sábado, 16 de septiembre de 2023

carne cruda

Hay a quien le espanta y a quien le fascina. Por mi parte, he de declararme, sin titubeo, entre los segundos. Me fascina la carne cruda: su sabor y, sobre todo, su textura. Porque el sabor es retenido en la cárcel brava en que también languidece el olvido. Pero la textura es cosa que nunca se olvida. 

Así los relatos de Pepe Pereza. Tal cual, como carne cruda. Del lector depende si decide hacer de ellos banquete o apartar el plato por miedo, desconfianza o asco.

Decía Julio Cortázar que el cuento, el relato, es una esfera cerrada y sólo es perfecto cuando se aproxima a esa forma en que no puede sobrar nada y en la que cada uno de los puntos exteriores está a idéntica distancia del centro. Pues así los cuentos para no dormir de Pepe Pereza. Así sus relatos y así esa manera que tiene de envolverlos en otra esfera más grande que es un todo. Porque sus relatos no sólo son esféricos, a lo Cortázar, sino que se agrupan en volúmenes que tienen sentido por sí solos. Como debería ser un poemario, ahora que tanto se lleva eso de juntar «poemas» u ocurrencias segmentadas en un volumen y llamarlo poemario. 

No proliferan los volúmenes de relatos acariciados por una misma idea que les dé forma pero no los deforme. No existe la palabra «relatario», todo queda en «cuentos de», «relatos de» o, ya puestos a ensuciar el fango, «los mejores relatos de» o «cuentos completos». No así en el caso de Pepe Pereza. Él escribe al dictado de una idea que agrupa y sincroniza un tropel de barbaries vividas o simplemente advertidas. Porque Pepe observa la realidad circundante, esa que otros llaman sucia sin advertir que simplemente es sucio lo que la rodea. Pepe observa, bebe, degusta, traga y macera en el aparato digestivo de sus dedos como teclas toda la realidad que a otros nos anega. Y después la escupe. Y no por revestida de esputo es sucia. Sucia, a la realidad, la hacen los que ni siquiera la circundan. Los que viven apoltronados en su diván de almohadillados sueños de grandeza. Los que de la literatura no tienen noticia ni de la vida certeza.

Realismo sucio. Bukowski y el resto de icónicos iconos que pueblan las redes y los noticiarios a lo Che Guevara after ZARA. Más sesudos los hay: hablan de Carver y sus renglones como puñaladas. Aun, más robustos en su sapiencia, otros: mentan a Cortázar sin haber pisado una línea de sus rayuelas oxidadas de saliva y espina.

Pepe Pereza habita el anonimato, y sólo desperdicia referencias compartiendo vandalismos o pasiones en su muro de Facebook, muy de tanto en tanto, sin molestar ni referir ni agradecer ni aplaudir. Pero luego, en su día a día, contempla la vida con ojos de gato descreído, regresa al hogar, se asoma al teclado y permite que sus dedos comiencen a ametrallar a un sinfín de personajes que ya venían heridos de fábrica. De sus dedos brota la vida real, con todo su catálogo de desdichas y toda su vulgaridad. Detiene, por un instante, el ritmo, y fuma, profundo y certero, inhala THC o nicotina, comprende que sus personajes pueden aparentar sucios, ruines, hoscos o desagradables al lector, y les devuelve la hondura que les pertenece, la ternura de que no adolecen, esa que les han usurpado los mandamases del día a día.

La química del color, el último, hasta la fecha, «relatario» de Pepe Pereza, es otro catálogo de esferas perfectas, en lo literario, y vidas maltrechas de horror y ternura, en lo humano. Los colores como leit motiv que ordena el ritmo de su prosa exacta, el de los pasos hacia el vacío que dan todos los personajes que lo pueblan, incluido él mismo, de quien hace personaje para acercarnos como merecemos al sufrimiento y el pánico que puebla la vida de este ser que llamamos humano. Incluido él mismo de tal manera que, sin aún haberlo hecho, deseo mucho más que años atrás el abrazo que nos debemos. Su prosa afilada y rítmica nos regala personajes que nada tienen de inventados. Durante la lectura, tras hacer del riesgo sutura, podemos abrazarles el daño saboreando la textura de esa cicatriz que todos anidamos pero ellos dejan a la vista por obra y gracia de una sabiduría literaria que ya quisieran tantos adalides del realismo sucio sin vida y los poemarios sin poesía.

Finalizo la lectura de tan delicioso volumen y, una vez más, sueño con atragantarme de carne cruda. Sueño en mi garganta su textura.




jueves, 7 de septiembre de 2023

el camino del exceso

Traigo el verbo y el exceso, la obsesión por el agua en lo más recóndito del más olvidado desierto. No he visto aún, ni pretendo, el palacio de la sabiduría. Discúlpame William Blake, pero sigo a pies juntillas tus consejos. Te escuché bramar que quien desea pero no actúa, cría la peste. Por eso, heme aquí, con una nervadura tallada a escoplo, vertiente de todos los torrentes, y una dioptría feroz en que se despiezan los engranajes de la belleza.

El cielo está dentro de uno, cantaba Atahualpa, y está el infierno también, mientras recorría los cerros como fauces del altiplano y, en sueños, me desayunaba anchoas del Cantábrico. También chile poblano, para ensordecer el desánimo. Una estaca en la mochila para cuando el vampiro me arremetía y sólo ansiaba hincarte caninos ebrios de melodías que anoche cantabas antes de hacerte una con el bulto que en el túmulo te advierte, para que lo ignores, que la muerte será el final. Eso cantaban, también, ebrios de pisco y chelas, allende el presente, por aquellas tierras. La sombra era yo.

Traigo el reloj de arena volcado y deflagraciones de dados. Siempre pierdo y no sé nunca lo que gano, más allá de seguir amancebando los pies a esta tierra que también me sostenía cuando, latina, me frotaba el vicio y el daño en un canto de suburbio desentrañado por mis botas de siete leguas. Gulliver incauto. Pies pequeños, pecho escueto y un artilugio envenenado abriéndome las puertas del paraíso entre las acequias en que te vertías como salida de un sueño de mayo.

Llévame al corazón, susurraba no sé quién emulando al Flaco Jiménez. Y todo eran acordeones robados a la dueña del boliche de la esquina. En las esquinas de mi piel, tus versos. Y a tus pies mis labios reinventándote las uñas. Pero mi memoria se hacía mirada ladina, nada judía, Leonard Cohen nunca fue culpable de cómo aprendí a amarte. Tu nariz lo es todo menos hebrea, y sabe afilar cuchillos entre los labios. Y otra copa, otro orgasmo, otro garfio. Y de aquellos lodos estos barros que me cubren cada noche, más muerto que en el mar aquel en que flotan los turistas que quieren sentirse modernos a pesar de chapotear la más antigua cochiquera de este reino que no es de ningún dios si nunca será nuestro.

Traigo las manos gastadas de caricias mal dichas, y los labios agrietados de cierzos como misiles de la guerra fría, o como sopas de mendigo a las cuatro y cuarto de la madrugada, cuando despachan descargo de culpas los voluntarios de la nada. Me despierta un aullido, y es mi sangre. O es tu piel. Recupero el sueño como antídoto para la picadura de esa sierpe que me invita, cada noche, a desaparecer. Que me lleve la tristeza... y todo lo que sigue, cantaban a horas que conocí y a las que logré sobrevivir. 

Y en el último trago nos vamos, José Alfredo, pero enciende una vela, que lo lloraba mejor Chavela. Y yo traigo la gana siempre inacabada de acabarlo.