Lou Reed escucha «Danger bird» derrumbado en el epicentro de un salón que, para quien no sepa mirar, podría parecer un ring. Lorca seduce el vuelo de un colibrí cuando ebrio declamando entre sus cejas ese poema que te cruje las costillas con un solo cuerno. Gritan quedo melodías amartillando el martillo de una orejita en que vierte hormigas Buñuel. Cristo pasea llagas por el empedrado del Albaicín mientras Rachid Taha tatúa su piel con licores de extrarradio torpemente escanciados sobre las pistas de un asesinato. Neil Young esculpe una sinfonía de huesos metacarpianos sobre la barra del bar Ruiz mientras ordeña una yegua y ordena otra cerveza. César Vallejo le juega todo visto a la parca en una nueva ronda por rescatar tendones con que escribirte una oda. Ginsberg desenreda madejas en su garganta para aullarte noches en que saboreabas el no querer dormir ya que ellas no te dormían a ti. Umbral teclea tu mirada para mejor tejerse una nueva bufanda.
Un reguero de sudor detiene en violenta redada fotogramas de pupila por la espalda al filo de un coxis que escu(l)pe erecciones a aquel y este verano. Sueño tantas veces soñado. Crimen tan clamorosamente perpetrado. Masaje truncado. Cabellos aprisionados y un caballo sin doma a lomos de jinete que perdió el norte en el sur de todos tus extrarradios. Un sueño siempre es maroma costera, pasado, pretil o posibilidad. Una sábana forjada en santidad desgarrada por la mordida de tu perfil. Incisiva y canina como perro de la noche. Decisiva y felina como el maullido más febril.