viernes, 29 de junio de 2018

de surrealismos y veintisietes (1 y 2 de 10 libros)

Nunca he comulgado con ningún tipo de etiqueta, ni siquiera en literatura, donde siempre he aborrecido de esa historiografía palurda que, incapaz de bajar al barro de la obra prefiere embadurnarse el fango del autor, mezclado en el mismo charco con otros de idéntica edad o sentir o pasión o maneras... eso que llaman generaciones, mayormente aplicado a la poesía. Yo, de las generaciones literarias, sólo recuerdo que eran nichos en que los planes de estudios encerraban los huesos violáceos y violentos de quienes labraron con tinta y sangre páginas eternas de soplo y vida, incluso de vida cercenada por un soplo al corazón, mayormente el del lector.

Así la generación del 27 que, resumida en los libros de texto, machihembraba a Guillén con Cernuda y a Aleixandre con Alberti, por ejemplo, demostrando una carencia total de sensibilidad estética... y de la otra.

Pero a mí, en aquellos libros de texto, siempre me faltó Dalí, sí, Salvador, el pintor, el loco, el genio, al que siempre consideré, puestos a articular obras literarias en torno a generaciones, el más 27 de la generación del 27, al menos en su prosa: luminosa de pensamiento oscuro, asesinada de surrealismo milagroso, exacerbada de un lirismo violento y musical como sinfonía de falos en flor, incluso en sus traducciones al español, que son las que pude disfrutar de joven. Dalí pasará a la historia como inventor de lienzos oníricos y pesadillas de brochazo exacto. Tal vez, también, como desaforado lunático enamorado de la masturbación y de una diva que masturbaba efebos mientras él componía objetos, telas, merchandising, cosas con que onanizar su aseada economía (y la de la diva, de paso). Pero me temo que pocos han leído a Dalí, y eso nos perdimos quienes aún estudiábamos generaciones en las clases de literatura  de la EGB: su excelsa creación literaria.

La vida secreta de Salvador Dalí me deslumbró desde aquellas iniciales páginas en que el loco más cuerdo del arte español relamía la costra de su propia saliva, calcificada durante una siesta loca de mediterráneos y calurosa de burguesías paletas. Ese volumen es todo un fluir de minutísimas mareas poéticas disimuladas tras los pesados cortinajes de la prosa autoreferencial. Una delicia, de principio a fin.

Y luego, por supuesto, el más 27 del 27, en verso, el niño enamorado del dolor, del duende que no es gnomo ni taconeo flamenco sino oscuro arraigo de pies calientes y manos gélidas de caricia ausente, a una tierra que germina ramajes de arteria mientras aúlla escarnios de perdedores y malditos. Primero los calés, malditos de Guardia Civil y navaja vespertina, en su Romancero gitano, y luego, en magnética eclosión, esos gitanos yankis del algodón y el navío triste: los negros, con su nívea dicción de aleluyas y esclavitudes susurrada en la memoria del tiempo. 

Federico García Lorca, el niño enamorado, digo, del dolor, de la muerte. Tan enamorado que la buscaba como zahorí, perdido ya el palo de la alegría en las alcantarillas de la metrópoli. Así la encontró, abrazándose a ella de inmediato para permanecer siempre niño. Aunque su adiós fue asunto de malparidos, y si Federico hubiese vivido hasta conocer la cercanía del nuevo siglo, habría permanecido, por siempre, el niño que siempre fue y aún se esconde tras sus títeres de cachiporra y su sonrisa amarga de felicidades ajenas. Y así, como niño, se entrega a un juego de metáforas locas de surrealismo e imágenes que danzan zapatos de mordisco y miedo en ese tan paseado Poeta en Nueva York tras cuya cópula, más que lectura (ese libro lo he violentado por todos sus orificios, e igualmente he dejado que me violente por todos los que mi cuerpo ofrece), no pude volver a ser el casi niño que le acariciaba las páginas sin saber, aún, que acariciaba la Poesía.

Así que, a pesar de todo, agradezco a las padres agustinos el haber seguido los planes de estudios, independientemente de que sus diagramas equivocasen felaciones homosexuales y masturbaciones impías. A mí, al menos, me sirvió para descubrir que el sexo, como la vida, duele. Y que las generaciones y demás etiquetas las inventan los mediocres. 

También me sirvió para dármelas de culto con la exclusiva intención de arrimarme a alguna fémina, especialmente citando a Lorca, por eso de la sensibilidad que se les presupone a los homosexuales. Ya ven, al fin, a pesar de tanta poesía, uno siempre ha sido bastante prosaico.


viernes, 22 de junio de 2018

poemas de la cicatriz (5)


asomarme al espejo
desde el que me mira
una sombra sin propietario

un títere cosido
con los hilos de los días
mordidos entre tus brazos

y descubrirme asaltando
la concupiscencia fría
del mueble bar en que se lamenta

una ninfa de hielo
que confecciona cócteles
de madrugada, tinta y fracaso

qué desechos, ahora, escogemos
de entre todos los minutos
en que tallamos heridas
jugando a engañar los sueños



sábado, 16 de junio de 2018

¿no future?


prólogo a la 1ª edición del poemario de Sexo, drogas, poesía y rock&roll, de Javier Vayá

 
¿NO FUTURE?

Caminábamos las avenidas incorrectas de una adolescencia que ansiaba aniquilar el mañana. Una especie de no future punk, pero sin imperdibles más allá de los punzones de ebriedad que cosían nuestros párpados a la madrugada de la ciudad. Quiero decir que éramos jóvenes y rebeldes, con una juventud fraudulenta y una rebeldía de cartón piedra, creyendo que todo porvenir se construía con nuestro pequeño puzle de excesos, escuchando a Bowie y Morrison, usurpando besos fémina que sabían a los labios de otro (tal vez los de Bowie, los de Morrison), o compartiendo besos en los labios de una botella con amigos que dejarían de serlo y extraños que nunca más visitarían nuestras vidas. Mientras tanto, una premonición de sutura anticipaba ese futuro que rechazábamos. Leíamos a Lautréamont y Rimbaud, a Panero y Fonollosa.

Pensábamos que el rock and roll, con sus acordes de metáfora granuja, era poesía. Creíamos que en la sinestesia de sentidos alterados por las drogas habitaba la poesía. Sentíamos latir la poesía, al fin, en la aliteración de gemidos del coito. Sexo, drogas y rock and roll, triunvirato manido al que ofrendamos nuestros mejores años. Luego, pasado el tiempo, consumida nuestra debida ración de horas muertas, llegamos a dudar pensando que la poesía debía ser cosa distinta. Nos entregamos a profundidades y academicismos que, más que entender, comprendíamos necesarios para la formación de nuestro futuro. Los cuerpos ya no estaban para excesos, y masturbábamos nuestra mente con metáforas muertas y metonimias de lodo. Porque el futuro era ya. Y no era bonito. Aceptamos que ya nunca podríamos ser una estrella del rock and roll, y continuamos leyendo poesía.

Puedo imaginar que Javier Vayá, el adolescente, se dejó no poca vida en las calles, rebanadas de piel en labios prestados, timbres de voz en aullidos de música urgente. Luego, se entregó a la poesía, haciendo de ella norma y sendero, ensuciando las páginas de la noche con fulgores de verso que esbozaban ese futuro que un día negó y en que ya estaba viviendo. Hoy, ha tenido la valentía de recuperar, en estas páginas, aquellas mitologías fugaces de la adolescencia, tal vez para sacudirse de las manos labriegas de sus poemas la tierra anciana de lo académico y los altos valores. 

Los versos de Vayá son un vertiginoso periplo de imágenes prodigiosas y sorprendentes hallazgos, la resaca de un coito excedido de lírica y refriega, un riff de resplandores que arrastra por el fango las melodías de lo correcto, un chute de adrenalina y rabia, un guitarrazo de belleza y espanto, un ritmo sincopado de heridas que se atreven a gritar su nombre. Los versos de Vayá nos recuerdan que la verdadera poesía no nace de la contemplación, no, sino de la acción, aunque haya pasado el tiempo y sea otro quien, de tanto en tanto, le obligue a actuar. Aunque sea consciente de ser (como todos pero sin el todos) títere en las manos de un payaso psicópata. O, más bien por eso: por ser consciente, por no negarlo ni pretender erigirse en referente ni voz camuflada en ecos de desierto, por únicamente desgarrar la piel con el cincel exacto de la emoción y la maestría poéticas. Sí, como un cincel: certero en cada golpe, lentamente haciendo poesía de la estatua de sal en que quieren convertirnos a quienes aún nos empeñamos en mirar hacia atrás… hacia los lados.

Los versos de Vayá son adictivos como la más perniciosa de las drogas. Su lectura es tan intensa como el más dilatado orgasmo. Su métrica resuena con la ferocidad agreste del blues de los pantanos, y este poemario es la banda sonora de una juventud que se niega a morir, el epitafio que nunca escribirá un Peter Pan que exhibe su carcajada en los geriátricos de nuestra souciedad de consumo, abofeteando a todos aquellos que abultan su cuenta corriente a costa de pasear decálogos literarios en subvenciones travestidas de magisterio y medios de desinformación aledaños, aquellos que otorgan premios a quienes a ellos premian, aquellos que conocen el peligro de una sociedad que siga soñándose joven y capaz de sentir/pensar/vivir soñando que el futuro pueda ser un arma cargada de poesía (perdonen el exabrupto). 

Los versos de Vayá son un monumento de orfebrería sensorial erigido a mayor gloria de un futuro que sí merece la pena. Les invito a zambullirse en ellos como el que bucea por vez primera y descubre un coral de grandes dimensiones: sin ninguna esperanza de regresar a la superficie siendo el mismo. Y no le tengan en cuenta el haber tachado la palabra «Poesía» del título. Estoy seguro que lo hace por epatar… por ir de punk y seguir gritando no future.

Pablo Cerezal, enero de 2018