viernes, 29 de septiembre de 2017

Scott Walker, matarife

Atardece en chiquillos de sonrisa fácil y facilidad lingüística que invitan al turista a descubrir Fez siguiendo el hilo de Ariadna que enmaraña las calles de su zoco, uno de los más longevos y extensos de la geografía musulmana... eso, al menos, aseguran, mientras te dicen sin guía tú perder, ¿quieres ver pieles?, mejor vista yo enseño, y mezquita también, sí, no problema, yo enseño, y casi se enredan tus pies en los suyos para mejor perder el paso y, de paso, la brújula. Tomarás, ya sin remedio, la dirección de juguete y propina de su caminar niño.

Fez se desdibuja y se marea cuando comprendes formar parte del rebaño de turistas que se han dejado conducir por el pastoreo de moneda de la necesidad más acuciante. Pero... ¿quién genera este comercio?

Afuera, lejos, ajenos a las murallas de la medina, en una calle atestada de Grand Taxi, chóferes vociferan nombres cuyo significado y dicción no alcanzas a desentrañar. ¡Sefrou!, ¡Sefrou! Un nombre como un golpe sordo que martillea oídos y ánimos. Repetición cáustica, acorde breve, ritmo montaraz que despierta instintos temerosos de revelar su nombre... tal vez los de lo oscuro, que te llama.

Entro en el Grand Taxi. Tomo asiento en la parte trasera. Contemplo el suicidio de los relojes. Minutos necesarios para que se ocupen los asientos aledaños. Partimos, no sé hacia dónde. Pero partimos, al fin. Y llegamos. Atrás, poco más de media hora. Atrás, carreteras cuya seguridad no obtuvo el certificado de buena conducta. Arribamos a las faldas del Atlas. Sefrou, ahí, agazapada tras un murmullo de siglos que nadie contabilizó.

Suena Khaled en la radio del vehículo. Scott Walker en mi mente, repitiendo mordiscos de voz como el taxista repetía ¡Sefrou! no hace tanto... sfrú... sfrú... sfrú...

... como un mantra tortuoso de esos a los que nos acostumbra Walker, antes de decapitar el ritmo con un desacorde brusco para sumergirnos en los avernos de aquello que llamamos música y que hoy, ahora, ya, acompaña mi naufragio en esta pequeña población en que mellah y medina ven separado su abrazo imposible por el fragor del río Agay que, antes de irrumpir en la ciudad como bramido de conquistador medieval, dibujó sus alrededores de un verde imposible. Sus interiores, marrón carne corrupta, tendré tiempo de comprobarlo. Pero, antes, el atardecer que fue, y una bombilla que despierta susurros de luz en chilabas remendadas de mugre y vino, en la licorería sita en las afueras de la ciudad: borrachos y mostachos que se expresan en idiomas de cerveza y Magreb, mutilados por mi aparición de desaparecido en busca de una botella de vino.

Camino callejas caminadas por sombras y nadie, Walker gritando en mis oídos I'm the only one left alive, la botella de vino en una bolsa, estilo yanqui pero de plástico su originaria estraza.

Me sorprende, en una esquina, el fantasma de humo de una parrilla que aún regenta aromas de sacrificio. En la siguiente aúlla una humareda distinta, una caverna desde la que lo gutural me susurra hasch. Y yo me acerco. Y me envuelve un vaho de familiaridad mal entendida. Y quemo y olfateo y compro, rápido y sin ruido, como Walker cuando calla para inventarle nuevas melodías al silencio. Camino y busco un lugar en que pasar la noche. La meta en forma de azotea blanqueada como un erial de adobe.

Scott Walker, cortesía de "la red"
Fumo y bebo y contemplo galaxias por las que se desplazan estrellas con estrépitos siderales que abruman mis oídos, amplificados por esta pesadilla en que Scott Walker me ha naufragado esta noche. A lo lejos, o no tanto, el rebuzno de un asno cargando cosechas de piedra, como el berrear de un cordero conducido al sacrificio. Suena Scott Walker -¿ya lo dije?- y me advierte de que introduzco mis dedos, calcinados por la mínima combustión del hachís, en el abismo. Este abismo que semeja, ahora, la cremallera de mi pantalón -un nuevo trago- ya desgajada, circuncidada al estilo islámico para aflorar la flora fatua de una erección de saldo que se agiganta mientras mi memoria escucha los alaridos del bardo británico, su temple de barítono bastardo, su cantar de sepulturero. La sangre, en su existencia bipolar, se agolpa a la par en mis sienes y en las fronteras de mi glande, que te añoran... por eso inauguran granates tan violentos como los que en la dermis de mis oídos colorea esta escucha onanística de The Drift. No hay vocabulario lógico que logre describir lo que Scott Walker plasmó en ese álbum, ni lujuria que pueda explicar el desbarajuste en que ha tornado este camastro para exponerme al guiño lejano de galaxias incendiadas. Me abandono. Floto. Muero... sin ti, muero. Sin ti, que paseaste la medina advirtiéndome de no pasar al otro lado, no pisar la mellah, territorio judío, jeroglífico de brujerías. Alguien me advirtió también, hace años, que no escuchase aquel disco: nunca pasar al otro lado. Floto. Muero...

Mañana, aún atolondrado por el exceso, me llegaré hasta Bahlil, el pueblo de las cavernas, y compartiré mesa de hambre y mantel de exequias con una familia que me interpela, en un idioma que no conozco, preguntas sin respuesta. Viven en una cueva. Humedad, sombra, mordisco al aire. Y la voz de Walker despertando gritos rupestres a esta caverna que Platón no hubiese deseado siquiera imaginar.

Afuera, un pollino rebuzna -otro-, y un matarife asesta el golpe de gracia al cordero de dios tú que quitas el pecado del mundo ten piedad de nosotros... pero no hay piedad, y Walker golpea y golpea, haciendo de la carne percusión y de su música veneno. Lo imagino desordenando las paredes de esta vivienda que es cueva y es hogar y es caverna y es nada, con brochazos de polifonía lacerante, sólo por jugar... o por aprender, qué sé yo... el hachís es potente, lo fue, anoche, mientras me vertía escuchando Jesse, en un orgasmo separado por un río, a un lado el placer al otro el asco, lo repugnante, el rechazo... en Sefrou, una ciudad habitada sólo por musulmanes y en que un río los separa de los judíos que allí ya no viven. Walker aúlla I'm the only one left alive... ya nadie más queda vivo, salvo yo, tal vez, y esta familia que me ofrece harira en el interior de una cueva que es hogar.

Dormiré aquí, entre andrajos y cazoletas de kif. Mañana regresaré a Sefrou. Después a Fez, para abrillantar mis desvaríos con el trapo sutil del turismo.

No busquéis Sefrou, por favor, y mucho menos Bahlil. No existen, salvo en mi mente desquiciada y en el timbre agónico de Scott Walker que, lo siento, lo sé, nunca estuvo aquí. Por eso, os aseguro, Sefrou y Bahlil no existen. Él aún no los ha imaginado. Por eso y porque no desearía que ensuciaseis sus calles con vuestros andares de piara weekend. En cuanto dobles una esquina, Scott Walker puede propinarte un hachazo en la cerviz... o una bella musulmana puede maldecirte por cruzar el puente que conduce hasta la mellah. También, tal vez, os advierta que bahlil puede traducirse al español como bobo, tontorrón... quién sabe, lo mismo te miente.

1 comentario:

  1. Me ha encantado este relato, mucho más poético de lo que me habría imaginado.
    Y tienes razón, Sfro no existe.
    Alberto Mrteh (El zoco del escriba)

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te escucho...