domingo, 23 de diciembre de 2018

ha llegado la Navidad


Las calles de Cochabamba se desperezan al ritmo atropellado de correteos y chillidos niño. Ha llegado la Navidad y, con ella, centenares de familias que mascullan, entre cariadas y hambrientas dentaduras, ofertando felicitaciones y suplicando limosnas. Han bajado de los escalofríos nevados de la cordillera. Han llegado de la marea estanca del campo. Vienen del lóbrego poblado de madera muerta y pan de ayer, a esta tormenta inversa de cemento y vidrio que es la ciudad. Abandonan paraísos como prados para sembrar destellos de indigencia aquí y allá, entre los adoquines, a la sombra del tráfico, a la puerta de los mercados y entre los labios de las alcantarillas. Y llegan acompañados de sus retoños, que convierten la tragedia de la mendicidad en una comedia de juegos inconscientes, sonrisas dinamitadas y miradas de peluche.
Vienen a la ciudad porque esperan obtener de sus habitantes la limosna que les asegure la continuación de los días. Sueñan hallar la bondad de sus compatriotas, tras esta marea de paz y solidaridad universales que la Navidad, ¡ay!, debería instaurar en los corazones humanos… si de honrar las prédicas de su inventor se tratase. Atestan las calles con sus ropas de carestía y sus proles de apetito, redecorando las aceras en que rompe la marea del consumo y los excedentes. Tan callados, ocupados tan sólo en su mano alzada al transeúnte, a la espera de monedas, migajas, prendas de vestir que les desvistan el miedo a un futuro que, en su caso, llega con adelanto. Tan en silencio, ya digo: como tormenta abortada por los caprichosos designios de la polución. 

Es así que, en Cochabamba, como en cualquier otro lugar -me temo-, los desheredados del banquete universal buscan entre la multitud la gema de esta minería de escarnio en que convertimos, el resto, la dulce Navidad


Vienen de los cerros, de la verticalidad horrenda de cordilleras sin mañana, de los pastos incendiados en ignominia de un progreso que ignora lo verde, lo claro, los valles, los cielos. Vienen de la ciudad subterránea para colmar nuestras calles de andrajos, plegarias y súplicas de pan o moneda. Aquí, como en el resto del orbe: el pobre aprende del rico que éste debe refregar su conciencia en el barreño de la limosna y la caridad… la limosna caritativa. Es por ello que bajan a la ciudad sin límites con un fronterizo rezo demoliéndoles la dentadura. Es por ello que invaden las acequias de hormigón y ladrillo en busca de la migaja que nos sobra o no nos place. Mendicidad latente de la Navidad y la Buena Nueva. Mendicidad oculta entre los rieles de ferrocarriles que conducían al futuro y quedaron en mero atropello de fraternidades y utopías.

Ha llegado la Navidad, con su fragancia de pavos asados y cebones sacrificados a la mayor gloria de la gula y el exceso. Ha llegado la Navidad para replegar su manto de banquetes sobrantes en la noche de cartones remendados y pies fríos que habitan los habitantes de la montaña, los montaraces supervivientes de la cordillera, los desheredados... los conocéis, vosotros que habéis tenido el valor de enfrentarles la mirada. 

Ignoro si es mejor cristiano el que les ofrece la dádiva de la limosna y el mendrugo de pan (siente a un pobre en su mesa), o el que se niega a siquiera mirarlos para no favorecer su inactividad pordiosera (la igualdad no es posible). Sólo creo comprender que ellos también anhelan el tiovivo de electrónicas y lujos a que nos someten (a unos y otros) los dueños de mercados, bolsas y gobiernos, y tal vez sea éste el verdadero mensaje oculto del dios de los cristianos: la igualdad entre los hombres y, por supuesto, dejad que los niños se acerquen a mí… aunque calcen zapatos de barro y vistan túnica de lamparones.

La Navidad, en Cochabamba, no es blanca. Salvo por el latigazo de este sol de mediodía que amenaza devorar las noches.

Pablo Cerezal

lunes, 9 de julio de 2018

de trazos y locuras (3 y 4 de 10 libros)

Desde pequeño he temido al desarreglo mental, y he mirado el futuro intentando ajustar las dioptrías de lo cotidiano al devenir de lo exacto, más teniendo en cuenta que este puede devenir inexacto en cualquier momento. Quiero decir que me da pánico perder la cabeza, cualquier noche, y encontrarla, al día siguiente, desordenando la estética del salón familiar con la mirada perdida en las madrugadas del pasado. Temo volverme loco, o sea, y tengo razones para ello, aunque sólo sean hereditarias.

Tal vez por eso me hayan fascinado, de siempre, los desaforados intentos del demente por explicarse a sí mismo. Más en literatura. Y es que literatura es todo aquello que excede la anécdota y sabe expresarse como antagonista de la misma. 

Abrumado por la ordalía de trazos como estigmas de un tal Vincent Van Gogh, desde muy joven, cuando aún prefería el silencio abrumador de las pinacotecas, cuando este aún no había sido naufragado en algarabía de wow y click de cámara incorporada a ese aparato que, antaño, servía únicamente para hablar con los amigos lejanos, por ejemplo, encontré, en mi librería de viejo preferida, un volumen que contenía las cartas que el citado artista había enviado, a lo largo de su vida, a su hermano Theo. De repente: el fulgor. Un fulgor ebrio de abismos en que la pintura del loco del pelo rojo componía métricas de arritmia rimándolas con el fango festivo de sus lienzos. De repente: el fulgor: el descubrimiento de la luz y el color, de la forma y el trazo, de la profundidad y el volumen, del miedo y el mañana... del miedo al mañana, al fin.

He asegurado, en numerosas ocasiones, que mi necesidad de escribir nace de la necesidad de explicar mis desarreglos o desavenencias con el mundo que me rodea. Sólo ahora, recordando las Cartas a Theo de Vincent Van Gogh, puedo comprender que es excusa que me inventé tras devorar aquel volumen crudo y funesto pero también, sí, pleno de luz y rendijas por las que escapar, aunque tengas que atravesar un campo de trigo sobre el que se avecina tormenta de cuervos que secundan la danza de la lluvia. Estas cartas recorren la vida de uno de los más geniales genios que dio el siglo XIX, acompañándole hasta su inevitable suicidio, evidenciando cronológicamente los motivos nada locos del mismo. De los trazos dementes del Van Gogh pintor, a la locura de lírica apenas trazada en su caudal de portentosa prosa. El fulgor, o sea.

Otro desequilibrado famoso vino a desequilibrar mis lecturas, de nuevo, al poco. Un bailarín, en este caso. El anarquista del ballet clásico, el más sublime enemigo de la ley de la gravedad: Vaslav Nijinsky. Al contrario que Van Gogh, este comenzó a desbrozar el trigal de sus más dolorosos sentimientos cuando ya se perfilaba en su alborada la mordida diente seda de la locura. Fue entonces cuando comprendió que nadie le había comprendido, que su paso de puntillas y en fotograma desenfocado, por este mundo de cosas pesadas e inútiles, había sido utilizado por cercanos y ajenos sólo en beneficio propio. Y comenzó a escribir un diario que desordenaría mis noches de adolescencia y huida con el trazo sublime de una prosa que era tan poesía como el trazo de su cuerpo dibujado en eternidad contra los focos del escenario.

El Diario de Vaslav Nikinsky es un abrumador contenedor de poética carente de bridas, una voltereta de lírica volátil que desenmascara al mismo dios mostrándonos que no habita los cielos, sino un escenario de cisnes ingrávidos y aplausos aquejados de muerte súbita por infarto. «Yo soy dios, Nijinsky es dios, los doctores no entienden mi enfermedad, mi cuerpo no está enfermo, mi alma sí lo está, sufro, sufro, soy sólo un hombre, no soy dios»... ¿algo más que añadir? Sólo, por contrariarme a mí mismo, añadiré que las cabriolas eternas de Nijinsky reproducen la plasticidad con que brincan los cuervos inmediatos de Van Gogh... o viceversa.

Así, paseando la vida de humanos que fueron dioses y dioses que cayeron por demasiado humanos, pasé mi adolescencia. No les sorprenda, ahora, que tema a la locura tanto como temía, en aquellos tiempos, quedarme sólo en loco, como Vincent y Vaslav, pero sin poesía... quedarme sólo en el trazo.

Tal vez, por si acaso, siga trazando párrafos idiotas, que así me aseguro un «ya se le veía venir» si mi vida da en desdicha de reloj sin cuerda o en cordura que perdió las manecillas.

viernes, 29 de junio de 2018

de surrealismos y veintisietes (1 y 2 de 10 libros)

Nunca he comulgado con ningún tipo de etiqueta, ni siquiera en literatura, donde siempre he aborrecido de esa historiografía palurda que, incapaz de bajar al barro de la obra prefiere embadurnarse el fango del autor, mezclado en el mismo charco con otros de idéntica edad o sentir o pasión o maneras... eso que llaman generaciones, mayormente aplicado a la poesía. Yo, de las generaciones literarias, sólo recuerdo que eran nichos en que los planes de estudios encerraban los huesos violáceos y violentos de quienes labraron con tinta y sangre páginas eternas de soplo y vida, incluso de vida cercenada por un soplo al corazón, mayormente el del lector.

Así la generación del 27 que, resumida en los libros de texto, machihembraba a Guillén con Cernuda y a Aleixandre con Alberti, por ejemplo, demostrando una carencia total de sensibilidad estética... y de la otra.

Pero a mí, en aquellos libros de texto, siempre me faltó Dalí, sí, Salvador, el pintor, el loco, el genio, al que siempre consideré, puestos a articular obras literarias en torno a generaciones, el más 27 de la generación del 27, al menos en su prosa: luminosa de pensamiento oscuro, asesinada de surrealismo milagroso, exacerbada de un lirismo violento y musical como sinfonía de falos en flor, incluso en sus traducciones al español, que son las que pude disfrutar de joven. Dalí pasará a la historia como inventor de lienzos oníricos y pesadillas de brochazo exacto. Tal vez, también, como desaforado lunático enamorado de la masturbación y de una diva que masturbaba efebos mientras él componía objetos, telas, merchandising, cosas con que onanizar su aseada economía (y la de la diva, de paso). Pero me temo que pocos han leído a Dalí, y eso nos perdimos quienes aún estudiábamos generaciones en las clases de literatura  de la EGB: su excelsa creación literaria.

La vida secreta de Salvador Dalí me deslumbró desde aquellas iniciales páginas en que el loco más cuerdo del arte español relamía la costra de su propia saliva, calcificada durante una siesta loca de mediterráneos y calurosa de burguesías paletas. Ese volumen es todo un fluir de minutísimas mareas poéticas disimuladas tras los pesados cortinajes de la prosa autoreferencial. Una delicia, de principio a fin.

Y luego, por supuesto, el más 27 del 27, en verso, el niño enamorado del dolor, del duende que no es gnomo ni taconeo flamenco sino oscuro arraigo de pies calientes y manos gélidas de caricia ausente, a una tierra que germina ramajes de arteria mientras aúlla escarnios de perdedores y malditos. Primero los calés, malditos de Guardia Civil y navaja vespertina, en su Romancero gitano, y luego, en magnética eclosión, esos gitanos yankis del algodón y el navío triste: los negros, con su nívea dicción de aleluyas y esclavitudes susurrada en la memoria del tiempo. 

Federico García Lorca, el niño enamorado, digo, del dolor, de la muerte. Tan enamorado que la buscaba como zahorí, perdido ya el palo de la alegría en las alcantarillas de la metrópoli. Así la encontró, abrazándose a ella de inmediato para permanecer siempre niño. Aunque su adiós fue asunto de malparidos, y si Federico hubiese vivido hasta conocer la cercanía del nuevo siglo, habría permanecido, por siempre, el niño que siempre fue y aún se esconde tras sus títeres de cachiporra y su sonrisa amarga de felicidades ajenas. Y así, como niño, se entrega a un juego de metáforas locas de surrealismo e imágenes que danzan zapatos de mordisco y miedo en ese tan paseado Poeta en Nueva York tras cuya cópula, más que lectura (ese libro lo he violentado por todos sus orificios, e igualmente he dejado que me violente por todos los que mi cuerpo ofrece), no pude volver a ser el casi niño que le acariciaba las páginas sin saber, aún, que acariciaba la Poesía.

Así que, a pesar de todo, agradezco a las padres agustinos el haber seguido los planes de estudios, independientemente de que sus diagramas equivocasen felaciones homosexuales y masturbaciones impías. A mí, al menos, me sirvió para descubrir que el sexo, como la vida, duele. Y que las generaciones y demás etiquetas las inventan los mediocres. 

También me sirvió para dármelas de culto con la exclusiva intención de arrimarme a alguna fémina, especialmente citando a Lorca, por eso de la sensibilidad que se les presupone a los homosexuales. Ya ven, al fin, a pesar de tanta poesía, uno siempre ha sido bastante prosaico.


viernes, 22 de junio de 2018

poemas de la cicatriz (5)


asomarme al espejo
desde el que me mira
una sombra sin propietario

un títere cosido
con los hilos de los días
mordidos entre tus brazos

y descubrirme asaltando
la concupiscencia fría
del mueble bar en que se lamenta

una ninfa de hielo
que confecciona cócteles
de madrugada, tinta y fracaso

qué desechos, ahora, escogemos
de entre todos los minutos
en que tallamos heridas
jugando a engañar los sueños



sábado, 16 de junio de 2018

¿no future?


prólogo a la 1ª edición del poemario de Sexo, drogas, poesía y rock&roll, de Javier Vayá

 
¿NO FUTURE?

Caminábamos las avenidas incorrectas de una adolescencia que ansiaba aniquilar el mañana. Una especie de no future punk, pero sin imperdibles más allá de los punzones de ebriedad que cosían nuestros párpados a la madrugada de la ciudad. Quiero decir que éramos jóvenes y rebeldes, con una juventud fraudulenta y una rebeldía de cartón piedra, creyendo que todo porvenir se construía con nuestro pequeño puzle de excesos, escuchando a Bowie y Morrison, usurpando besos fémina que sabían a los labios de otro (tal vez los de Bowie, los de Morrison), o compartiendo besos en los labios de una botella con amigos que dejarían de serlo y extraños que nunca más visitarían nuestras vidas. Mientras tanto, una premonición de sutura anticipaba ese futuro que rechazábamos. Leíamos a Lautréamont y Rimbaud, a Panero y Fonollosa.

Pensábamos que el rock and roll, con sus acordes de metáfora granuja, era poesía. Creíamos que en la sinestesia de sentidos alterados por las drogas habitaba la poesía. Sentíamos latir la poesía, al fin, en la aliteración de gemidos del coito. Sexo, drogas y rock and roll, triunvirato manido al que ofrendamos nuestros mejores años. Luego, pasado el tiempo, consumida nuestra debida ración de horas muertas, llegamos a dudar pensando que la poesía debía ser cosa distinta. Nos entregamos a profundidades y academicismos que, más que entender, comprendíamos necesarios para la formación de nuestro futuro. Los cuerpos ya no estaban para excesos, y masturbábamos nuestra mente con metáforas muertas y metonimias de lodo. Porque el futuro era ya. Y no era bonito. Aceptamos que ya nunca podríamos ser una estrella del rock and roll, y continuamos leyendo poesía.

Puedo imaginar que Javier Vayá, el adolescente, se dejó no poca vida en las calles, rebanadas de piel en labios prestados, timbres de voz en aullidos de música urgente. Luego, se entregó a la poesía, haciendo de ella norma y sendero, ensuciando las páginas de la noche con fulgores de verso que esbozaban ese futuro que un día negó y en que ya estaba viviendo. Hoy, ha tenido la valentía de recuperar, en estas páginas, aquellas mitologías fugaces de la adolescencia, tal vez para sacudirse de las manos labriegas de sus poemas la tierra anciana de lo académico y los altos valores. 

Los versos de Vayá son un vertiginoso periplo de imágenes prodigiosas y sorprendentes hallazgos, la resaca de un coito excedido de lírica y refriega, un riff de resplandores que arrastra por el fango las melodías de lo correcto, un chute de adrenalina y rabia, un guitarrazo de belleza y espanto, un ritmo sincopado de heridas que se atreven a gritar su nombre. Los versos de Vayá nos recuerdan que la verdadera poesía no nace de la contemplación, no, sino de la acción, aunque haya pasado el tiempo y sea otro quien, de tanto en tanto, le obligue a actuar. Aunque sea consciente de ser (como todos pero sin el todos) títere en las manos de un payaso psicópata. O, más bien por eso: por ser consciente, por no negarlo ni pretender erigirse en referente ni voz camuflada en ecos de desierto, por únicamente desgarrar la piel con el cincel exacto de la emoción y la maestría poéticas. Sí, como un cincel: certero en cada golpe, lentamente haciendo poesía de la estatua de sal en que quieren convertirnos a quienes aún nos empeñamos en mirar hacia atrás… hacia los lados.

Los versos de Vayá son adictivos como la más perniciosa de las drogas. Su lectura es tan intensa como el más dilatado orgasmo. Su métrica resuena con la ferocidad agreste del blues de los pantanos, y este poemario es la banda sonora de una juventud que se niega a morir, el epitafio que nunca escribirá un Peter Pan que exhibe su carcajada en los geriátricos de nuestra souciedad de consumo, abofeteando a todos aquellos que abultan su cuenta corriente a costa de pasear decálogos literarios en subvenciones travestidas de magisterio y medios de desinformación aledaños, aquellos que otorgan premios a quienes a ellos premian, aquellos que conocen el peligro de una sociedad que siga soñándose joven y capaz de sentir/pensar/vivir soñando que el futuro pueda ser un arma cargada de poesía (perdonen el exabrupto). 

Los versos de Vayá son un monumento de orfebrería sensorial erigido a mayor gloria de un futuro que sí merece la pena. Les invito a zambullirse en ellos como el que bucea por vez primera y descubre un coral de grandes dimensiones: sin ninguna esperanza de regresar a la superficie siendo el mismo. Y no le tengan en cuenta el haber tachado la palabra «Poesía» del título. Estoy seguro que lo hace por epatar… por ir de punk y seguir gritando no future.

Pablo Cerezal, enero de 2018