martes, 30 de abril de 2013

melodías de soledad

...quien tenga oídos que escuche...
(como es habitual: al final del texto)

Apenas debe alcanzar los 15 años, aunque su rostro despliega un mapamundi ebrio de exceso y dolor. Cabecea levemente, como si ensayase un saludo hindú, cada vez que la grieta oxidada de su garganta aspira del sucio frasco de plástico. Después inaugura una mirada como un pestañeo y me parece adivinar, en la espiral perdida de sus pupilas, algo así como un aborto de recriminación. Supongo que me considera afortunado. Imagino que rechaza el hecho de que pertenezca frente a él aplaudiendo y sonriendo.

Mis aplausos no son para él. Sería demasiado repugnante celebrar tan doloroso monumento al abandono. Apluado a un grupo de chicos que, como él, no hace mucho reptaban los submundos de la metrópoli, serpenteando lo más oscuro y viscoso de sus callejas al anochecer, chapoteando en lodazales de desperdicio a la busca de un naúfrago mendrugo de pan. Ellos son afortunados porque pudieron salir a flote. Hoy ponen voz a su mugriento pasado, a su aún solitario presente, al ritmo inocuo de bases de hip hop. Claman a un público inexistente lo duro de la vida en la calle. Por momentos enardecen su voz que, al poco, vuelve a quebrarse en un ensayo de murmullo, conscientes de que los viandantes les ignoran, esquivan su presencia, huyen la sombra callejera de sus movimientos, no vaya a ser que se les contagie la miseria.


Hemos improvisado un pequeño recital para que los chicos puedan cantar sus composiciones en público. Hablan de dolor, de aislamiento, desolación, exceso, hambre y frío. Y esperanza. Hablan de una juventud perdida entre cartones y alcohol barato. No nacieron en la calle pero es el único hogar que recuerdan. Tuvieron infancia pero fue guillotinada ante los vítores del vulgo, y ellos casi prefieren sentir que su vida comenzó en una vejez miserable y que, ahora, despacio, jaleados por la evanescencia pueril de un optimismo tiznado de gris, caminan hacia la adolescencia que olvidaron mientras mendigaban panes y monedas, hurtaban alimentos de caducidad evidente, se dejaban vencer por el sueño al arrullo de un mordisco de luna llena y temperatura decadente. Era la vida en las calles. Ahora cantan rap, hip hop, cosas de esas. Expresan sus sentimientos tras desvestirse el nocturno disfraz de miedo y humillación con que les obligaron a ataviarse. Pero aún nadie les escucha. Los viandantes, esos posibles espectadores, ya digo, prefieren ignorarles. Les espera una sopa caliente de cotidianidad y una acogedora frazada de televisión de plasma y vino caro.

Yo aplaudo. No puedo hacer menos. Y el joven arrodillado frente a nosotros acerca de nuevo a la gruta rancia de sus labios el bote de clefa. Aspira con ímpetu, ignoro de donde saca las fuerzas. Mueve la cabeza y, por fin, se atreve a dirigirme la palabra. Me acerco, me envuelve una fresca vaharada de basura y humanidad. Él aproxima su hedor de labio mordido a mi rostro, teme que no pueda (o no quiera) escucharle. Sólo quiere saber si le dejaríamos cantar a él también.

Canciones de naufragio, tonadas de la deriva, coplas de una soledad que no encuentra puerto en que lanzar su ancla de espanto. El joven parece revivir al agarrar el micrófono entre sus manos. El resto de muchachos le hacen coro y corro, aplauden, aúllan, le conocen aunque sea la primera vez que le ven, portan en su ADN la misma genética del pánico. Continúa cantando, y no lo hace nada mal. De su garganta calcinada brota un caudal de palabras que buscan la rima como el día busca la noche, sin llegar a encontrarse pero siempre tan al límite, con esa perfección tremebunda del atardecer inesperado. Escucho atento y pierdo el hilo de las tropelías que narra la voz quebrada del chaval, mi mirada se lesiona con el caracoleo inmundo de una pareja de mediana edad que prefiere dar marcha atrás antes de seguir caminando y pasar junto a nosotros. Me embarga una sensación inexplicable que podría expresar como orgullo lumpen pero es algo más profundo, menos evidente.

Aplaudo, sonrío, abrazo a los chicos y al joven espontáneo que nos ha recordado a todos la importancia de poder expresar en alta voz los sentimientos. Él, creo, me temo, nunca podrá tener un más nutrido público. El estallido visceral de su voz, la explosión inocua de sus palabras, volverán a la cloaca olvidada de la soledad. Nada tiene de romántico ni sano acariciar con la piel de la sangre el dolor de este mundo. No hay romanticismo bukowskiano en la adicción descolorida de un Bukowski niño que ni conoce al escritor norteamericano ni ha tenido tiempo que le provea de la suficiente capacidad de raciocinio para asumir, asimilar y hacer bandera de su perdición irreparable. Occidente se acerca con su ejército de piel cara y marcas registradas. Ya nos alcanza la sombra del magnate y el abrazo del que pretende serlo. Bolivia comienza a hundirse en el lodo de la sociedad de consumo antes de haber siquiera sobrevivido al limo de la explotación y el expolio. Los mejores de sus habitantes, esos que perpetrarán negocios que hagan avanzar al país y convertirlo en destino turístico y potentado exportador de materias primas, prefieren ignorar los remedos de vida de tantos niños, jóvenes, adolescentes que callejean la soledad adheridos al adherente perfume mortal del pegamento y la muerte prematura. Los mejores de entre sus ciudadanos, sí, esos que continuarán proclamando la denigrante y ofensiva incursión del imperialismo yanqui para mejor obtener las prebendas del folclórico gobierno de turno. Y a los chicos de la calle, mejor no mirarlos. Más vale ignorar que también son hijos de esta tierra. Más útil que mueran al borde de cualquier alcantarilla oxidada de vómito y sangre. Mejor, ya digo, no mirarlos, que la sabiduría popular es más sabia por vieja que por popular, y ojos que no ven...corazón que no tienes. Y si, por un casual, tu rostro tropieza, de frente, irremediablemente, con el suyo...entonces pasa de largo deprisa y no escuches susmelodías de soledad...si apagas su voz acercas su desaparición...

así que, como decíamos ayer: quien tenga oidos que escuche: 

lunes, 15 de abril de 2013

poemas de la quietud (esperando El Tiempo de las Cerezas)

pues eso...que en ocasiones ni siquiera escribir supone alivio, ni siquiera la danza sinuosa de los dedos sobre el teclado consigue apaciguar esta inquietud en que se vierten los sentimientos de tanto en tanto...mejor volver a la quietud, retornar a la música, la calma, el silencio y la caricia...



el humo de la marihuana
enreda la estancia
y mi deambular mental

la pantalla del portátil
redibuja formas falsas
para que me parezcan reales

el sinuoso paseo de la gata
esculpe perfecciones
y animales ensayos de caricia

tomo
sin convicción,
entre mis manos,
la vieja gastada libreta

observo el descanso
de tinta y acero
de ese bolígrafo que me regalaron

patentado por la NASA,
me dijeron,
para que puedas escribir tumbado

y decido que
hoy no,
no me apetece escribir

no impondrá,
el reloj que nunca tuve,
pena de muerte a esta noche


jueves, 4 de abril de 2013

73

Es ahora que la melodía nocturna de un crepúsculo incendiado en tormenta adormece mis sentidos que la música de Quique González retorna a mis oídos como lo haría el hijo pródigo a la casa familiar (independientemente de las palizas del padre o la eterna melopea de la madre).

Ver llover.
Sí, perder la delatora curvatura de las pupilas en el naufragio celeste de un temporal noctámbulo, y comprender que has de regalarte de alguna manera el sentido del oído con músicas de aguacero, melodías de desagüe, armonías de naufragio. Y escucho una y otra vez la voz de Quique González recordándome que los olvidados fueron obligados a crecer desinformados.

Tarareábamos, hace ya años, esa canción del bardo madrileño, entre amigos, iguales, compañeros que compartíamos además del gusto por la música la dolorosa nostalgia de haber vivido de cerca la cruda realidad de su letra. Habíamos crecido en barrios periféricos y sufrido el picotazo violento del robo, el asalto, la paliza, la borrachera, el polvo a destiempo debajo del puente bajo el que hace años que no gritaba ningún río...cosas así: súbitas, sucias y urbanas: como las que relata la canción que hoy me susurra una y otra vez el citado músico. Porque habla en ella de yonquis, del pinchazo feroz/veloz, de la adicción/devoción eterna, de la muerte súbita y la redención inasequible. Así fue: eran nuestros amigos, o simplemente conocidos del barrio: amables, simpáticos, un pelín canallas, sí, pero buena gente. Hasta que arreció la tormenta de las drogas duras, la desastrosa cena de gala de la heroína, en la que muchos, tantos, demasiados, servirían de banquete a un tropel de torpes comensales que jamás fueron invitados: los padres sin más tiempo libre que el escaso intervalo que los diversos empleos por obra y gracia de los cuales aparecía en la mesa del domingo el pan fragante y crujiente le podía permitir, los viandantes asustadizos que con el ánimo animal de llegar un poco antes que el día anterior al hemipléjico hogar decidían atravesar las calles de nuestro barrio, las vecinas de mandil cansado y chismorreo exacto como el gatillo de los cowboys de sobremesa, las chicas que inauguraban adolescencia jugando a pretender quemarse teatralmente en las hogueras de los despropósitos...y así, en último extremo: nosotros: los hermanos menores, los que sin comprender asistíamos entre aterrados y gozosos al sacrificio, con pupilas desmanteladas y abortos de exclamación ensuciándonos la gaganta. Sabíamos que había que cuidarse mucho, al jugar en el terraplén, de las jeringas oxidadas, el óxido ensangrentado, la sangre coagulada y el coágulo de miedo que parecían haberse instalado en la mirada perdida de aquel yonqui al que todos conocíamos, con quien habíamos jugado fútbol repetidas veces en el descampado, de quien habíamos temido un bofetón pandillero e intempestivo...algo violento pero buena gente, ya digo.

Y es algo de esto lo que narra Quique González en 73, esa canción que hoy acompaña con sus rabiosos acordes de niebla y miel este aguacero cochabambino que amenaza inundar la terracita de mi recién estrenado hogar, como amenaza la citada melodía anegar el balcón de mis recuerdos. Así fue entonces. Así es hoy de nuevo, me temo. Ayer por desinformación, hoy por necesidad de esquivar los abismos cotidianos, las calles de Madrid se oscurecen en algunas esquinas en que la jeringa y el hambre copulan a escondidas de los viandantes.

Pero ahora vivo en Cochabamba, vivo Cochabamba, y aquí la única heroína conocida son la madre que amamanta a sus retoños entre montones de desperdicio o la niña que baila al son de músicas ancestrales para mejor obtener la simpatía del paseante y, de paso, un puñado de lustrosas monedas o un caramelo usado. Hay otras drogas en Bolivia además de la denostada cocaína, que aquí tan sólo sirve de laburo a un puñado de campesinos y de inocuo vicio a un mayor grupo de ídem. Eso no es droga, salvo cuando cruza la frontera a base de química y dólar para apaciguar a los occidentales que la esperan al filo de una madrugada sin fin, al calor de los cuerpos sudorosos que se contonean creyendo en la antinatural juventud eterna en cualquier discoteca de moda de metrópoli que celebra la fiesta mentirosa del fin de semana. Aquí, ya digo, pensando en Quique González, en su canción 73, en los conocidos a quienes devoró la heroína en aquellos aciagos años 80, deduzco que la única droga de tal calibre es la clefa con que mutilan sus pulmones, su pobreza, su abandono y su juventud tantos y tantos chavales que no, no tienen la edad de mi hermano, más bien la que debería tener el hijo que aún no decidió nacerme. Ignoro la composición de ese industrial pegamento de saldo que aspiran una y otra vez tantos niños que pretenden hacer de la calle hogar y de sus esquinas cementerio.

No vine aquí a hacer sociología de andar por casa. No pretendo desentrañar causas ni motivos. Sólo afirmar que imagino que la droga (como el cáncer o fiestas de fin de curso),es universal, y los féretros en que viajan los cuerpos de quienes a ella toman por esposa en las lunas de hiel del abandono no son tallados por quienes la producen, siquiera por quienes la venden. Tal vez, quizás, quién sabe, sólo por quienes ignoran su todopoderosa capacidad para lograr que este mundo no alcance de inmediato la sobrepoblación y prefieren pasear su indolencia en el falso automóvil de lujo de la relevancia social. Puedo verlos aquí como los veía allá: pasean el carrito en que ronronean sus hijos gemelos, sorteando charcos y compradores de última hora, y apartan la mirada cuando amenaza encontrarse de frente con la de ese chiquillo que podía ser mañana, en un par de años, cualquiera de los que ellos mismos han engendrado, en caso de fallecimiento de ambos progenitores o caída en desgracia laboral o abandono de puesto de trabajo o inminente pobreza o alcoholismo provocado por el recién descubierto fraude de una vida desechada o simplemente en un pasado no muy remoto en caso de haber nacido ellos al albur de la luna llena sin más techo que el aullido de dos perros que copulan al ritmo de un viento imprevisto, y en tal caso: niño, a la calle pues, ganate unos pesos, trae de comer a casa, ni modo, aunque tengas que esnifar clefa pero para soportar el frío, la necesidad, el hambre, la macana, la joda infecta de una niñez que nunca tendrás y un juego del que jamás llegarás siquiera a conocer las normas...todo igual, ya ven, quizás algo peor aquí: en el Planeta Sur, donde la edad de los adictos es sensiblemente inferior. Hablo de niños de 8 años o menos.

...y no, yo no nací en el 73, pero casi...podría tener la edad de mi hermano...o la de mi hijo...