jueves, 21 de julio de 2016

aullando con Allen Ginsberg




he visto las mejores mentes de mi generación destruidas, despedazadas, desperdiciadas por la obtusa quimera de un puñado de monedas que, suponían, les sacarían del agujero por cuyas paredes, a cada momento, más raudos resbalan, para mejor olvidar la escasa belleza que un día portaron sus genes

quienes, cuando niños, jugaban a los autos de choque del inconformismo, pasean ya sus grises trajes de oficinista en el incendio inverso del Metro, antes de colocarse el ambidiestro yugo del monetarismo social

quienes se proclamaron comandantes de las revoluciones del espíritu y los seísmos de la conciencia, muestran los agrietados surcos de una edad que llega antes de tiempo

quienes masticaron una adolescencia de suburbio, pasión e incertidumbre, se encomiendan cada noche a plegarias imberbes, en la lubricidad mentirosa del matrimonio, y luchan por no errar el camino marcado por el rebaño que conduce a la ausencia de identidad, el clarear de las neuronas, y el mimetismo de la piel con el neutro asfalto que pisotean las ruedas de los utilitarios de lujo de los que gustan en llamar poderosos

quienes retozaron a la sombra insolente de las páginas subversivas, han olvidado en la cuneta de la existencia sus sueños, cediendo el paso al brioso jamelgo de la uniformidad y, abandonando sus escritos juveniles en los vertederos del arte, en las alcantarillas de la belleza, suplican, el picotazo de la droga que les haga olvidar que ellos, al nacer, creían ser distintos del resto

quienes afilaban cuchillos de lucidez en los efervescentes renglones torcidos del blues, han disuelto su nervio eléctrico en el pantanoso brebaje de melodías de feria que con necio estribillo empequeñecen sus pupilas hasta que estas reflejan la nada más tremebunda

quienes engrasaban su lengua en solidaridades, fraternidades, justicias, revueltas, afirman que repetían frases aprendidas cuyo sentido se pierde en el sumidero de la farsa, al calor de licores de brutal gradación, calidad y precio, al albur de espesuras engendradas en la buena hierba que no pueden sufragarse los apestados que ellos mismos, algún día, juraron ser

quienes deseaban enhebrar sensaciones en las pupilas de los desfavorecidos, caminan lanzando, de tanto en tanto, monedas como proyectiles al regazo de los miserables que la sociedad decidió extirpar, cual tumores, de su organismo, y aún proclaman en alta voz lo doloroso que les resulta contemplar tamaña pobreza, semejante miseria, lo mucho que ayudarían, de poder, a segregar el hambre del estómago de los desheredados

quienes proclamaban a los cuatro vientos la igualdad del ser humano, apagan los incendios de su mente a la mesa de restaurantes exóticos vegetarianos japoneses macrobióticos, o en aviones que recorren geografías a la velocidad del turoperador y el despilfarro, o frente a las 50 pulgadas de televisores aletargados, o al accionar el botón que inicia el software que redecora la instantánea hueca con que pretenden socializar el arte y regalar su creativa grandeza a los miserables que se sujetan a la barra de bar de la ignorancia

quienes despedazaban sus puños contra la pared del totalitarismo, hieren verbal y físicamente a todo el que pueda llegar a arañar alguna triste migaja de su banquete de orden, limpieza, uniformidad y comida tres veces por día, con la todopoderosa excusa de cuidar de su prole, sus retoños, esa remilgada jauría que mañana arrancará de cuajo la mano que les da de comer

quienes subvertían el orden establecido en coloquios de guerrilla, patalean sus tan cacareados ideales, cual guiñapos, arrumbados por los cordajes que unen sus miembros a los del titiritero de camisa de marca made in Indonesia, corbata de lazada gruesa a tono con los tiempos, y perfume de cobaya disecada en esencia de sutil a vainilla que marca el ritmo del baile de moda en la verbena de las vanidades

he visto las mejores mentes de mi generación perdidas, chapoteando el subsuelo mentiroso de una vida mejor que no era la suya, y alzo mi copa vacía, la acerco a mis labios, la mastico, brindando por ellos con mi sangre paria y deseando que abandonen, al menos, la pretensión drogadicta de que su sueño ácido sea compartido por el resto de los mortales