he visto
las mejores mentes de mi generación destruidas, despedazadas, desperdiciadas
por la obtusa quimera de un puñado de monedas que, suponían, les
sacarían del agujero por cuyas paredes, a cada
momento, más raudos resbalan, para mejor olvidar la escasa belleza que un día portaron sus genes
quienes,
cuando niños, jugaban a los autos de choque del inconformismo,
pasean ya sus grises trajes de oficinista en el incendio inverso del Metro,
antes de colocarse el ambidiestro yugo del monetarismo social
quienes
se proclamaron comandantes de las revoluciones del espíritu y los seísmos de la
conciencia, muestran los agrietados surcos de una
edad que llega antes de tiempo
quienes
masticaron una adolescencia de suburbio, pasión e incertidumbre, se encomiendan
cada noche a plegarias imberbes, en la lubricidad mentirosa del matrimonio, y luchan por no errar el camino marcado por el rebaño que conduce a
la ausencia de identidad, el clarear de las neuronas, y el mimetismo de la piel
con el neutro asfalto que pisotean las ruedas de los utilitarios de lujo de los
que gustan en llamar poderosos
quienes
retozaron a la sombra insolente de las páginas subversivas, han olvidado en la
cuneta de la existencia sus sueños, cediendo el paso al brioso jamelgo de la
uniformidad y, abandonando sus escritos juveniles en los vertederos del arte,
en las alcantarillas de la belleza, suplican, el picotazo de la droga que les haga olvidar que
ellos, al nacer, creían ser distintos del resto
quienes
afilaban cuchillos de lucidez en los efervescentes renglones torcidos del blues,
han disuelto su nervio eléctrico en el pantanoso brebaje de melodías de feria
que con necio estribillo empequeñecen sus pupilas hasta que estas reflejan la nada más tremebunda
quienes
engrasaban su lengua en solidaridades, fraternidades, justicias, revueltas, afirman que repetían
frases aprendidas cuyo sentido se pierde en el sumidero de la farsa, al calor de
licores de brutal gradación, calidad y precio, al albur de espesuras
engendradas en la buena hierba que no pueden sufragarse los apestados que ellos
mismos, algún día, juraron ser
quienes deseaban enhebrar sensaciones en las pupilas de los
desfavorecidos, caminan lanzando, de tanto en tanto, monedas como
proyectiles al regazo de los miserables que la sociedad decidió extirpar, cual
tumores, de su organismo, y aún proclaman en alta voz lo doloroso que les
resulta contemplar tamaña pobreza, semejante miseria, lo mucho que ayudarían,
de poder, a segregar el hambre del estómago de los desheredados
quienes
proclamaban a los cuatro vientos la igualdad del ser humano, apagan los
incendios de su mente a la mesa de restaurantes exóticos vegetarianos japoneses macrobióticos, o en aviones que recorren geografías a la
velocidad del turoperador y el despilfarro, o frente a las 50 pulgadas de
televisores aletargados, o al accionar el
botón que inicia el software que redecora la instantánea hueca
con que pretenden socializar el arte y regalar su creativa grandeza a los
miserables que se sujetan a la barra de bar de la ignorancia
quienes
despedazaban sus puños contra la pared del totalitarismo, hieren
verbal y físicamente a todo el que pueda llegar a arañar alguna triste migaja
de su banquete de orden, limpieza, uniformidad y comida tres veces por día, con
la todopoderosa excusa de cuidar de su prole, sus retoños, esa remilgada jauría que mañana arrancará de cuajo la mano que les da de
comer
quienes
subvertían el orden establecido en coloquios de guerrilla, patalean sus tan cacareados
ideales, cual guiñapos, arrumbados por los cordajes que unen sus
miembros a los del titiritero de camisa de marca made in Indonesia, corbata de
lazada gruesa a tono con los tiempos, y perfume de cobaya disecada en esencia de sutil
a vainilla que marca el ritmo del baile de moda en la verbena de las
vanidades