domingo, 24 de mayo de 2020

neverending Bob


Conocí a Bob Dylan el 17 de Mayo de 1966, exactamente seis años antes de nacer. Yo andaba entonces en el limbo, disfrutando las frágiles franelas de una vida sin cicatrices. A lo lejos, al final de un túnel de relojes contrariados, me esperaba la asepsia rosa y magra del vientre materno. Meditaba en ello, puedo recordarlo, cuando un grito iracundo desordenó mis filosofías de juguete: ¡Judas!

Aquel nombre reverberó en mi palaciega quietud con igual o mayor sonoridad que en el Manchester’s Free Trade Hall en que fue proferido por un decepcionado seguidor de Dylan. 1966, el demiurgo cantor acometía una gira en que traicionaba su pasado acústico de folk protesta con un navajazo eléctrico de rock amargo. Yo aún no había nacido, ya digo, me restaban todavía 6 años. Pero aquel ¡Judas! perforó mis tímpanos. El ofuscado espectador que sintió asesinado el tiempo de las flores por el arrebato eléctrico de Dylan, escuchó cómo éste le decía no te creo, eres un mentiroso, antes de incitar a los miembros de The Band a tocar rabiosamente fuerte. Entonces naufragaron en seda mis oídos: «Like A Rolling Stone», la mejor canción de la historia de la música popular (con permiso de «Sympathy For The Devil»), electrizó las neuronas que aún andaban buscando conexiones en mi etéreo interior. Desde entonces no pude dejar de escuchar a aquel músico de aspecto descuidado y fraseo impoluto.

El limbo se supone que es estadio intermedio entre cielo e infierno. Al limbo dicen que van las almas de aquellos infantes que mueren sin ser bautizados, porque no tienen consciencia de haber pecado. A alguno que otro vi, su cara era triste, más por carencia de juguetes que de bautismo, intuyo. En el limbo no hay con qué jugar, y los ángeles carecen del sexo que les hubiese crecido, hacia dentro o hacia afuera, de haber seguido vivos. Pero funciona allí un hilo musical en que desgrana sus versos la voz nasal de Bob Dylan, llamando a las puertas de un cielo que no le quieren abrir. Nunca me expliqué qué hacía yo en aquel lugar, ni por qué emprendía el camino contrario dirigiéndome, de manera inexorable, hacia el nacimiento. Sólo sé que me acompañaba la música de Dylan, su voz de ebriedad enmascarada, su lírica de profeta invidente, su insobornable pacto con lo sensible.

Pasaron los años y el poeta cambiaba vestiduras, acordes y rítmicas, adecuando a sus mutaciones los tiempos de la música popular, mientras yo comenzaba a tomar forma de nasciturus. 1972, el autorretrato que musicó el bardo 2 años antes aún reverberaba en los anaqueles del escándalo, mientras él ya pergeñaba una banda sonora de barro y revólver. Con Self Portrait, un álbum de versiones, descartes y directos cogidos al vuelo, Dylan jugó a esquivar la daga de glamour y martirio con que la fama quería tatuarle la espalda. Con Pat Garret & Billy The Kid quiso ensuciar de sangre los vertederos en que chapoteaban las convenciones musicales. Se mancillaba la maestría musical del genio en rotativos y cadenas de radio, mientras mi acomodada vida ingrávida se mancillaba de plasma, látex y bisturí. Me veía obligado a nacer. Entre ambos L.P.’s, mi madre decidió jugarme una mala pasada. Creo que fui el disco que Dylan nunca quiso grabar, el que de verdad era nefasto, al contrario que esos dos tan vilipendiados. Adiós mullidos ecos de carantoñas, adiós esponjoso lecho uterino, afuera, ¡cariño!, que ya tengo ganas de conocerte el rostro y acariciarte esas manos de deshilvanar peluches y desenredar horarios.

La pedrada fluorescente del paritorio me golpeó la sien mientras yo gritaba ¡Judas¡. Mi madre quiso modelarme con sus abrazos de temblor, mientras repetía «no llores, lágrimas de cocodrilo, no te creo, no seas mentiroso, no llores».

1988, apenas 16 años después de mi nacimiento, Dylan da comienzo a su Neverending Tour. Su música envejecía con ejemplaridad de viñedo próspero y mis oídos la escuchaban como a los gorriones de la infancia. Y ahí estuvo, a mis 16 años, cuando el primer beso, que fue vuelo de gorrión, y cuando la primera traición, que fue caída libre. También estuvo cuando el primer orgasmo. Y está todavía hoy, cuando busco en ti la comodidad e indolencia que conocí en aquel limbo en que los niños no jugaban y la música lo era todo. Hoy entro en ti y la vida desaparece mientras me retienes. Muero, en ti, sin conciencia de haber, por ello, pecado. Es así que me retornas al limbo, y escucho a Dylan knocking on heaven’s door, mientras aporreo las puertas de ese otro cielo que es tu matriz. Luego, afuera, asumo que no hay diferencia entre estar vivo o muerto. Sólo me consuela saber que Dylan sigue y seguirá sonando: aquí, allá, en el cielo o el infierno, incluso en el limbo.

Porque Dylan nunca acaba. Porque Dylan, como tú, amor, es eterno.


Texto publicado originalmente en la antología Hey Bob! de la editorial LeTour 1987