sábado, 14 de diciembre de 2013

nos has nacido

cierto... lo sé... abandoné temporalmente estos Vislumbres en espera del regreso a Bolivia... pero aquí también, en esta tierra en que inicié mis torpes andaduras, he podido vislumbrar un El Dorado más refulgente que todos aquellos que imaginaran los antiguos conquistadores, y por eso regreso: para dejar constancia... y para que el joven Salazar sepa que ya tiene más latidos que le unen a los antiguos invasores... siempre

gracias a todos (sí, tú, no mires a otro lado, sabes quién eres) por ser y estar

Amaneces al invierno frío de este mundo despejando las dudas de un anochecer incauto, y tu voz desgarra los fulgores de estrellas que no se atreven a brillar para no asustar al cielo.

El hospital despereza el sudor de heridas y lamentos de un día perdido entre vendajes, sondas, goteos y suturas que no quieren decir su nombre. Y tú describes tu presencia con la metáfora quieta de tu llanto primero. Yo, aletargado por el cínico festival de luces agrias de la sala de partos, asisto a tu nacimiento. 

Surges de un naufragio de sangre y vísceras como pétalos de rosas que nunca germinaron espinas, reclamando tu pequeño espacio en un mundo que se precia de regalar a cada uno el suyo. Tu madre te regala el punzón incierto de un dolor de siglos con el que tú decides hacer celofanes de regalo y pajaritas de tiempo.

Afuera, los voceros del apocalipsis continúan su prédica huérfana de esperanza y podrida de futuros que no llegan. Yo, dentro, embadurnado de la asepsia azul cobalto del paritorio, asisto al apocalipsis de vida y milagro de tu nacimiento, hijo, mientras tu madre se desmadeja en arrumacos de lágrima y desvanecimientos de emoción que nadie ya, salvo tú, podrá reverdecer en el pasto breve de las pupilas.

Nos has nacido, hijo. Lo has logrado. Has estrechado tu osamenta de río para verterte en el caudal de miedo y ternura de nuestras vidas, aquí afuera, donde la luz, hoy, es milagro que abreva en tus labios de beso y latido. 

Y ya no somos más una mujer y un hombre porque, al rugir la alarma benévola de tu llanto, hemos acudido prestos al incendio de una nueva vida.