lunes, 9 de julio de 2018

de trazos y locuras (3 y 4 de 10 libros)

Desde pequeño he temido al desarreglo mental, y he mirado el futuro intentando ajustar las dioptrías de lo cotidiano al devenir de lo exacto, más teniendo en cuenta que este puede devenir inexacto en cualquier momento. Quiero decir que me da pánico perder la cabeza, cualquier noche, y encontrarla, al día siguiente, desordenando la estética del salón familiar con la mirada perdida en las madrugadas del pasado. Temo volverme loco, o sea, y tengo razones para ello, aunque sólo sean hereditarias.

Tal vez por eso me hayan fascinado, de siempre, los desaforados intentos del demente por explicarse a sí mismo. Más en literatura. Y es que literatura es todo aquello que excede la anécdota y sabe expresarse como antagonista de la misma. 

Abrumado por la ordalía de trazos como estigmas de un tal Vincent Van Gogh, desde muy joven, cuando aún prefería el silencio abrumador de las pinacotecas, cuando este aún no había sido naufragado en algarabía de wow y click de cámara incorporada a ese aparato que, antaño, servía únicamente para hablar con los amigos lejanos, por ejemplo, encontré, en mi librería de viejo preferida, un volumen que contenía las cartas que el citado artista había enviado, a lo largo de su vida, a su hermano Theo. De repente: el fulgor. Un fulgor ebrio de abismos en que la pintura del loco del pelo rojo componía métricas de arritmia rimándolas con el fango festivo de sus lienzos. De repente: el fulgor: el descubrimiento de la luz y el color, de la forma y el trazo, de la profundidad y el volumen, del miedo y el mañana... del miedo al mañana, al fin.

He asegurado, en numerosas ocasiones, que mi necesidad de escribir nace de la necesidad de explicar mis desarreglos o desavenencias con el mundo que me rodea. Sólo ahora, recordando las Cartas a Theo de Vincent Van Gogh, puedo comprender que es excusa que me inventé tras devorar aquel volumen crudo y funesto pero también, sí, pleno de luz y rendijas por las que escapar, aunque tengas que atravesar un campo de trigo sobre el que se avecina tormenta de cuervos que secundan la danza de la lluvia. Estas cartas recorren la vida de uno de los más geniales genios que dio el siglo XIX, acompañándole hasta su inevitable suicidio, evidenciando cronológicamente los motivos nada locos del mismo. De los trazos dementes del Van Gogh pintor, a la locura de lírica apenas trazada en su caudal de portentosa prosa. El fulgor, o sea.

Otro desequilibrado famoso vino a desequilibrar mis lecturas, de nuevo, al poco. Un bailarín, en este caso. El anarquista del ballet clásico, el más sublime enemigo de la ley de la gravedad: Vaslav Nijinsky. Al contrario que Van Gogh, este comenzó a desbrozar el trigal de sus más dolorosos sentimientos cuando ya se perfilaba en su alborada la mordida diente seda de la locura. Fue entonces cuando comprendió que nadie le había comprendido, que su paso de puntillas y en fotograma desenfocado, por este mundo de cosas pesadas e inútiles, había sido utilizado por cercanos y ajenos sólo en beneficio propio. Y comenzó a escribir un diario que desordenaría mis noches de adolescencia y huida con el trazo sublime de una prosa que era tan poesía como el trazo de su cuerpo dibujado en eternidad contra los focos del escenario.

El Diario de Vaslav Nikinsky es un abrumador contenedor de poética carente de bridas, una voltereta de lírica volátil que desenmascara al mismo dios mostrándonos que no habita los cielos, sino un escenario de cisnes ingrávidos y aplausos aquejados de muerte súbita por infarto. «Yo soy dios, Nijinsky es dios, los doctores no entienden mi enfermedad, mi cuerpo no está enfermo, mi alma sí lo está, sufro, sufro, soy sólo un hombre, no soy dios»... ¿algo más que añadir? Sólo, por contrariarme a mí mismo, añadiré que las cabriolas eternas de Nijinsky reproducen la plasticidad con que brincan los cuervos inmediatos de Van Gogh... o viceversa.

Así, paseando la vida de humanos que fueron dioses y dioses que cayeron por demasiado humanos, pasé mi adolescencia. No les sorprenda, ahora, que tema a la locura tanto como temía, en aquellos tiempos, quedarme sólo en loco, como Vincent y Vaslav, pero sin poesía... quedarme sólo en el trazo.

Tal vez, por si acaso, siga trazando párrafos idiotas, que así me aseguro un «ya se le veía venir» si mi vida da en desdicha de reloj sin cuerda o en cordura que perdió las manecillas.