho loco”), un prototípico ejemplar de músico del porvenir. Un porvenir, que ya ha llegado, en que las armonías de raíces rhythm’n’blues fecundan plácidamente con las vanguardias melódicas más extremas, desde el free jazz al avant garde futurista. De esta manera moría Ziggy pero permanecía Aladdin, que se despediría con un exquisito álbum de versiones en que el artista rendía sentido homenaje a sus ídolos musicales de los ’60, desde los Pink Floyd de Syd Barret, hasta los Kinks de Ray Davies, haciendo una discreta pero sobrecogedora pausa en la desgarrada voz de Jacques Brel y su Amsterdam, primera y discreta muestra, quizás, del espíritu francés del músico británico, aunque en esta ocasión escogiese a un cantante belga. Lamentablemente, esta deliciosa versión sólo se publicó años después, como pista adicional no incluida en el LP original.

Revestido ya de la suficiente popularidad, Bowie se instala en los Estados Unidos, instalando a su vez, allí, su cohorte de paranoicos seguidores/imitadores. La deriva musical que toma en aquellos tiempos le conduce por los senderos del funk y el soul, quizás en premeditado agradecimiento a los ritmos que con más fuerza golpeaban las listas de éxitos de la música norteamericana. Retomando sus visiones apocalípticas, Bowie da a luz, al épico 1984, pretendida banda sonora de la obra literaria homónima de George Orwell. Anclado en una fangosa adicción a la cocaína, el músico continúa su deriva hacia las músicas negras con Young Americans, en 1975, y la culmina al año siguiente con Station to Station, álbum en que da un nuevo giro a las bases tradicionales utilizadas en los ritmos más obvios para aderezar, en esta ocasión, el soul con sonidos tecnológicos cercanos al krautrock. Consigue pues, nuevamente, subvertir las normas no escritas de la música rock y se viste los ropajes de un nuevo álter ego, El Delgado Duque Blanco: un nuevo ser alienígena, inspirado en esta ocasión por la película de Nicholas Roeg que él mismo interpretó: El hombre que vino de las estrellas. La gélida y elegante presencia de este flamante extraterrestre se agranda, contradictoriamente, con la cadavérica estampa de un Bowie consumido por la adicción a la cocaína. Asistimos también a una eclosión de las mejores cualidades vocales de un artista que comienza a tomar distancia respecto a las estridencias del falsete que le había ganado tantos acérrimos seguidores. Madura la voz grave y profunda del maestro en un extraño momento. Época de paranoia la del Delgado Duque Blanco, un personaje desquiciado que coquetea con la mitología nazi y con las más duras de las drogas que mordisqueaban a la juventud de la época. Pero cabecilla también, sin saberlo, de una marea juvenil que arrasaría el orbe: el punk.

Su regreso a Europa, almidonado por los efectos de los narcóticos, le lleva a unirse en Santa Compaña a un alucinado Iggy Pop, al que produce los mejores de sus álbumes durante aquella época. Pero también se une a un visionario Brian Eno con el que, mano a mano e influenciado por los años que viviría en el barrio de Schöneberg, en el Berlín occidental, dará vida a una de las trilogías musicales más rompedoras y reveladoras de la historia de la música rock, formada por los álbumes Low, Heroes y Lodger. La experimentación en estos tres discos es total y Bowie arriesga hasta el punto de tener que batallar con la oposición de su discográfica a que sus nuevas “criaturas” vean la luz. Sus iluminados desvaríos musicales en la Berlin Trilogy van desde la utilización de abstractos pasajes sonoros en que la letra es aleatoria a ensortijados extractos armónicos basados en escalas musicales importadas de Oriente, pasando por la experimentación con el ruido blanco en que la densidad de todo espectro sónico adquiere la misma potencia. Nuevamente Bowie se coloca en vanguardia de las tendencias que habrían de invadir las ondas radiofónicas en el futuro inmediato, y se viste en este caso los ropajes de un nuevo álter ego, el Lodger o “inquilino”, un sin hogar demente víctima de las dictatoriales reglas que la tecnología impone en aquellos años de ruptura y avance social. En el corazón de todo amante de la música queda ya, por siempre, Heroes, ese himno atemporal.

Con firmeza pero sin estridencias, Bowie comienza a inocular, en su música, la preeminencia de la guitarra, tamizada aún por los sonidos del sintetizador, para recuperar a su Mayor Tom, en el álbum de 1980 Scary Monsters. Encontramos ahora a un Mayor Tom regresado a la Tierra, tras años de vagabundeo estelar, y convertido en un yonqui maltrecho y moribundo.

Como desconcertante podemos calificar la deriva musical que le llevó, en los ’80, a coquetear sin ningún rubor con los vacíos ritmos discotequeros que invadían las pistas de baile y abultaban los bolsillos de productores que germinaban éxitos flor de un día como el que fabrica galletitas repletas de productos tóxicos decoradas con la sonrisa juvenil de un héroe de dibujo animado. Bowie había descubierto sus muy otras inquietudes artísticas: el cine, la pintura, el diseño, y se entregaba a ellas convirtiendo su música en una mecánica máquina de hacer dinero. Pasó del pop más hueco al heavy metal más cazurro sin ningún tipo de rubor, para instalarse de nuevo en la música electrónica, en esta ocasión al amparo de la ola de estridentes ritmos industriales que arrasaba el mundo a principios de los ’90. Podemos salvar, de esa década ruinosa en lo musical, la permanencia en las letras de sus canciones de esos conceptos filosóficos y cuajados de referencias literarias que tanta fama le habían dado. Afortunadamente, la alquimia de Brian Eno vino a situarle de nuevo en la vanguardia del sonido al producirle éste el álbum Outside, en 1995, gérmen abortado de una nueva trilogía musical en que, a modo de ópera rock, se habrían de narrar los crímenes de un artista asesino. Dos años después nos regala Earthling, un agresivo y barroco álbum impregnado en paisajes sonoros cuya base musical es el drum’n’bass.


Se arrastra el músico ya, más que deslizarse, en el nuevo siglo, decorándolo con algún que otro pespunte creativo, como aquel Heathen del 2002, postrera seña visible de su genio, antes de escupir su último álbum de estudio hasta la fecha, un clasicista Reality que sólo da pie a la consiguiente gira, la última en la que los humanos tienen la fortuna de poder ver en directo al alienígena más controvertido y creativo que jamás haya pisado el planeta Tierra.

Después…la despedida que nunca se materializa y, como broma final, su colaboración con la actriz Scarlett Johansson en un vergonzoso álbum de versiones de Tom Waits. No culparemos al maestro. Quizás sólo está avanzando alguna nueva tendencia que nos negamos a admitir, como cuando a finales de 1977 acompañó, a la voz, a Bing Crosby en una versión imposible del navideño Little Drummer Boy que, cinco años después, se convertiría en éxito de ventas y recuperaría al avejentado cantor de Las Vegas como prototipo de un sonido que nunca debió desaparecer. Claro, que la Johansonn no es Bing Crosby pero…quién sabe.

Ahora, sólo nos queda esperar que Bowie regrese, aunque sólo sea por ponerle nombre a ese aristócrata francés que ha dejado la escena musical sin despedirse como es debido.

(todas las fotos de David Bowie incluidas en este artículo son cortesía de "la red")

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domingo, 6 de enero de 2013

poemas de la quietud (envenenado por Greg Dulli)

De nuevo me sorprende la noche a medio vestir o medio desnudo, qué más da, ya no importa, a nadie sorprende mi escueto fulgor de huesos a medio hacer y piel desteñida en tiranteces que no albergan más futuro que una partida de dados jugada con las esquirlas de mi osamenta...y sin nada que decir y nadie a quien hablar decido darle al play de nuevo y escuchar las melodías que compusiese Greg Dulli para mejor glosar la glosa salvaje de la desverguenza...los Suplicios del Amor que dijese el Divino Marqués...qué sé yo, que no me entiendo, por qué intento hacer poemas con la rebaba prolija de mi desnudo deseo...sólo, de nuevo, puedo invitaros a hacer sonar la melodía...ignorad mis palabras pero no ignoréis la música que, como siempre...rubrica el final del poema (deja siempre lo mejor para el final...alguien me dijo)

bucles de viento
inexacto
equivocando esta noche
que no quiere despertar

mordiscos de escalofrío
rebanando este cansancio
que me acompaña
al girar

sobre la almohada
entre las sábanas

y tú
respirando calma

con la quietud
del sueño inocente,
mientras yo enhebro
otro cigarro
con la hierba inconsciente
que me hará perder el arrullo
de la realidad 

y susurrar
buenas noches
mientras, 
desorientado,
 beso el murmullo
de tu cabello 
al despertar


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