lunes, 14 de diciembre de 2015

el tiempo de las ratas

La Paz, Bolivia, 2014, -10º y el Illimani descubriendo sus aleros de glaciar insomne a lo lejos, sin darse importancia pero soplando ventiscas de ingratitud y desvelo... La Paz, Bolivia, y unos funcionarios de Migración que amenazan secuestrar a mi hijo de apenas 10 meses de edad. Regresábamos, ateridos, heridos y desconcertados, al pequeño hotel en que un amable ciudadano de origén francés tuvo a bien regalarnos hospedaje. El alojamiento: cómodo, lindo, pleno de vituallas, al día: wifi con funcionamiento más veloz de lo que dicta la media boliviana, y la voz de uno que creía amigo me llegaba a través de las redes sociales incitándome a escribir unos textos, cosas, elogios, a aquellos escritores que, como yo pero con más pericia, ensuciaban las páginas de la historia literaria de este yermo país al que me ví regresado. Los perros habían replicado en aullido la voz de su amo, aquella misma mañana, en las oficinas de Migración, amenazándome con secuestrar a mi hijo, así de claro: tu bebé puede ser "requisado". ¿Dormir? Lo hubiese intentado. ¿Descansar? Sólo cuando pudiese verme fuera de Bolivia... y la partida se antojaba difícil. En eso, aquel amigo, aquel que se decía tal, me incitaba a escribir para glosar la epopeya de los autores malditos de España, mi país de nacimiento, tan lejano y tan añorado en ese instante, reclamarles en letras la cuota de gloria que les robaban los medios y mercados, que existiría un reportaje que les sacaría del anonimato... y a él, de paso...

Abandoné Bolivia, al fin. En otro momento relataré los despieces emocionales a que, para ello, me sometieron, y los despieces de mi burda mochila, de los pañales de mi hijo, que cagó y meó sobre mis manos por no haber nada más apropiado cerca... nada grave, venía de orfandades de paternidad y alimento que no me dejaban considerar grave el que mi hijo hubiese de cagar sobre mi regazo... al fin, hasta eso es lindo, quizás deba agradecérselo al supuesto amigo que me incitó a escribir a la sombra de un infiernillo que no lograba calentar, ni siquiera iluminar, la noche de temperatura y abandono de La Paz, Boliva, 2014, -10º, y el Illimani fulgente a la luz de la nada... 

Esto escribí, pensando en tantos que garrapateaban letras, como yo, pensando que el futuro nos reconocería el esfuerzo... vacuo esfuerzo...

los nombres, disculpénme si olvido alguno, eran claros, bailaban en mi mente: Vicente Muñoz Álvarez, David González, Alfonso Xen Rabanal, Pepe Pereza, Javier Vayá, José G. Cordonié, Gsus Bonilla, Salva Rubio, Maica Bermejo, Felipe Zapico, Carlos Salcedo Odklas, José Ángel Barrueco, Ana Pérez Cañamares, Isabel García Mellado y muchos más que, no es que se me olviden, es que ya he bebido demasiado... sepan perdonarme quienes saben que son y están... sigan escribiendo, y discúlpenme... yo nunca quise llamarlos "underground", fue imposición de quien me reclamaba el texto... 

y, lo lamento, pero realmente sólo me importa que Munay cumplió ya dos años, y de La Paz sólo recuerda el soroche que me atizó a mí, y del que pudo reír a gusto al verme derrumbado sobre el piso de la habitación de aquel hostal que nunca olvidaré


EL TIEMPO DE LAS RATAS (LA LITERATURA UNDERGROUND EN ESPAÑA)

Habría que escribir como si uno fuera la primera persona de la tierra y describiera humilde y sinceramente lo que ha visto, experimentado, amado y perdido. El Arte es bueno cuando nace de la necesidad. Tal origen es la garantía de su valor.
Neal Cassady

Algunas culturas orientales, consideran a la rata animal creativo, generoso y honesto. Eso ocurre, como digo, en Oriente. Por contra, en España y Occidente todo, la opinión sobre estos roedores es bien distinta: peligrosos, traicioneros y avariciosos son sólo algunos de los adjetivos que les otorgan. Las fuerzas del orden establecido, mediado el siglo XX, ante la avalancha de artistas radicalmente libres y opuestos a la cultura oficial que amenazaba con sacudir los cimientos del sistema capitalista occidental, debieron pensar que las ratas habían regresado para propagar una plaga aún más peligrosa que la de la peste bubónica: la libertad de pensamiento y expresión. Aquella epidemia se extendió a toda manifestación artística, pero fue especialmente intensa en lo literario, con la llegada de los beats, aquellos salvajes. Ya saben: Kerouac ametrallando sílabas al son efervescente de un saxo, Ginsberg desordenando en versos la falacia de la esclavitud moderna, Burroughs sodomizando frases para recomponerlas en el grito postrero del orgasmo… Pero, antes de ellos, ya estuvieron Kenneth Rexroth despilfarrando su insobornable y vital anarquismo en versos de vida y espuma, o Henry Miller devorando la podredumbre de la vida urbana para vomitarla en ritmo sincopado y prosa deslenguada. Todos ellos corrieron libres y salvajes, en su día, por las cañerías de la misma literatura oficial que hoy, con sus maquiavélicos procedimientos mercantiles, ha logrado convertirles en autores mainstream. Pareciera que las ratas han sucumbido al poderío del orden establecido y residen hoy, tan sólo, en los laboratorios. Porque les recuerdo que en Occidente se odia a la rata, pero se la utiliza para hallar en su organismo curas milagrosas para las enfermedades humanas. 

Por los subterráneos de la cultura oficial española pulula un nutrido grupo de literatos que, como las ratas orientales, andan bien dotados de extraordinaria creatividad, insobornable honestidad y elogiable generosidad. Vilipendiados y ninguneados desde las tribunas académicas, como antaño lo fueron los beats norteamericanos, se ven forzados, como aquellos, a desempeñar trabajos que puedan alimentarles para poder ellos seguir alimentando, con gloriosos párrafos, la Historia de la Literatura actual. Viven en las alcantarillas. Allí hacen manada, ayudándose unos a otros, luchando por sus ideales, y rescatando de entre la inmundicia ciudadana esa perla de sensibilidad que logre conmover a los lectores. Su obra no se pliega a modas ni correcciones políticas, no precisa de esponsorizaciones oficiales, y no cuenta su éxito en cifras monetarias sino en sensaciones experimentadas y genialmente transmitidas. 

Hoy, en España, el underground está más vivo que nunca, y toda una generación de escritores amantes de la palabra y su expresión libre y sincera, repta reventando de poesía los márgenes de las cañerías. No venden muchos libros, no viven de la Literatura. Pero viven para ella, y ya son analizados en los laboratorios del gran comercio, por ver si en su dermis de vocablo y verso encuentran la solución a los males de que adolecen las letras oficiales. Sus obras comienzan a ser valoradas por un mayor número de lectores que han decidido desoír los cantos de sirena de los mercados para seguir surcando las mareas de la calidad y el riesgo literarios. Su insobornable y valiosa creatividad comienza a ser un secreto a voces que se propaga cual virus glorioso por las venas de tipografía y píxel de publicaciones alternativas y redes sociales. Podemos afirmar, sin miedo a equivocarnos, que la Literatura está viviendo ya el tiempo de las ratas. 


martes, 3 de noviembre de 2015

¿dónde está la Revolución?

Dice Alex Aillón que una mujer recorre mis palabras, y yo le envidio, no porque no me ocurra idéntico, sino por no haberlo sabido expresar igual. 

Me molesta comenzar así esta entrada, porque de la envidia, como el inmortal Krahe, no tengo ni noticia, parece un poco raro, pero es cierto, y es así, pero queda bien en un escrito envidiar los textos de otros. Así que me contradigo -bendita contradicción que me hace sentir aún vivo- sólo para afirmar que leer la Poesía de Aillón me provoca más pasión, amor y delirio que rechazo por deseo insatisfecho de lo que me alegro de carecer: la verbalidad del sentimiento, la sensibilidad del verbo que, en este Poeta boliviano es fulgor que ilumina las noches del animal para reconciliarlo con el ser humano. 

Y es que el hermano Aillón reinventa la misericordia cosiéndole las costuras con fiererza de agujas de trapo, reinventa la Revolución en la matriz vertiginosa de la madre hembra y de la madre tierra (que son lo mismo), y sabe, al fin, acostar en su lecho a la Belleza para intentar remodelarle el perfil con esas palabras que inventamos los hombres para dejar de sentir la opresión de estar solos en el Universo. 
Revolución es el nombre de su último poemario de prosas líricas y versos fugaces... una virguería de sensaciones esculpidas con exactitud en los pliegues de este tiempo que desechamos sin pararnos a pensar por qué nos ha sido regalado... si no lo merecíamos... como la Poesía, como la Revolución, como la Belleza, como esta breve porción de Universo que deambulamos.

Lean, y no dejen de leer, a Alex Aillón, prócer de la Revolución de comenzar a vivir de nuevo.


LOS TRABAJOS INÚTILES

Hace tiempo me jubilé de los trabajos útiles —de esos que generan ganancia y tarjetas
de presentación y angustia y soledad. Ahora me dedico con mucha paciencia a cultivar
jardines inaprensibles como nubes, abecedarios elusivos como ratones, palabras mal
habladas, majaderas. Es maravilloso el privilegio de desperdiciar la vida en estos
trabajos inútiles, mientras veo cómo el reloj avanza y el mundo se diluye bajo el manto
de los días grises y su maquinaria nebulosa y perfecta.

Alex Aillón

miércoles, 12 de agosto de 2015

un paseo por el lado salvaje

Al hilo de "Madrid-Cochabamba (cartografía del desastre)", obra que tengo la fortuna de compartir con Claudio Ferrufino-Coqueugniot y en la que ambos volvemos a pasear por el lado salvaje, un texto que andaba por ahí, perdido, y que, los autores, coincidiríamos en dedicar al demiurgo de NY. ¡Ah! Al final hay música, cómo no

Lou Reed, cortesía de "la red"



Muerta Literatura viva


Languidecían mis pies y mis pestañas, hace ya casi dos años, al recorrer la Feria del Libro de Cochabamba. Si bien es cierto que ciertas iniciativas editoriales que apuestan por el riesgo y la literatura de calidad proporcionaban al evento cierto brillo del que carecía en campañas anteriores, refulgían en la mayoría de stands gloriosas glosas de los parabienes gubernamentales, en dura pugna con adecentadas renovaciones de la palabra divina. O sea, que poca literatura podía uno encontrar, más allá de panfletos propagandísticos elucubrados en los hornos de la maquinaria estatal y esos otros orientados a ganar almas para la causa divina y réditos para sus representantes terrenales. Propaganda y religión, o viceversa. O lo mismo, o sea. Afortunadamente, tras hacerme con algún que otro ejemplar de literatura de verdad, escuché por megafonía que en una de las salas de eventos se presentaba la nueva obra de un tal Claudio Ferrufino no sé qué, y que tal presentación corría a cargo de Ramón Rocha Monroy. Fue entonces que recordé unas palabras del célebre Cronista de la Ciudad de Cochabamba, publicadas en prensa días antes, elogiando la prosa de Ferrufino como heredera de la del inapelable Henry Miller. Llegué tarde a la presentación, lo lamento, pero pude adquirir un ejemplar de Muerta Ciudad Viva.


A este tipo de eventos literarios (o mercantiles, vaya usted a saber), solía uno darles el toque de gracia en el bar más cercano, cotejando con compañeros y amigos la calidad de las obras adquiridas por cada uno de ellos. En Cochabamba todo es distinto. Mi círculo íntimo no era muy asiduo a las letras, de hecho lamento decir que poca asiduidad a las letras descubría en la sociedad cochabambina, si es que no sirven aquéllas para proporcionarse relumbrón en eventos de mucho postín y poca enjundia. Asimismo, en Cochabamba tampoco puede uno tomarse unas cañas (cerveza de grifo servida en vaso bajo o estilizada copa), o un buen vino a precios asequibles, y mucho menos pedir unas tapas para mantener ocupada la mandíbula mientras el otro habla o expone. En Cochabamba se bebe, sí. También se come, sí. Pero parece ser que a ambas actividades hay que dedicar cuerpo, alma, víscera y velocidad, y no es de buen gusto el dilatar la duración de una velada gastronómica con charlas amenas, chistes baratos, y abrazos fraternos. En Cochabamba, cuando se bebe, se pelea, y cuando se come, se devora. No sé si una y otra cosa se relacionan. Pueda ser. Ahora, antes de que la censura me impida seguir generalizando, insisto en que esto es lo que hago: generalizar. Y bien sabrá el lector atento que el que generaliza pierde razón. Dicho esto y sorteando así (espero) la censura, insisto en lo anteriormente afirmado: en Cochabamba se lee poco. No entiendo, en caso contrario, el motivo por el que ninguno de aquellos de entre mis conocidos que, supuestamente, se entregaban al cultivo espiritual, la lectura, la música y demás artes activas, me había advertido en ningún momento de la existencia de Claudio Ferrufino-Coqueugniot. Puedo comprenderlo ahora, tal vez. Claudio es literato incómodo. Claudio no adoctrina desde sus páginas. Claudio no pretende erigirse en maestro de lectores. Claudio no se pliega a los dictados de los poderes establecidos. Claudio no ejercita con sus letras ese músculo disfuncional denominado pensamiento único. Claudio no transcribe conversaciones vía chat. Claudio escribe como debe hacerlo quien ama la palabra: mimándola, no como lo hace el vendedor de letras, el recolector de prebendas y aplausos de ida y vuelta. Tal vez ahí parte de su grandeza. Tal vez ahí parte del descrédito con que se le obvia o ningunea a menudo.


Pocas son las ocasiones en que me siento molesto por el deambular de mi gato sobre el regazo, cuando intento leer. Iniciada la inmersión en Muerta Ciudad Viva, tuve que abrir la puerta de casa para que la mascota sacase a pasear sus ganas de hembra, pudiendo quedar yo en soledad, devorando página tras página aquel tratado de pura vida que me mostraba la ciudad como nunca antes había podido contemplarla. Entre mis manos un festejo de sístoles delicadas y bruscas diástoles, una verbena de latitudes hembra y altitudes macho, un largo poema de amor apocalíptico hacia unas calles y los personajes que las hicieron crecer. Porque las personas no crecen en las ciudades, no, no lo crean: son éstas las que se desarrollan al ritmo impuesto por sus pobladores. Pero… ¿para qué extenderme? Baste con repetir el título de esta cirugía literaria de alta precisión: Muerta Ciudad Viva.

Abrumado. Sí, así queda uno tras internarse en la jungla de vértigos verbales que exuda la pluma de Claudio. Abrumado, repito, consumí jornadas de no desear nada más que seguir leyendo y sintiendo y viviendo las aventuras de una ciudad en desarrollo que, desde su mugre de muerte anunciada, erigía los vestigios de latidos y abrazos ansiosos por poner de nuevo en pie su cartografía de escombro y hueso. Sólo quería leer, ya digo, seguir leyendo a Claudio. Comenzó, después, la loca carrera de la desdicha: buscar más obras de su autoría por entre los estantes de vacío y silencio de las librerías de Cochabamba. Ya lo dije antes: en Cochabamba no se lee, y fue ardua tarea encontrar el resto de bibliografía de un autor que era ya, para mí, verdadero Cronista/Poeta de la ciudad. Porque la crónica legítima de una urbe se edifica en sangre, semen y saliva que nieguen la prebenda, el elogio o la obviedad aplaudida por los adalides del negocio urgente y el hoy ya es mañana.


Me sumergí, pues, en un torrente de prosa desmedida y juguetona en que las leyes gramaticales dejan patente su necesidad de ser, como el resto de leyes de los hombres, subvertidas y torturadas. Recordé en no pocas ocasiones el único acierto de Rocha Monroy: entre mis manos latía la epopeya prosística y vital de un Henry Miller boliviano. Así es, doy fe. Más después de haber devorado el resto de obras de Claudio a las que he podido tener acceso (salvo la popularmente polémica Diario Secreto… digo esto por si algún lector benévolo dispone de un ejemplar que hacerme llegar). Como el autor norteamericano, el boliviano toma entre sus manos la propia vida y comienza a revivirla sobre el papel de la única manera posible: violándola y violentándola, forzándola, exagerándola hasta que sea más real que la cierta, certificando la exactitud de la experiencia consumada, reconciliando al lector con eso que llamamos vida. Ferrufino no escribe, como no lo hacía Miller. Como el autor norteamericano, Ferrufino escupe, vomita, orina, eyacula sobre la página para mayor goce del lector inquieto. Y, de paso, descompone la gramática y nos enseña que se puede adjetivar con nombres y nombrar con adjetivos, recompone la memoria para recordarnos que es fragmentaria, disloca la naturaleza para enseñarnos que las personas se cosifican, las cosas se animalizan y los animales se humanizan, devasta el firmamento literario para bajarlo a la tierra y mostrarnos el origen divino del hombre, sea este ratero, puto, alcohólico, mendicante o misionero, da igual, todos caben, hay campo: todos están invitados a este gran festival de la palabra y la sensación que es la prosa de Claudio Ferrufino-Coqueugniot, y todos por igual se reflejan en sus páginas como en espejos valleinclanescos. He leído después que Ferrufino ha cultivado géneros dispares como la poesía, la novela, la crónica… ¡falso!: Ferrufino no cultiva géneros. Ferrufino, como Miller, como los grandes, es un género en sí mismo, y su literatura de flor y puñal germina páginas inmortales. 


Coincidieron los malos hados de la siniestra parca en el juego de ajedrez de los días, por aquellas fechas, y los noticieros apuñalaron la mañana con la muerte de otro poeta, otro bardo metropolitano, el trovador de NY. Había fallecido Lou Reed, y mi teclado supuraba lágrimas que no encontraban desembocadura más viable que la poco secreta sociedad de las redes sociales. Fue recién rubricada la última palabra, lanzada la urgente glosa al ciberespacio, que me llegaron las palabras del propio Claudio congratulándose de las mías, devolviéndome las suyas, descubriéndome que Lou Reed, ese yonqui de la Belleza, era droga para ambos. El día que Claudio ensalzó al genio neoyorquino, un servidor hacía lo propio, y ambos quedamos por siempre hermanados en la pérdida, mascullando la consanguinidad de un latido común. 


Al poco tiempo, el autor expuso ante mí, en deliciosa autopsia, la grandeza de su persona, más allá incluso de la de su genio, ofertándome el crear una obra literaria conjunta. Pueden imaginar el vértigo que invadió a un servidor, al ser elogiadas sus letras por ese mago altiplánico que decidió exiliarse entre las nieves y la laboriosidad de una Aurora estadounidense que poco tiene de amanecer. Claudio reclamaba mi compañía en el desierto milagroso de la Literatura. Haber rechazado la oferta hubiese sido lo más cauto, pero hay ofertas que uno no puede rechazar, especialmente si vienen de este Padrino de las letras. Despacio, sin prisa pero sin pausa, disfrutando cada instante, comenzamos a revivir la historia de dos ciudades muertas: Cochabamba, la cuna de su talento, y Madrid, la madre de mis desgracias. Y durante meses gozamos del proceso creativo, del ir y venir de misivas que cruzaban millas, valles y cordilleras con su aleteo inconsciente de tipografía sensorial, de una amistad insólita en los tiempos que corren, cimentada en la admiración sincera y el cariño incuestionable. 


Madrid-Cochabamba (Cartografía del desastre) ya está en marcha. Ya revolotean sus páginas por los calles de Bolivia. En breve lo harán por la España, esta hermana autoritaria que le salió al país aymara. Un servidor ejerce, en sus páginas, de humilde escriba, de pretendido cronista de épocas, daños, alegrías y espantos. Claudio Ferrufino-Coqueugniot regresa a las calles de la urbe que mejor conoce y mejor le conoce, para ofrecernos otro fresco, de dimensiones ciclópeas, de la energía que pulula las alcantarillas y los adoquines de una Cochabamba que subsiste, no lo olviden, porque sus habitantes le insuflan el soplo vital adecuado. Él se encarga, con sus letras, de arrebatar al olvido dichas vidas.


Que en Cochabamba no se lee, es sólo una generalización que pretende sacudir la flojera de sus habitantes. Pero es certeza inapelable que a Cochabamba, afortunadamente, se la puede leer, gracias a la prosa de látigo y caricia de un tal Claudio Ferrufino-Coqueugniot. Créanme.



jueves, 16 de julio de 2015

Bowie, sus héroes... y los editores salvajes

David Bowie, cortesía de "la red"
Contar con la amistad de un genio no sé si es algo de lo que enorgullecerse, pero sí comprendo que es motivo suficiente para sentirse mejor ubicado en este desastroso mundo. Contar con la amistad de Javier Vayá, Poeta, y humano, demasiado humano, es un lujo. Pero eso no viene al caso de lo que pretendía explicar, que es más o menos lo siguiente: contar con el verso atroz, la prosa feroz, y el sentimiento como apellido que sirve de algo, sí es algo de lo que debería enorgullecerse cualquier editor que como tal desee considerarse. Javier Vayá acumula dichas virtudes... sus editores no sé qué acumulan pretendiendo acumular sólo papel moneda. Me canso de repetir que vivimos tiempos extraños, y muchos editores son remedo salvaje de cualquier otra de las categorías en que gustan de situarse todos los que hacen de este mundo un desastre de cochambre urgente y billete incendiario. ¿Otro Poeta engañado? No, lo siento. A pesar de todo, los engañados son ellos, los editores salvajes. El Poeta no escribe para vivir, vive para escribir.

Javier me honró solicitándome un prólogo para su primera obra. Yo me hice el valiente, aparté lágrimas y miedos, y escribí lo que sigue, para glosar la Literatura de otro grande al que pretenden devorar los asalariados de la nada. Nunca pude ver el libro, creo que lo mismo les ocurre a muchos de los que pretenden degustarlo. Javier, hermano, Maestro, no importa: vencerás y convencerás... ¡está escrito!


HÉROES POR UN DÍA
(prólogo de El Peso de lo Invisible)

Alguna noción tengo de lo que ha de ser un prólogo. Me alcanza la cordura para comprender que se trata de un escrito tendente a ensalzar las bondades de la obra literaria que le sigue (si es que de literatura hablamos, claro). Así que, aun sabiendo que esta no es la mejor manera de acometer un prólogo, proclamo aquí y ahora haber venido a hablar de mi libro… o al menos de mis obsesiones, que al fin es lo mismo.
Ante un volumen literario como el que nos ocupa, tan cuajado de oníricos aciertos e innegables cualidades, no debería quien pretende prologarlo, hacerlo ondeando la bandera de lo propio. Pero, lo lamento: tras la intensa lectura de El Peso de lo Invisible, me siento impelido a rememorar una historia que en muchas ocasiones he repetido pero que no por ello deja de apasionarme.
Al tema: allá por finales de los años 70 del pasado siglo, un demacrado físicamente (adicción a la cocaína) David Bowie, arrastraba sus quijotescos fantasmas por calles y cafés del Schöneberg berlinés. Acompañaba tales paseos, cual Sancho Panza espídico, un exacerbado Iggy Pop. El caso es que Pop, dejando a Bowie, en su departamento, entregado a veleidades psicodélicas de alto voltaje, decidió pasar la nochevieja de uno de aquellos años en busca de un alto voltaje menos pasivo. Y recaló en un garito de mala muerte en que un nutrido grupo de aguerridos punks había construido, en mitad de la sala, un muro de cartón simbolizando aquel otro muro de ladrillo y cemento que separaba el Berlín oriental del occidental. Cuando la hora bruja arreció con sus campanadas de año nuevo, los jóvenes punks arremetieron contra el falso muro allí construido para entregarse, momentos después, a un comunal abrazo no exento de fragantes lágrimas. Incluso los punks lloran. Y la violencia de ningún movimiento juvenil alcanzará nunca la de cualquier mínimo mandato político, no lo olvidemos.
Creo ir comprendiendo, a medida que los relojes van esbozando la deteriorada sonrisa de la parca, que son las pequeñas revoluciones del día a día, esas batallas incruentas en que nos enredamos los humanos para mejor afirmarnos como seres sensibles y extrañados ante el mundo, el único heroísmo posible en estos días sin huella que nos ha tocado vivir. Así lo comprendieron los jóvenes punks del Berlín dividido, y no tuvieron reparo en descoser el trapo macho de su revuelta clandestina en un reguero de lágrimas hembra derramadas por la libertad sustraída. Luego, Bowie, haciendo acopio de sentido y sensibilidad, escribió Heroes, aquel mítico tema en que unos amantes separados por la idiocia política de entreguerras unen sus labios a los pies del muro de la infamia. Un tema que bien podía haber sido inspirado por los punks berlineses a quienes Pop observó reventar, con su osamenta de imperdible y esperanza, aquel otro muro simbólico. Bowie puso letra al ritmo desacompasado de toda una generación, recordándonos que podemos ser héroes… aunque sea sólo por un día.
Igual Javier Vayá, punk de la palabra y la sensación, en este volumen que el lector tiene (para su propia fortuna) entre las manos.
No es cuestión baladí que el autor comience este volumen de relatos y poemas con el certero …just for one day de Bowie. De hecho, El Peso de lo Invisible puede catalogarse (si es que alguien precisa aún este tipo de artimañas) como un delicioso surtido de heroísmos breves, sucintas osadías, atrevimientos fugaces, en que el autor arriesga su cordura y el sosiego del lector con un apabullante inventario de extrañezas en cuya otredad reside el mínimo heroísmo de estar vivo y saberlo.
Cuando digo extraño, aludo a la etimología más profunda del término, la que nos recuerda que lo extraño es lo extranjero, lo distinto, lo inesperadamente diferente de la norma establecida. Así, pasean las páginas de la prosa de Vayá esquizofrénicos que hacen del mundo de los cuerdos su particular frenopático, asesinos a sueldo que enfrentan la peor de sus pesadillas tras dar muerte al amigo por cuestiones laborales, fantasmas que regresan a la vida para copular con la mujer ajena y desprestigiar el sentimiento amoroso, revolucionarios decepcionados tras la derrota en la revolución del deseo, lobos que descubren que el hombre es un lobo para el hombre, padres frustrados porque los hijos que no tienen olvidaron su tarta de cumpleaños, jóvenes que pierden la cordura por no ser descubiertos en el juego del escondite, artistas que regresan del más allá para dotar a su obra de la vida que ellos ya perdieron, monstruos a quienes alimentan aquellos que ya renunciaron a la ilusión de alimentar una vida normal, amigos que suplantan identidades para descubrirse suplantados por el amigo que marchó, amantes que escriben su amor en las paredes de la ciudad para recordarnos que sin amor no hay ciudad, ni país, ni nación, ni vida…
Todo un recorrido de extrañezas y extranjerías, ya digo, que nos recuerdan lo acertado de la lírica de aquel Bowie berlinés. Porque en lo cotidiano habita lo ajeno, y sólo comprendiéndolo podremos ser héroes, aunque sea por un día.
Y Vayá se erige, en esta su puesta de largo literaria, en héroe cotidiano que, sin abandonar lo anómalo, lo curioso, eso que muchos dan en llamar freak, nos acerca al corazón de las verdaderas revoluciones, ese cuyo latido conoce tan bien todo aquel que en algún momento de su vida se haya sentido perdido. Resbalamos en las historias que trenza la pluma certera de Vayá con cierto temor ante lo que nos espera al fondo del abismo, sí, pero no hacemos esfuerzo alguno por evitar la caída.
Y, como contrapunto perfecto a sus relatos, el autor desangra sobre el papel rítmicos versos de arritmia sentimental, cauces en que se vierte el poema para descubrirse derrotado por la vida, atropellado por el tiempo, dañado en su línea de flotación por el inevitable terror de descubrirse igual al resto, no tan distinto, no tan diferente, en nada extraño, para nada extranjero. Nuevamente amanecen los héroes en los poemas de Vayá, aunque no tengan que utilizar ahora disfraz de fantasma o licántropo. A la cotidianía temblorosa de lo extraño en sus relatos, le responde como un eco la fantasía dolorosa de lo cotidiano en sus poemas. Poesía democratizadora (de verdad, no en el sentido político) de los sentimientos, labrada en imágenes inolvidables y ritmos imperecederos. La voz poética del autor, músculo y caricia, mordisco y saliva, orgasmo y fusil, ya es una gesta en sí misma.
Héroes, a uno y otro lado, en delicioso contrapunto, en el verso y en la prosa, en este sinfónico volumen que cualquier alma sensible sabrá degustar como si de una deliciosa copa de vino se tratase, con medidos pero intensos sorbos que despertarán en él todo un panegírico de aromas, texturas y memorias de aquel día en que ellos mismos llegaron a ser insignes hacedores del milagro de estar vivo.
Termino el párrafo, vuelvo a él, y reconozco haberme equivocado. Leer a Javier Vayá no es cómo tomar una copa de vino, más bien se asemeja a escuchar uno de esos L.P’s del Duque Blanco en que un sinfín de seres alienados por su propia existencia descubren la heroica victoria de lo cotidiano, logrando apreciar, al fin, El Peso de lo Invisible.
Habrá lectores que no conozcan a Bowie, o no les interese su música. No importa, afortunadamente tienen entre sus manos un delicioso volumen de portentosa literatura, éste que nos regala Javier Vayá. Y, leyéndolo, pueden ser héroes… aunque sólo sea por un día.

martes, 9 de junio de 2015

el tiempo de los asesinos

Escribo para publicaciones que no sé si existen. Escribo gratis, como tantos. Escribo porque me arden las yemas de los dedos... y no encuentro mejor manera de apagarlas que sumergirlas en el lodazal cibernético de esta tinta que no lo es. Este artículo era para Red Marruecos. Como digo: no sé si existe ya tal publicación... pero se escribió, como tantos, gratis y para ser leído... aquí está para quien lo desee:

FRANCIS BACON, O LA FIEBRE

Francis Bacon, fotografiado por John Deakin


La primavera ha llegado disfrazada de verano. Enseguida, imagino que por aburrimiento, ha decidido desnudarse. Así está mejor, más bella y palpable. Pero claro, obvio, ha cogido frío. Y con ella, más de uno, yo entre ellos. Pasamos buena parte del año asomados a la azotea de los calendarios, por ver si brotan flores del asfalto, o cae alguna maceta que suicide a un transeúnte y, de paso, al devenir cruel y exacto de lo cotidiano. Y casi sin darnos cuenta, cuando ya estábamos a punto de desistir, los cielos destierran nubes y enardecen los termómetros. Ha llegado la primavera, y casi siempre nos coge desprevenidos, atareados en botones de chaqueta vieja y manecillas de reloj atrasado. El cuerpo no se acostumbra. 
 
Mi cuerpo, hoy, se encuentra acribillado de escalofríos. Mis vísceras florecen floras que uno no desea. Mi carne se descompone, descuartizada por mantas y termómetros, sobre el sofá del domingo. O sea, que la primavera llegó pisando fuerte, pero la suplantó, de inmediato, el brusco pisotón de vientos que se dirían británicos, de tan fríos. 

Será el temblor feroz de la enfermedad, o el deseo de partir de nuevo, lo que me invita a cerrar los ojos y soñarme en Tánger, esquivando esos charcos de la medina en que se autolesiona la luna. Nada tan poco británico, así evado la sensación glacial de mis dolencias, y recuerdo que también Francis Bacon, aquel artista dublinés que amedrentaba al lienzo con pinceles como bisturíes, decidió evadir las ventiscas de su isleño origen para recluir pinceles, sexo y angustias en el laberinto tangerino.

El pintor acudía al Dean’s para acompañar, como un caniche asfixiado en rubíes lo hace con su atildada dueña, a su amante Peter Lacy, sádico y perverso personaje que sometía a Bacon a los suplicios de la carne, sólo o en compañía de otros. Sordidez en las estancias de viviendas como dentadura cariada por el dulce del tiempo, en Tánger. Puedo imaginar a Bacon desvencijado sobre un camastro de muelle y lana gruesa, despedazado su cuerpo en un grotesco quejido de orgasmo culpable. Luego despertaría, pasearía Tánger, compraría pinturas, y regresaría al hotel para investigar nuevos crímenes de la carne, cual infortunios de virtud en plan Sade, en las rendijas ocultas de sábanas y paredes. Hoy, yo, con la fiebre equivocándome las entrañas, parezco un cuadro de Bacon.

Revuelvo mi cuerpo y mi memoria, y aunque la carne me duele, añoro ese otro dolor que la fustiga cuando tú, amor, tiendes ante mí el suspiro de leche y miel de tu vientre, como lienzo sobre el cual debo yo extender los pinceles de mis labios. Me duele el cuerpo, ya digo, la enfermedad. Y me duele la carne al sentirla tan tensa bajo estas ropas que, lejos de enmendarla, exacerban mi fiebre. Pesadilla de la temperatura. Sueño ebrio del deseo. Todo junto, mezclado, en un vaivén masoquista de irrealidad dolorida.

Nadie como Francis Bacon supo conjugar con sus pinceles los verbos intransitivos que nos equivocan el apetito. El deseo como daño. La carne como altar de misa negra. El dolor como exacerbación de los signos vitales. Es seguro que el atormentado artista halló inspiración en las calles de Tánger, en las más sucias y oscuras, en los tenderetes que ofrecen una cuchillada de sombra a los cuerpos desollados de corderos listos para el consumo, en el afilar estiletes de los matarifes huraños. Después pintaría sus “figuras con carne”, que dicen inspiradas en “El buey desollado” de Rembrandt. Yo prefiero pensar que no hubo más inspiración que las carnicerías de la medina tangerina, tan estéticas en su bodegón de sacrificio y hambre atrasada. 

Porque en Tánger canta el muecín y un cordero es degollado, con sus ojos pánicos intentando contemplar la Meca. Después, el matarife desmiembra su cuerpo, y cuelga de ganchos oxidados las dos mitades en que queda seccionado, exponiendo su costillar de alimento enfermo a la vista de los transeúntes. Francis Bacon, por ejemplo. O yo mismo, que tantas veces intenté raptar con mi cámara fotográfica a la dulce virgen del sacrificio.

Qué bien sabría retratar, Bacon, esta pesadilla que la fiebre me alimenta para imaginarte desnuda, tendida ante mí, con tus piernas extendidas cual cordero asesinado, tu mirada vuelta del revés por querer buscar la Meca irreverente de mi sexo, mientras te secciono la garganta con un mordisco que sabe a licor y azaleas. Bacon retrató la enfermedad de la carne mejor que nadie. Yo, hoy, retrataré sobre mi vientre algún pedazo de carne tuya, cuando me vierta febril y doliente, bajo las mantas, mientras te sueño. Te sueño y paseamos Tánger contemplando los expositores de mosca y carne dormida de las carnicerías. Luego hacemos nido en una pensión de palangana y camastro. Tú me besas, y yo interrumpo el murmullo de tu saliva para hablarte de Francis Bacon, de cuando habitaba Tánger martirizado por la enfermedad de la carne. La fiebre, o sea.

Peter Lacy se suicidó en Tánger. Bacon retrató el dolor de aquel nuevo sacrificio de vísceras y orgasmo. Yo, hoy, me suicidaría entre tus labios. Ya tendrías tiempo tú, después, de retratar mi fiebre y bailarla entre tus dedos cual último tango en París o primigenia pincelada del vértigo. 

Y es que la fiebre es vértigo en que se acomodan las pupilas del que observa la vida como si no hubiese otra.

FE DE ERRATAS:  me adelanté, Red Marruecos sigue existiendo