martes, 14 de septiembre de 2021

morir matando



a Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Dennis me conduce a un nuevo local. Hoy sólo se ha retrasado media hora. No he podido seguir el hilo de las andanzas que me relató, a su llegada, y con las que pretendía excusar la demora. No importa, ya lo tengo asumido, carácter cochabambino, ahorita llego, menos de cinco minutos, estoy a un par de cuadras, mientras mi paciencia se suicida en compañía de los cigarros que apuro para intoxicar la espera. Pero Dennis ya ha llegado. Hemos intercambiado besos y abrazos, y nos dirigimos a un nuevo local en que podemos comer algo y nos dejan llevar nuestra propia botella de vino, así lo asegura.

¿Aranjuez o Campos de Solana? Siempre la misma pregunta cuando mi respuesta es, invariablemente, idéntica: me da lo mismo. Ambos son igual de venenosos. Ambos disfrazan con su falso dulzor el agrio despertar del chaqui. Por otra parte, lo que interesa en estos casos es que ambos tienen un precio moderado. La casera escudriña nuestro calzado, desde detrás de los barrotes que mantienen a salvo de intimidades y latrocinios los productos que abarrotan su colmado de telarañas milenarias y faraónicas capas de polvo. Mejor comprar dos botellas, a mí me quedan 30 bolivianos, nos da para compartir una milanesa en un boliche que conozco, de camino, son enormes, y las acompañan de fideo y arroz, yo tengo 20 más, quizás podamos tomarnos una tercera botella pues.

Caminamos la España sorteando manadas de féminas semivestidas por el mal gusto de la provocación animal, flores como caderas a punto de estallar en germinación de savia, piernas como tallos febriles de regadío adolescente, escotes desordenados por el guerrear de unos pechos que nacen a la vida queriendo devorarla o dejándose devorar por ella, y por el primero que se acerque con propuesta de relación seria, eso sí. Nada que objetar, pero nada que aprovechar, ¿por qué tanta lubricidad si luego sólo pretenden matrimonio? La respuesta de Dennis es la habitual: silenciosa mirada en que sólo susurra una sonrisa a medio hornear, mal cosida a las comisuras de sus labios. Caminamos la España, ya digo, a la hora en que los bares de copas comienzan a abrir sus puertas a la jauría del mírame pero no me toques y los brindis desorientados. Dennis confunde el camino un par de veces. Lo normal. Nunca está seguro de recordar la dirección, pero no importa, siempre acabamos llegando a destino, y el destino no es trascendental en estos casos.

Cruzamos la Heroínas, con su tráfago de grasas recalentadas en los puestos callejeros de comida, la coreografía urgente de las monedas danzando de mano en mano con pretensiones de perder el paso en los bolsillos del mercadeo y el despiste. Alrededor del edificio de Correos se afanan los chavales que trabajan vendiendo libros fotocopiados en alguna ciudad lejana del cercano Perú. Desmantelan los chiringuitos, hacen recuento, piden a mamá quedarse con unas monedas, para un hotdog que les recupere la infancia, por un instante, mientras la garra antipática del cansancio les araña la mirada.

Se rumorea que está prohibido consumir alcohol en la vía pública, como en las grandes metrópolis de Occidente, pero Dennis ignora la prohibición. O decide infringirla para seguir haciendo bandera de la idiosincrasia cochabambina: libre de todo y todos, de normas y decencias, de convenciones y buenos modales. Además, de ser cierto, ¿has visto algún agente de la ley merodeando las calles a la busca y captura de infractores de tal ley, amigo Pablo? En el único lugar en que desembocan las redadas de la policía local es en los bares de moda, bien entrada la noche, cuando pueden hacer recuento de monedas extirpadas de los bolsillos de aquellos extranjeros incautos que deciden pagar la coima antes de tener que pasar la noche en comisaría. Y a esos lugares nosotros no vamos, ya sabes, nunca llevo la documentación encima. A veces dudo si realmente Dennis tiene documentación, como dudaba, antaño, si era realmente boliviano. Al fin, ambas dudas pueden ser fácilmente sospechosas de ilegal fornicio: si no tienes documentación careces de identidad, eso es lo que nos han enseñado.

Pues va a ser que no es por aquí. Y desenredamos calles ya desvestidas del terciopelo sónico del mediodía, cuando la ciudad es trinchera de compraventas y bullicios. Nos dirigimos hacia la Plaza Sucre, por la Bolívar, creo que es poco antes de llegar por la zona, es un café nuevo que ha abierto el antiguo dueño del Caracol, eso me han dicho. Por el camino sorteamos grupos de cholitas que esperan la llegada de familiares o amigos que cargarán, en los maleteros de sus amplios utilitarios, los excedentes del día, todo lo no vendido que, aunque ya caducado, podrá abrillantarse para la transacción del día siguiente. Alguna que otra deja escapar, mientras dialoga con su compañera más cercana, un murmullo de orines que desemboca a los pies del grupo dibujando riberas de fetidez sombría. Más de una bosteza, tumbada sobre un saco de papas, sin variar un ápice la anticomercial actitud con que han afrontado la difunta jornada. Con éstas tendrías más posibilidades que con las jovenzuelas de la España. Y la noche queda derrotada por su puñetazo de risa tenue, una carcajada de juguete que apenas llega a lamer los labios de Dennis, pero que logra iluminarle los

senderos indígenas del rostro. Sentido del humor cochabambino: escueto y afilado, pero discreto.

Llegamos al local. ¿En verdad, llegamos? No lo sé, no lo recuerdo, ni falta que hace. Ahora todo da igual. Porque el avión comienza a despegar del suelo sus garras de metal e inercia, pierdo pie, comienza el traslado, la huida, el vuelo que me ha de regresar a la ciudad que me vio nacer. Abandono esta otra ciudad en que asistí a un nuevo nacimiento, y el valle de Cochabamba me despide con su resquemor de aguacero inmediato y polución inexacta. Sobrevolamos la ciudad. La aeronave dirige rumbos y somnolencias hacia las autopistas que los cielos usurparon al altiplano boliviano.

No es la primera vez que la mirada se me pierde por entre el andamiaje de calamina, polución, borrachera y polvo del callejero cochabambino, desde las alturas. Pero, tal vez, sí puede tratarse de la última ocasión. Así pareció certificarlo el torvo funcionario de Migración, remedo paleto y chusco de Lucky Luciano, cuando estampó en mi pasaporte el sello de salida obligatoria de Bolivia. Atrás quedó el premeditado desmantelamiento de equipaje, la búsqueda atroz de restos de marihuana en mis bolsillos (ya me la fumé toda, ¡cretino!, y no era buena, ni siquiera eso), las inquietantes preguntas sobre el origen verdadero de mi vástago menor de un año, la inquina evidente hacia mi incoloro color de piel española. Y atrás quedó también el trago roto de vino agrio de la despedida, el abrazo demediado por la urgencia, el beso que rompió, con su peso de nieve, la rama de la cercanía. Atrás también, y lejos, más de dos años de intentar comprender un mundo al que nunca llegué a pertenecer del todo. Cochabamba me despide a la velocidad fulgurante de una aeronave que me devuelve a ninguna parte.

Permanezco asomado a la ventanilla.

Cochabamba, corazón de la madre tierra, vociferan las autoridades del estropicio populachero desde gigantografías que ocultan al paseante las desdichas de edificios en descomposición, propaganda asimilable por los cachorros de la educación militar y nacionalista de una patria que nunca existió, Plaza 14 de Septiembre, reverdecida en mugre por los líquenes de un pasado que hay que borrar del subconsciente ciudadano porque era colonización, invasión, exterminio, y ahora, en los antaño primorosos artesonados de madera, conviven/malviven, en voraz ciclo de cama caliente, heces de palomas, presupuestos dilapidados, tuberculosis automovilística, sombras chinescas del vómito menesteroso y el orín exhibicionista del weekend, y la estulticia de los funcionarios del miedo y la burocracia, todos juntos, en

la misma plaza, secretarías departamentales, Interpol, trámites migratorios, cámara de cultura y demás verborreas oficialistas que pretenden dotar a la Plaza 14 de Septiembre del esplendor que perdieron sus edificios en la batalla del abandono y el mejor dejarlo para mañana que hoy me da flojera. Todo ese caos que hice mío, que como propio adopté y conocí y llegué a asimilar como llevadero, me contempla ahora desde abajo, manoteando calles como despedidas, desde el suelo.

Cochabamba es una mano leprosa que me saluda con desgana mientras, al albur de caprichosas nubes, se desprende de sus dedos menesterosos: la Blanco Galindo extendiendo su arritmia de tubos de escape desastrados y atropellos fugaces para desembocar en la festividad profana de un Quillacollo sobrepoblado y perverso salvo cuando la Virgen que nada tiene de ello se adueña de la zona y balbucea Viva la Señora de Urkupiña entre tragos y danzas, la América con su romería de socavones y chavales que trabajan la calle con la inestabilidad provocada por tres pelotas de trapo que lamen la brisa queriendo captar en su acrobacia de hambre las monedas que esquivan los bolsillos de los potentados, El Prado con su peregrinar de almuerzos mal digeridos y familias de paseo en domingo sin nubes ni felicidad, y el Cristo de la Concordia abriendo sus brazos a una despedida que pretende ser bienvenida, desde su tabernáculo de montaña artificial, con aquel cartel en su interior, se ruega no orinar dentro de Cristo, o algo así.

Cochabamba, corazón de la madre tierra, y sus habitantes abandonan la terminal de autobuses, a lomos de flota que parte a golpes de volante mal calibrado, despidiendo a la ciudad con una salva de bolsas de plástico y restos de comida lanzados desde las ventanas para ir a posarse en el suelo que nunca limpiarán los operarios de limpieza municipal que el municipio no está dispuesto a pagar porque debe abonar el coste de las gigantografías. Cochabamba, corazón de la madre tierra, Pacha Mama y toda la fenomenología del engaño, éramos felices, cuando amábamos la tierra y Cristo no existía, y no pensábamos en erigirle memoria de granito en lo alto de un cerro para que dominase la ciudad, a sus habitantes, y a las hileras de excursionistas que hacen caso omiso a las advertencias de poder sufrir robo o violencia si deciden subir la ladera a pie y sin acompañante local.

La Heroínas, Circunvalación, Oquendo, Santa Cruz, Ayacucho, todas ellas líneas de una mano que hoy se cierra, tal vez para siempre, estrujando entre su piel de asfalto y piedra las vidas de una muerta ciudad viva que sigue latiendo en la prosa fulgor y milagro de Claudio, en la sonrisa bronce y duda de Dennis, en el abrazo sincero y siempre de Cristian, en la efusividad cristal y armonía de Ariel, en la

locuacidad cómplice de Enrique, en los estruendosos silencios de Brita, en la cariñosa timidez de Grisel, en la belleza equilibrista de Scarlet, en el verbo adolescente de Adalid, en los dedos color esperanza de Wayra, en los labios de una estudiante que balbuceaba el fin de mes antes de pronunciarme el deseo, en el tubo de pegamento glotón de respiraciones infantiles que me entorpecían el sueño, en la violencia impronunciable del macho arracimado a la tutuma, en la verbena de verduras y escombros de los mercados, en el devenir inexacto de un tiempo que me fue regalado mientras desordenaba horarios desde el reloj desgañitado de La Cancha.

Ahora todo es adiós y lejanía, desde aquí, desde las alturas. Parto con un presidio de contradicciones encarcelándome la coherencia, y prefiero volver a aquella noche en que Dennis me llevó a un nuevo local. Nada nuevo, por otra parte. Uno de tantos cafés de espuma urgente y galleta desaliñada. Pero nos dejaron beber nuestra segunda botella de vino. El vino sienta bien después del café, sobre todo si no sabe a nada más que a ebriedad sincera. Y me dejaban fumar en el interior del local, y nadie protestaba. Porque en Cochabamba nadie se queja, lo de los bloqueos es parafernalia política. En Cochabamba la vida sigue sin que nadie le pare los pies, y yo, hoy, desde estas alturas trasatlánticas, comprendo que tal vez de eso se trate la vida. También comprendo que Dennis haya decidido volverse al pueblo, huyendo de esta ciudad que muerde y daña con la intención de morir, como el terrorista suicida, llevándose a unos cuantos por delante.

Sigo asomado a la ventanilla, hasta que Cochabamba se convierte en lágrima de queroseno que llora esta aeronave para enternecer el rostro férreo de la geografía boliviana.

*Texto extraído del libro «Madrid-Cochabamba», de Claudio Ferrufino-Coqueugniot y Pablo Cerezal