Que El Dorado no existe en sudamérica ya me quedó claro. Que en Europa tampoco existe debería comenzar a quedarnos claro a muchos. Y es que de Vallecas a Idomeni, hay sólo un paso. Hoy, miren ustedes por dónde, me ha salido un burdo relato:
SOMOS LEGIÓN
Cuando los nazis vinieron a llevarse a los comunistas,
guardé silencio,
porque yo no era comunista,
guardé silencio,
porque yo no era comunista,
Cuando encarcelaron a los socialdemócratas,
guardé silencio,
porque yo no era socialdemócrata,
guardé silencio,
porque yo no era socialdemócrata,
Cuando vinieron a buscar a los sindicalistas,
no protesté,
porque yo no era sindicalista,
no protesté,
porque yo no era sindicalista,
Cuando vinieron a llevarse a los judíos,
no protesté,
porque yo no era judío,
no protesté,
porque yo no era judío,
Cuando vinieron a buscarme,
no había nadie más que pudiera protestar.
no había nadie más que pudiera protestar.
Bertolt Brecht
Piel
oscura incendiada en hogueras de lágrima. El niño llora. Su mamá le abraza y
llora, también, deseando no haber nacido este hijo. Una ventisca noviembre desgarra
en latigazo la piel del pequeño, la de su madre. El padre abisma su tragedia en
algún sótano, lejos de su prole, botas militares como único horizonte. Él
también solloza, en silencio. Que no se regodeen, sus captores, más allá de los
porrazos y puntapiés en que les hemos instruido como hiciese aquel Henry Lee
Lucas con OttisToole, su tarado compinche asesino.
La
mujer y el niño consumen callejas buscando el hospital más cercano. No está
lejos, dos gitanos señalan el camino, ofrecen llevarlos en su furgoneta. Ella
declina la invitación, terror en su tartamudeo. Gitanos: delincuentes peores
incluso que ellos, inmigrantes. Eso aullan en televisión, los bufones a quienes
asignamos puesto indefinido de tertuliano todoterreno. El pequeño, descalzo, esboza
un graffiti de sangre en el pavimento de las calles. Sus zapatos los arrebató
uno de nuestros esbirros, mientras golpeaba a aquel vecino que pretendía
inmortalizar el instante con su teléfono móvil. La mamá tironea de su retoño,
sollozando, desorbitadas las pupilas, fuera de órbita el entendimiento. Pánico,
indefensión y esa imbécil pregunta: ¿por qué a mí?
Ya
en el hospital, el muchacho a medias vestido, tiritando frío y espanto, los
pies desollados, la madre copulando la histeria, un corazón defectuoso mordiendo
su pecho. ¿Puede facilitarme la tarjeta? Ella gimotea ¿qué tarjeta? La de la
Seguridad Social, señora. No tengo… la tiene mi marido, o estará en casa… ya no
hay casa, el niño, mírele, por favor, ¡ayúdenos! Necesita la tarjeta, tenemos
muchos accidentes de tráfico esta noche, y por lo que veo ustedes están bien. Sin
tarjeta no podemos atenderles, salvo en caso de urgencia, lo siento.
Me
asomo al espejo. Mi rostro es normal, corriente, afable incluso cuando sonrío, como
el de aquel Wayne Gacy cuando vestía de payaso. Muchos dicen que mi rostro relata
mi mediocridad, como decían de Gacy una vez entre rejas. Entonces era fácil
reír. Pero ¿quién se reía, antes, de sus payasadas? De mí se ríen, en las redes
sociales y en el sofá de casa. En algunas cadenas de televisión, también. Lo
sé. Como el payaso que me creen, sé hacer reír a los niños. En público los
abrazo, incluso beso y, aunque me repugna, sonrío. Como Gacy, hago mi pantomima.
Pero mirad los pies ensangrentados del muchacho, su rostro espanto. ¿Os siguen
haciendo gracia mis payasadas?
El
niño gimotea papáááá. Escucha, pequeño: la policía está propinando una buena tunda
a tu papá. Por inmigrante, ilegal, vago, deudor y negro. Por su maldita sonrisa
negra. Como la que ayer limpiaba tu rostro de oscuridad y lo engalanaba de
ternura. Esa sonrisa debería haber quedado descosida en las concertinas con que
defiendo mis fronteras. Así te hubieses ahorrado lo de hoy, y todo lo que vendrá
a continuación. Porque esto es sólo el principio. Y a mí no me va a detener la
policía. Es jauría que me debe obediencia. Reciben órdenes y salario de todo el
séquito de acólitos que he logrado reunir durante estos años. Esto no es una
secta fácilmente desarticulable y, aunque yo sea un líder fácilmente
intercambiable, tras de mí hay otros muchos, bien adoctrinados, que no se derrumbarán
ni confesarán culpabilidad como hicieran los discípulos de aquel Charles Manson.
Charles es nombre muy común en los Estados Unidos. Como Ted. Sí, pienso en
aquel Ted Bundy que se hacía pasar por policía, periodista o político –gente
respetable- para perpetrar sus crímenes. Yo no necesito disfrazarme ni camuflar
a los míos, pero también tengo un nombre muy común. Aunque el nombre es lo de
menos, es intercambiable, al fin y al cabo somos legión.
Payaso,
mediocre, títere y todo lo que se os antoje. Pero ya llegué a la casa que
pagáis con el rendimiento de vuestro trabajo esclavo, y enciendo un puro habano
a la par que la televisión.
Hoy, en Villa de
Vallecas, una familia de inmigrantes senegaleses ha sido desahuciada. Algunos vecinos
han sido detenidos en virtud de la nueva ley que impide manifestarse contra los
desahucios. El padre de la familia ha pasado a dependencias policiales por la
violencia que ha opuesto durante el desalojo. Pequeños grupos de radicales han
lanzado objetos a los agentes de la autoridad. Las sirenas policiales, hoy, son
la banda sonora en este barrio madrileño.
Sonrío
y apago la televisión. He de preparar el discurso que mañana ofrendaré a mis
adláteres, en el Consejo de Ministros de la Unión Europea. Haré pública mi
renuncia a las ingratas expulsiones masivas de inmigrantes con derecho de asilo…
faltaría más.
Pero…
Idomeni, Grecia, cuna de esta civilizada civilización que debemos defender a
capa y espada. Porque una democracia es demócrata, y yo soy muy demócrata. Como
aquel Adolf Hitler, que sólo deseaba lo mejor para su pueblo. He de meditar
acerca de todo esto. Al fin y al cabo sólo deseo lo mejor para mi pueblo, y…
somos legión.