Por si hubiese algún editor avispado y suicida, advierto: lo que continúa es un extracto de la obra inédita Este es el fin de mi carrera literaria:
(en caso de sopor, recomiendo la ceguera primaveral del urinario público)
(en caso de sopor, recomiendo la ceguera primaveral del urinario público)
El Mercado 25 de Mayo se presenta como la ocasión propicia para despegar mi dolorida musculatura
del pegamento sucio que supura la cuerina tercermundista del asiento en que
decidí recoger mis contracturas. Ignoro si habrá sido, éste, el mercado al que
ella ha acudido en busca de la ensalada de proteínas y grasas con que habremos
de alimentarnos, pero nada pierdo intentando encontrarla entre la devastación
alimenticia de sus puestos de carne mutilada y pescados de ayer.
Antes
de sepultar mi cuerpo en el sarcófago de aromas y texturas del mercado, paseo
la mirada (que no el cuerpo) por entre los carteles de los comercios aledaños. Hay huevos detergente helados abarrotes cervesa jugos proclama uno de éstos, así, con la intrépida
improvisación de la vida haciéndose a sí misma. He habituado ya mi capacidad de
sorpresa a la obscenidad material de los colmados de la ciudad, ese estrépito
de productos equívocos tan similar al que reúne a los miembros de una familia
desestructurada a la hora de la cena navideña o el cumpleaños del bisabuelo,
por ejemplo. Bolivia no tiene tiempo de preocuparse por la dictatorial estética comercial
que obliga a colocar los artículos de primera necesidad en recoleta recolección
de colores y promesas de una vida mejor, más saludable, y que, junto al jabón
lujurioso de axilas fragantes, reposen sus postreros resquicios de vida el rompecabezas imposible de la comida
para gatos y la edificación ebria del vino barato. Al fin y al cabo, no difiere
tanto de la mercadería pulcramente colocada de los grandes centros comerciales
occidentales: puedes perder una jornada completa buscando el artículo preciso,
como pierdes el rumbo deslumbrado por el oropel de cartón piedra de los citados
comercios primermundistas. El mercado es, siempre, ese lugar en que equivocar la
brújula de lo imprescindible para mayor satisfacción del vendedor de turno, y
yo estoy a punto de entrar en el 25 de Mayo para mayor satisfacción de la
mirada verdeazul de las lechugas y el tacto inexistente de los pedazos de carne
que las moscas intentan acariciar con su molesta danza de alas sucias y ojos
imposibles.
Soy
consciente de que a ella, hoy, no voy a encontrarla aquí. Pero me hipnotiza el pequeño colmado
de la esquina sur, ese que, entre grandes sacos terreros descosidos por la
lucha silenciosa del arroz, esconde desquiciadas bolsas que ocultan, tras su
noche de plástico, pedacitos de galletas para gatos, a menor precio que en el
hipermercado y, por supuesto, que en la clínica veterinaria. No pienso en ella, por
tanto, ahora. Me desentiendo del beso de fotografía añeja que estampó en el
papel baritado de mi barba a medio hacer, hace minutos, horas, no sé, antes de
susurrarme me acerco al mercado y marcho pronto a casa. Posiblemente ya esté
festejando, ella, el maullido festivo de la gata, el mismo con que nos recibe
cada día, al regresar del trabajo. Yo, ahora, pienso en la gata, y en lo satisfecha que mostrará su mudo parloteo de caricias y ronroneos cuando yo regrese al
hogar portando entre mis manos un breve suicidio de plástico hinchado de
galletitas, pedazos de galletitas. Creemos que engañamos a los animales
dejándoles comer de nuestra mano, pensamos que nos reconocen como benefactores
cuando, especialmente en el caso de los gatos, sólo comprenden que estamos sometidos
a su dictatorial imperio de los sentidos, un imperio de los sentidos asexuado
pero más cierto que aquél que mostraba la célebre película japonesa (creo que
era japonesa, quizás fuese china, cuando la pasaron por televisión yo era
demasiado joven para poder descifrar con soltura el jeroglífico gestual de la
población oriental). El animal, los animales, los gatos, la gata, sólo
comprenden la presencia de un ser anónimo que les dispone un almuerzo sin
siquiera haberlo solicitado. Y no lo agradecen, sólo simulan hacerlo para
poder después exigirlo en el momento menos oportuno. Los humanos contentos,
felices de pensar que el animal nos reserva un pedazo del cariño que no siente.
La
casera me dispara una sonrisa a la par que se unta los labios de agasajos mercantiles,
pretendiendo que adquiera productos innecesarios y caducidades enlatadas. Como
en cualquier mercado, creo que ya lo he dicho. Compro comida para la gata,
pedacitos de galletas, y antes de salir al desastre sónico de la calle en hora
punta de paseantes, autos y ventas improvisadas al albur del irregular
adoquinado, decido pasear por entre los puestos de pescado, por mejor
infectarme de ese aroma a mar envasado que siempre desprende el pescado, aunque provenga
del río y no de los redundantes oleajes del mar que Bolivia no tiene. El oleaje
siempre es redundante. El oleaje es pura redundancia, y el pescado ebrio de
asfixia que agoniza al borde de los puestos del Mercado 25 de Mayo es pura
antinomia. Pero huele a mar, ya digo, aunque pienso que este aroma sólo sea
producto de la fraudulenta intervención del sentido de la vista. De no poder
mirar a los ojos vacíos al pescado que languidece al borde del féretro vivaz
del mercado, tal vez, creo, no rememoraría mi olfato el aroma del salitre. Las
miradas engañan, ya lo decían las madres. Y a mí, la mía, no me advirtió de que
algún día soñaría bañar el pentagrama ciego de mis pasos en la redundancia de
una marea inexistente, al pasear los mercados bolivianos.
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