martes, 9 de marzo de 2021

la invención de la libertad

Es una película checa, o algo así, me dijo José. Al menos, a checo me sonó a mí el nombre del director. Creo que José tenía tanto conocimiento como yo de la labor cinematográfica de Krzysztof Kieslowski, pero quedaba bien proponer una película suya, más cuando eras joven, no te gustaba el fútbol, y te hacías el interesante declamando versos de Leopoldo María Panero o tarareando canciones de Tom Waits. Luego descubrirías que Panero y Waits estaban de moda, como Bukowski y Lou Reed, y que para epatar hubiese sido más conveniente mentar a Cendrars y Arvo Pärt, por ejemplo… pero eso es otra historia.

El caso es que acudimos a ver Azul sin ningún tipo de información al respecto. Ni siquiera leímos el documentado folleto que, sobre la película, se dispensaba en las taquillas de los cines Alphaville. Entramos a la sala en el momento en que las luces se apagaban, y la imagen de un automóvil en movimiento, hábilmente tomada desde una de sus ruedas posteriores, nos avisó de que acabábamos de zambullirnos en un viaje sin retorno que no nos dejaría indiferente.

El viaje que Kieslowski regaló a los espectadores con esta delicada delicia cinematográfica, y las otras dos, Tres colores: Blanco y Tres colores: Rojo que completan la trilogía, es sin duda de los más fascinantes que puedan emprenderse frente a la pantalla. Las tres películas, con sus títulos, son metáfora de los colores de la bandera francesa y los conceptos que cada uno ellos desea representar: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Una puesta al día de los valores que forjaron el nacimiento de Europa, en ocasiones amarga, en otras reveladora, siempre conmovedora.

Azul, por tanto, es un filme dedicado a la libertad, ese término desvirtuado de tan manoseado por comerciantes, políticos y demás ralea. Y Kieslowski dirige el quirúrgico foco de su prodigiosa cámara hacia el corazón infartado de dolor de una mujer que ha sufrido la muerte, en imprevisto accidente de tráfico, de su hija y su marido. Es en la tragedia vital de esta mujer, Julie, y su posterior lucha por la supervivencia, donde podremos comprender que la libertad nadie nos la regalará si nosotros no luchamos por ella, y que para alcanzarla debemos desencadenarnos de nuestro propio pasado y todo lo que en este habita. Aunque, como se advierte en un momento del metraje, siempre hay que quedarse con algo. Y ese algo bien puede ser una lámpara de cuentas azules.

Kieslowski, partiendo de un planteamiento tan demoledor y abrupto, logra el milagro de emocionarnos e inundar con una marejada de esperanza el patio de butacas. Así lo sentí yo, aquel día, anonadado ante tanta belleza.

Belleza (y subsiguiente e inevitable enamoramiento inmediato) en el rostro de Juliette Binoche, protagonista absoluta que devora los minutos con la mirada más expresiva que uno recuerda haber contemplado en pantalla. ¿Cómo pueden contener tanta delicadeza unas pupilas que reflejan abismos de cicatriz y vacíos de espanto?

Juliette Binoche, cortesía de "la red"

Belleza en cada uno de los delicados planos que nos regala el cineasta, en una puesta en escena prodigiosa y milimétrica que deberían estudiar todos aquellos que aspiren a realizar un cine que no sea producto de consumo urgente.

Belleza en la fotografía magistral de Slawomir Idziak, que logra transformar cada plano en un fresco de inacabables matices en que desearíamos quedarnos a vivir por siempre. El tratamiento de preponderancia que se aplica al color azul no resulta en ningún momento cargante sino, al contrario: sutil, exacto.

Belleza en la banda sonora de Zbigniew Preisner, ese titán de lo sinfónico que somete nuestros sentidos tanto en los sonidos como en los silencios. El Concierto para Europa que dejó inacabado el marido de Julie figura ya entre las más sublimes partituras de los tiempos modernos.

Belleza y lirismo exacerbado en cada uno de los símbolos que se suceden ante la mirada arrebatada del espectador. Azul es, sin duda, una de las películas que mayor número de metáforas contiene en sus imágenes. Pura poesía. Pero de la que merece ese nombre, de esa que te transporta, conmoviendo tus sentidos, a estados emocionales irrepetibles.

Azul, ya digo, es pura Belleza. Y es, además, una película inagotable (que no inabarcable). Por supuesto es, también, metáfora perfecta de esa libertad que, supuestamente, utilizaron las naciones europeas como andamio para erigir este turbio continente que hoy es hogar para los reptiles y frontera para los olvidados, los desposeídos. Si los gobernantes de este continente hubiesen visto Azul, tal vez disfrutaríamos un presente más benévolo, sus habitantes. Y, pensándolo bien, ahora, aunque proclamando que amo esta película no pueda epatar ya ante nadie, comprendo que Azul está más cerca de Cendrars y Arvo Pärt que de Panero y Tom Waits.

Regreso a aquel día, en los Alphaville. Recién salidos del cine, José y yo caminamos sin rumbo fijo. Hicieron falta unos murmullos de coloquio flotando sobre la espuma de las cervezas de un bar cercano para que comenzásemos a intentar explicarnos, el uno al otro, las sensaciones que nos había provocado aquella película que no era checa, no. Kieslowski era polaco. Priesner, su fiel escudero, también. Esta vez sí devoramos el folleto que, acerca de la película, regalaba la sala madrileña. Y después, cómo no, devoramos toda la filmografía de aquel maestro del cine: El decálogo, por supuesto, y La Doble Vida de Verónica. Años después, según se iban estrenando, Blanco y Rojo, que enmarcaban en perfección una trilogía inolvidable, una verdadera obra maestra del séptimo arte.

Por mi parte –obvio- devoré también toda la filmografía de Juliette Binoche. Por mucho que haya podido llegar a aprender de las enseñanzas, respecto a la Libertad, que me son reveladas con cada nuevo visionado de la cinta, he asumido que siempre hay que quedarse con algo. Por eso, imagino, sigo enamorado de la Binoche…