jueves, 16 de julio de 2015

Bowie, sus héroes... y los editores salvajes

David Bowie, cortesía de "la red"
Contar con la amistad de un genio no sé si es algo de lo que enorgullecerse, pero sí comprendo que es motivo suficiente para sentirse mejor ubicado en este desastroso mundo. Contar con la amistad de Javier Vayá, Poeta, y humano, demasiado humano, es un lujo. Pero eso no viene al caso de lo que pretendía explicar, que es más o menos lo siguiente: contar con el verso atroz, la prosa feroz, y el sentimiento como apellido que sirve de algo, sí es algo de lo que debería enorgullecerse cualquier editor que como tal desee considerarse. Javier Vayá acumula dichas virtudes... sus editores no sé qué acumulan pretendiendo acumular sólo papel moneda. Me canso de repetir que vivimos tiempos extraños, y muchos editores son remedo salvaje de cualquier otra de las categorías en que gustan de situarse todos los que hacen de este mundo un desastre de cochambre urgente y billete incendiario. ¿Otro Poeta engañado? No, lo siento. A pesar de todo, los engañados son ellos, los editores salvajes. El Poeta no escribe para vivir, vive para escribir.

Javier me honró solicitándome un prólogo para su primera obra. Yo me hice el valiente, aparté lágrimas y miedos, y escribí lo que sigue, para glosar la Literatura de otro grande al que pretenden devorar los asalariados de la nada. Nunca pude ver el libro, creo que lo mismo les ocurre a muchos de los que pretenden degustarlo. Javier, hermano, Maestro, no importa: vencerás y convencerás... ¡está escrito!


HÉROES POR UN DÍA
(prólogo de El Peso de lo Invisible)

Alguna noción tengo de lo que ha de ser un prólogo. Me alcanza la cordura para comprender que se trata de un escrito tendente a ensalzar las bondades de la obra literaria que le sigue (si es que de literatura hablamos, claro). Así que, aun sabiendo que esta no es la mejor manera de acometer un prólogo, proclamo aquí y ahora haber venido a hablar de mi libro… o al menos de mis obsesiones, que al fin es lo mismo.
Ante un volumen literario como el que nos ocupa, tan cuajado de oníricos aciertos e innegables cualidades, no debería quien pretende prologarlo, hacerlo ondeando la bandera de lo propio. Pero, lo lamento: tras la intensa lectura de El Peso de lo Invisible, me siento impelido a rememorar una historia que en muchas ocasiones he repetido pero que no por ello deja de apasionarme.
Al tema: allá por finales de los años 70 del pasado siglo, un demacrado físicamente (adicción a la cocaína) David Bowie, arrastraba sus quijotescos fantasmas por calles y cafés del Schöneberg berlinés. Acompañaba tales paseos, cual Sancho Panza espídico, un exacerbado Iggy Pop. El caso es que Pop, dejando a Bowie, en su departamento, entregado a veleidades psicodélicas de alto voltaje, decidió pasar la nochevieja de uno de aquellos años en busca de un alto voltaje menos pasivo. Y recaló en un garito de mala muerte en que un nutrido grupo de aguerridos punks había construido, en mitad de la sala, un muro de cartón simbolizando aquel otro muro de ladrillo y cemento que separaba el Berlín oriental del occidental. Cuando la hora bruja arreció con sus campanadas de año nuevo, los jóvenes punks arremetieron contra el falso muro allí construido para entregarse, momentos después, a un comunal abrazo no exento de fragantes lágrimas. Incluso los punks lloran. Y la violencia de ningún movimiento juvenil alcanzará nunca la de cualquier mínimo mandato político, no lo olvidemos.
Creo ir comprendiendo, a medida que los relojes van esbozando la deteriorada sonrisa de la parca, que son las pequeñas revoluciones del día a día, esas batallas incruentas en que nos enredamos los humanos para mejor afirmarnos como seres sensibles y extrañados ante el mundo, el único heroísmo posible en estos días sin huella que nos ha tocado vivir. Así lo comprendieron los jóvenes punks del Berlín dividido, y no tuvieron reparo en descoser el trapo macho de su revuelta clandestina en un reguero de lágrimas hembra derramadas por la libertad sustraída. Luego, Bowie, haciendo acopio de sentido y sensibilidad, escribió Heroes, aquel mítico tema en que unos amantes separados por la idiocia política de entreguerras unen sus labios a los pies del muro de la infamia. Un tema que bien podía haber sido inspirado por los punks berlineses a quienes Pop observó reventar, con su osamenta de imperdible y esperanza, aquel otro muro simbólico. Bowie puso letra al ritmo desacompasado de toda una generación, recordándonos que podemos ser héroes… aunque sea sólo por un día.
Igual Javier Vayá, punk de la palabra y la sensación, en este volumen que el lector tiene (para su propia fortuna) entre las manos.
No es cuestión baladí que el autor comience este volumen de relatos y poemas con el certero …just for one day de Bowie. De hecho, El Peso de lo Invisible puede catalogarse (si es que alguien precisa aún este tipo de artimañas) como un delicioso surtido de heroísmos breves, sucintas osadías, atrevimientos fugaces, en que el autor arriesga su cordura y el sosiego del lector con un apabullante inventario de extrañezas en cuya otredad reside el mínimo heroísmo de estar vivo y saberlo.
Cuando digo extraño, aludo a la etimología más profunda del término, la que nos recuerda que lo extraño es lo extranjero, lo distinto, lo inesperadamente diferente de la norma establecida. Así, pasean las páginas de la prosa de Vayá esquizofrénicos que hacen del mundo de los cuerdos su particular frenopático, asesinos a sueldo que enfrentan la peor de sus pesadillas tras dar muerte al amigo por cuestiones laborales, fantasmas que regresan a la vida para copular con la mujer ajena y desprestigiar el sentimiento amoroso, revolucionarios decepcionados tras la derrota en la revolución del deseo, lobos que descubren que el hombre es un lobo para el hombre, padres frustrados porque los hijos que no tienen olvidaron su tarta de cumpleaños, jóvenes que pierden la cordura por no ser descubiertos en el juego del escondite, artistas que regresan del más allá para dotar a su obra de la vida que ellos ya perdieron, monstruos a quienes alimentan aquellos que ya renunciaron a la ilusión de alimentar una vida normal, amigos que suplantan identidades para descubrirse suplantados por el amigo que marchó, amantes que escriben su amor en las paredes de la ciudad para recordarnos que sin amor no hay ciudad, ni país, ni nación, ni vida…
Todo un recorrido de extrañezas y extranjerías, ya digo, que nos recuerdan lo acertado de la lírica de aquel Bowie berlinés. Porque en lo cotidiano habita lo ajeno, y sólo comprendiéndolo podremos ser héroes, aunque sea por un día.
Y Vayá se erige, en esta su puesta de largo literaria, en héroe cotidiano que, sin abandonar lo anómalo, lo curioso, eso que muchos dan en llamar freak, nos acerca al corazón de las verdaderas revoluciones, ese cuyo latido conoce tan bien todo aquel que en algún momento de su vida se haya sentido perdido. Resbalamos en las historias que trenza la pluma certera de Vayá con cierto temor ante lo que nos espera al fondo del abismo, sí, pero no hacemos esfuerzo alguno por evitar la caída.
Y, como contrapunto perfecto a sus relatos, el autor desangra sobre el papel rítmicos versos de arritmia sentimental, cauces en que se vierte el poema para descubrirse derrotado por la vida, atropellado por el tiempo, dañado en su línea de flotación por el inevitable terror de descubrirse igual al resto, no tan distinto, no tan diferente, en nada extraño, para nada extranjero. Nuevamente amanecen los héroes en los poemas de Vayá, aunque no tengan que utilizar ahora disfraz de fantasma o licántropo. A la cotidianía temblorosa de lo extraño en sus relatos, le responde como un eco la fantasía dolorosa de lo cotidiano en sus poemas. Poesía democratizadora (de verdad, no en el sentido político) de los sentimientos, labrada en imágenes inolvidables y ritmos imperecederos. La voz poética del autor, músculo y caricia, mordisco y saliva, orgasmo y fusil, ya es una gesta en sí misma.
Héroes, a uno y otro lado, en delicioso contrapunto, en el verso y en la prosa, en este sinfónico volumen que cualquier alma sensible sabrá degustar como si de una deliciosa copa de vino se tratase, con medidos pero intensos sorbos que despertarán en él todo un panegírico de aromas, texturas y memorias de aquel día en que ellos mismos llegaron a ser insignes hacedores del milagro de estar vivo.
Termino el párrafo, vuelvo a él, y reconozco haberme equivocado. Leer a Javier Vayá no es cómo tomar una copa de vino, más bien se asemeja a escuchar uno de esos L.P’s del Duque Blanco en que un sinfín de seres alienados por su propia existencia descubren la heroica victoria de lo cotidiano, logrando apreciar, al fin, El Peso de lo Invisible.
Habrá lectores que no conozcan a Bowie, o no les interese su música. No importa, afortunadamente tienen entre sus manos un delicioso volumen de portentosa literatura, éste que nos regala Javier Vayá. Y, leyéndolo, pueden ser héroes… aunque sólo sea por un día.