jueves, 30 de diciembre de 2021

habitante de mi sangre

... no fue la curiosidad
lo que me hizo huir con ella...
Enrique Bunbury

Afilarme en los vértices de todas tus espumas como el profeta en las aristas de su fe, sentirme poderoso en tus pupilas cual obrero que golpea al capataz antes de firmar su despido, aplicarle el silenciador al disparo de tu aullido cuando solo es sudor sin solaz, voltear el milagro de tu cuerpo para buscarle las costuras a dios, adecentar mi saliva sobre el mantel de tu vientre con esas maneras de mazapán y copa de anís que tienen las nubes cuando, de lado, corretean los cielos de París. Lamer el cuchillo de tinta que dejas siempre bajo la almohada, y maniatarme la aorta con ese cabello que olvidas en batallas hechas de sal y limón como tequila en la garganta de Nick Cave cuando susurra step into the vortex where you belong. Enfrentarle a las ventanas su cara de domingo cuando la noche se vuelve tierna en el dorso de mi mano y dejar tu sonrisa estallando en mi vientre mientras tu dedo pulgar busca callejeros napolitanos entre las atlántidas de mis dientes. Tatuarme tu aliento en la tráquea, cuando viene de noches sin doblez y perfil sin agua, por más que las agujas me despierten la náusea, y seguir amaneciendo escarbado de ti para regalarle al día este escueto pecho en que se acuna un cadáver que solo es hermoso cuando tu mirada lo pinta de césped.

Ser, al fin, ese músico desconocido que toque el triángulo en la orquesta de tus días y entre la hoguera de tus muslos cuando en mis dedos se hacen tierra.




domingo, 19 de diciembre de 2021

el hábitat y el calendario

Hay una habitación que es leyenda y un vendaval de aliento con sabor a semilla. Un vértigo de piernas que solo saben caminar senderos de sábana gastada y hambrienta de pantalones pijama. 

Hay una cicatriz de poesía mal curada y un acertijo de respiración entrecortada. Un reloj que no funciona y un avión que se lesiona atragantado de nubes, velocidad y pupilas carentes de urbe. 

Hay una ciudad herida por la humedad y una humedad que muerde la entrepierna. Un abismo de vicio macerado en ternura al calor de un café que no recuerda su origen porque tú se lo perdiste. 

Hay el tremor de una canción y el cilicio manso de un poema escanciándome la lengua. Un correr beodo tras trenes hechos de andenes cuyos raíles perdieron el paso desde que no te contemplan.

Hay un eco y tu presencia batallando ajedrez sobre mi torso, un reguero de orgasmo minusválido cuando la luna se estrecha en el dorso de una habitación palpada a tientas por no encender la luz que me descubra tu ausencia. 









miércoles, 8 de diciembre de 2021

suena Neil Young

Suena Neil Young y la escarpadura de mis arterias repta las esquinas del salón que ahora ya no habitas pero siempre ya siempre por más que desearas pintar las paredes de negro e incluso tal vez con el color de tu aullido más primordial hecho faquir sin paciencia que germina en tu garganta selvas de lumbre y maneras de fiesta que no ha de acabar porque aún no se inflaron los globos más allá de la expansión de tu aliento hecho crujido de indecencia cuando lo deposito en mis pulmones quebrados de tabaco pero aún intactos de los corceles que te rumian el latido y el escándalo de los vecinos y la música quebrando nuestros huesos como abecedarios de los que habrán de nacer nuevos vocabularios con que permitirnos reírnos y sonreír al mundo antes de que acabe definitivamente aniquilado en nuestro abrazo... 

todo se viene abajo cuando tu ausencia es el espanto y recuerdo tus dedos inventando taquicardias al armario y depositando madejas de los vientos sin nombre que te dieron nombre más allá de lo viciado y lo estanco allí donde se riza el horizonte para inventarte un ocaso al que puedas practicar un boca a boca de mariposas sin tregua y luciérnagas ebrias de alcohol barato y extrarradio de ciudad inventada solo para escuchar los motores que atormentan a los cielos cuando les combates el viento con tal de hacerte presente entre estas cuatro paredes de yeso mal distribuido que hoy acaricio como si fueran barro con que poder moldear nuevamente el alimento de tu vientre como un pan de ayer aún intacto...

y la casa es, como yo, hoy, ahora, un cuerpo eviscerado...

I've been waiting for you
And you've been coming to me
For such a long time now
Such a long time now

Neil Young ©Henry Diltz
Neil Young ©Henry Diltz


miércoles, 17 de noviembre de 2021

cómo seguir reptando (y 2)

como la melodía de un mal trago se me aparece tu ausencia, y mis pies equivocan el ritmo de un baile en que me equivoca el taconeo triunfal en que se vierten tus piernas

el epicentro obtuso del salón inventa mordiscos giróvagos en que tus dedos bailan teclas de un piano que lograste afinar con retazos de piel y cabellos perdidos en el cuarto de baño

mastico un acorde y se me envenena el paladar del salitre en que ayer reptaba, ansioso por desovarte vocalizaciones rotas y peces nonatos sin más rumbo que el origen de tu lengua

aprieto el cuello a una melodía en que hace gárgaras tu orgasmo

escandalizo al silencio con mis aullidos de esperma y te quiebro los brazos para que puedas bailar solo con las pupilas en vendaval de césped recién segado

bailo y caigo en tu latido como en lo más hondo de un zarzal de anhelos

y tu voz, como luciérnaga de fiebre, susurrándome no dejes de bailar, que no te suelto




lunes, 8 de noviembre de 2021

cómo seguir reptando


traigo arterias henchidas de necesidad de verte
pupilas incendiadas en la hoguera de tu ausencia
y piel abochornada del dictado de tu voz


abres la puerta a mis abismos 
y cuando te asomas
solo mi huida
siempre hacia dentro
te refleja
y nada más que tú encuentras


soy el animal que me enseñaste a ser
y mis fauces exhiben vidrios
masticados por verte volver


miércoles, 20 de octubre de 2021

liturgia del desorden (y 2)

Tu ausencia es una cosa que pesa como plomo
Tu ausencia es una cosa dura como metal
Tu ausencia es un enorme barranco a que me asomo
sin tacto sordo ciego igual que un mineral.

Félix Grande



Caen derrotados los calendarios
y mi rostro se inquieta contemplando
cómo en mi cuello crecen grietas
que tú recorres con labios descalzos, 
pasando de puntillas
sobre los besos sin verdad y las noches sin daño,
haciendo orfeón de saliva
en la dermis que antaño fuese
guarida y pretil del engaño


Caen derrotados los días
mientras tu aliento esquiva
los senderos sin esquina
que hicieron día en las noches
en que tu voz no hizo nido,
y en la eclosión de mi vientre
cuando desprecia la esgrima
de sudores que no entienden,
mordiscos huérfanos de diente
y miradas buril que ignoran
la existencia y la semilla
solo por no darle alcance
o alcanzarla ya sin vida


Caen doblegados mis músculos
cuando aún te cantan y anidan
gritándote y reclamando
tu brutal locomoción sin freno,
tu fiebre sin enfermería


Cae la noche y sé que cae
porque te mira
con su ofuscación de luna torpe
y sus latidos de pez sin vida,
cual memoria del desperfecto
en que rotura tu ausencia
como un sembrar sin semillas

martes, 14 de septiembre de 2021

morir matando



a Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Dennis me conduce a un nuevo local. Hoy sólo se ha retrasado media hora. No he podido seguir el hilo de las andanzas que me relató, a su llegada, y con las que pretendía excusar la demora. No importa, ya lo tengo asumido, carácter cochabambino, ahorita llego, menos de cinco minutos, estoy a un par de cuadras, mientras mi paciencia se suicida en compañía de los cigarros que apuro para intoxicar la espera. Pero Dennis ya ha llegado. Hemos intercambiado besos y abrazos, y nos dirigimos a un nuevo local en que podemos comer algo y nos dejan llevar nuestra propia botella de vino, así lo asegura.

¿Aranjuez o Campos de Solana? Siempre la misma pregunta cuando mi respuesta es, invariablemente, idéntica: me da lo mismo. Ambos son igual de venenosos. Ambos disfrazan con su falso dulzor el agrio despertar del chaqui. Por otra parte, lo que interesa en estos casos es que ambos tienen un precio moderado. La casera escudriña nuestro calzado, desde detrás de los barrotes que mantienen a salvo de intimidades y latrocinios los productos que abarrotan su colmado de telarañas milenarias y faraónicas capas de polvo. Mejor comprar dos botellas, a mí me quedan 30 bolivianos, nos da para compartir una milanesa en un boliche que conozco, de camino, son enormes, y las acompañan de fideo y arroz, yo tengo 20 más, quizás podamos tomarnos una tercera botella pues.

Caminamos la España sorteando manadas de féminas semivestidas por el mal gusto de la provocación animal, flores como caderas a punto de estallar en germinación de savia, piernas como tallos febriles de regadío adolescente, escotes desordenados por el guerrear de unos pechos que nacen a la vida queriendo devorarla o dejándose devorar por ella, y por el primero que se acerque con propuesta de relación seria, eso sí. Nada que objetar, pero nada que aprovechar, ¿por qué tanta lubricidad si luego sólo pretenden matrimonio? La respuesta de Dennis es la habitual: silenciosa mirada en que sólo susurra una sonrisa a medio hornear, mal cosida a las comisuras de sus labios. Caminamos la España, ya digo, a la hora en que los bares de copas comienzan a abrir sus puertas a la jauría del mírame pero no me toques y los brindis desorientados. Dennis confunde el camino un par de veces. Lo normal. Nunca está seguro de recordar la dirección, pero no importa, siempre acabamos llegando a destino, y el destino no es trascendental en estos casos.

Cruzamos la Heroínas, con su tráfago de grasas recalentadas en los puestos callejeros de comida, la coreografía urgente de las monedas danzando de mano en mano con pretensiones de perder el paso en los bolsillos del mercadeo y el despiste. Alrededor del edificio de Correos se afanan los chavales que trabajan vendiendo libros fotocopiados en alguna ciudad lejana del cercano Perú. Desmantelan los chiringuitos, hacen recuento, piden a mamá quedarse con unas monedas, para un hotdog que les recupere la infancia, por un instante, mientras la garra antipática del cansancio les araña la mirada.

Se rumorea que está prohibido consumir alcohol en la vía pública, como en las grandes metrópolis de Occidente, pero Dennis ignora la prohibición. O decide infringirla para seguir haciendo bandera de la idiosincrasia cochabambina: libre de todo y todos, de normas y decencias, de convenciones y buenos modales. Además, de ser cierto, ¿has visto algún agente de la ley merodeando las calles a la busca y captura de infractores de tal ley, amigo Pablo? En el único lugar en que desembocan las redadas de la policía local es en los bares de moda, bien entrada la noche, cuando pueden hacer recuento de monedas extirpadas de los bolsillos de aquellos extranjeros incautos que deciden pagar la coima antes de tener que pasar la noche en comisaría. Y a esos lugares nosotros no vamos, ya sabes, nunca llevo la documentación encima. A veces dudo si realmente Dennis tiene documentación, como dudaba, antaño, si era realmente boliviano. Al fin, ambas dudas pueden ser fácilmente sospechosas de ilegal fornicio: si no tienes documentación careces de identidad, eso es lo que nos han enseñado.

Pues va a ser que no es por aquí. Y desenredamos calles ya desvestidas del terciopelo sónico del mediodía, cuando la ciudad es trinchera de compraventas y bullicios. Nos dirigimos hacia la Plaza Sucre, por la Bolívar, creo que es poco antes de llegar por la zona, es un café nuevo que ha abierto el antiguo dueño del Caracol, eso me han dicho. Por el camino sorteamos grupos de cholitas que esperan la llegada de familiares o amigos que cargarán, en los maleteros de sus amplios utilitarios, los excedentes del día, todo lo no vendido que, aunque ya caducado, podrá abrillantarse para la transacción del día siguiente. Alguna que otra deja escapar, mientras dialoga con su compañera más cercana, un murmullo de orines que desemboca a los pies del grupo dibujando riberas de fetidez sombría. Más de una bosteza, tumbada sobre un saco de papas, sin variar un ápice la anticomercial actitud con que han afrontado la difunta jornada. Con éstas tendrías más posibilidades que con las jovenzuelas de la España. Y la noche queda derrotada por su puñetazo de risa tenue, una carcajada de juguete que apenas llega a lamer los labios de Dennis, pero que logra iluminarle los

senderos indígenas del rostro. Sentido del humor cochabambino: escueto y afilado, pero discreto.

Llegamos al local. ¿En verdad, llegamos? No lo sé, no lo recuerdo, ni falta que hace. Ahora todo da igual. Porque el avión comienza a despegar del suelo sus garras de metal e inercia, pierdo pie, comienza el traslado, la huida, el vuelo que me ha de regresar a la ciudad que me vio nacer. Abandono esta otra ciudad en que asistí a un nuevo nacimiento, y el valle de Cochabamba me despide con su resquemor de aguacero inmediato y polución inexacta. Sobrevolamos la ciudad. La aeronave dirige rumbos y somnolencias hacia las autopistas que los cielos usurparon al altiplano boliviano.

No es la primera vez que la mirada se me pierde por entre el andamiaje de calamina, polución, borrachera y polvo del callejero cochabambino, desde las alturas. Pero, tal vez, sí puede tratarse de la última ocasión. Así pareció certificarlo el torvo funcionario de Migración, remedo paleto y chusco de Lucky Luciano, cuando estampó en mi pasaporte el sello de salida obligatoria de Bolivia. Atrás quedó el premeditado desmantelamiento de equipaje, la búsqueda atroz de restos de marihuana en mis bolsillos (ya me la fumé toda, ¡cretino!, y no era buena, ni siquiera eso), las inquietantes preguntas sobre el origen verdadero de mi vástago menor de un año, la inquina evidente hacia mi incoloro color de piel española. Y atrás quedó también el trago roto de vino agrio de la despedida, el abrazo demediado por la urgencia, el beso que rompió, con su peso de nieve, la rama de la cercanía. Atrás también, y lejos, más de dos años de intentar comprender un mundo al que nunca llegué a pertenecer del todo. Cochabamba me despide a la velocidad fulgurante de una aeronave que me devuelve a ninguna parte.

Permanezco asomado a la ventanilla.

Cochabamba, corazón de la madre tierra, vociferan las autoridades del estropicio populachero desde gigantografías que ocultan al paseante las desdichas de edificios en descomposición, propaganda asimilable por los cachorros de la educación militar y nacionalista de una patria que nunca existió, Plaza 14 de Septiembre, reverdecida en mugre por los líquenes de un pasado que hay que borrar del subconsciente ciudadano porque era colonización, invasión, exterminio, y ahora, en los antaño primorosos artesonados de madera, conviven/malviven, en voraz ciclo de cama caliente, heces de palomas, presupuestos dilapidados, tuberculosis automovilística, sombras chinescas del vómito menesteroso y el orín exhibicionista del weekend, y la estulticia de los funcionarios del miedo y la burocracia, todos juntos, en

la misma plaza, secretarías departamentales, Interpol, trámites migratorios, cámara de cultura y demás verborreas oficialistas que pretenden dotar a la Plaza 14 de Septiembre del esplendor que perdieron sus edificios en la batalla del abandono y el mejor dejarlo para mañana que hoy me da flojera. Todo ese caos que hice mío, que como propio adopté y conocí y llegué a asimilar como llevadero, me contempla ahora desde abajo, manoteando calles como despedidas, desde el suelo.

Cochabamba es una mano leprosa que me saluda con desgana mientras, al albur de caprichosas nubes, se desprende de sus dedos menesterosos: la Blanco Galindo extendiendo su arritmia de tubos de escape desastrados y atropellos fugaces para desembocar en la festividad profana de un Quillacollo sobrepoblado y perverso salvo cuando la Virgen que nada tiene de ello se adueña de la zona y balbucea Viva la Señora de Urkupiña entre tragos y danzas, la América con su romería de socavones y chavales que trabajan la calle con la inestabilidad provocada por tres pelotas de trapo que lamen la brisa queriendo captar en su acrobacia de hambre las monedas que esquivan los bolsillos de los potentados, El Prado con su peregrinar de almuerzos mal digeridos y familias de paseo en domingo sin nubes ni felicidad, y el Cristo de la Concordia abriendo sus brazos a una despedida que pretende ser bienvenida, desde su tabernáculo de montaña artificial, con aquel cartel en su interior, se ruega no orinar dentro de Cristo, o algo así.

Cochabamba, corazón de la madre tierra, y sus habitantes abandonan la terminal de autobuses, a lomos de flota que parte a golpes de volante mal calibrado, despidiendo a la ciudad con una salva de bolsas de plástico y restos de comida lanzados desde las ventanas para ir a posarse en el suelo que nunca limpiarán los operarios de limpieza municipal que el municipio no está dispuesto a pagar porque debe abonar el coste de las gigantografías. Cochabamba, corazón de la madre tierra, Pacha Mama y toda la fenomenología del engaño, éramos felices, cuando amábamos la tierra y Cristo no existía, y no pensábamos en erigirle memoria de granito en lo alto de un cerro para que dominase la ciudad, a sus habitantes, y a las hileras de excursionistas que hacen caso omiso a las advertencias de poder sufrir robo o violencia si deciden subir la ladera a pie y sin acompañante local.

La Heroínas, Circunvalación, Oquendo, Santa Cruz, Ayacucho, todas ellas líneas de una mano que hoy se cierra, tal vez para siempre, estrujando entre su piel de asfalto y piedra las vidas de una muerta ciudad viva que sigue latiendo en la prosa fulgor y milagro de Claudio, en la sonrisa bronce y duda de Dennis, en el abrazo sincero y siempre de Cristian, en la efusividad cristal y armonía de Ariel, en la

locuacidad cómplice de Enrique, en los estruendosos silencios de Brita, en la cariñosa timidez de Grisel, en la belleza equilibrista de Scarlet, en el verbo adolescente de Adalid, en los dedos color esperanza de Wayra, en los labios de una estudiante que balbuceaba el fin de mes antes de pronunciarme el deseo, en el tubo de pegamento glotón de respiraciones infantiles que me entorpecían el sueño, en la violencia impronunciable del macho arracimado a la tutuma, en la verbena de verduras y escombros de los mercados, en el devenir inexacto de un tiempo que me fue regalado mientras desordenaba horarios desde el reloj desgañitado de La Cancha.

Ahora todo es adiós y lejanía, desde aquí, desde las alturas. Parto con un presidio de contradicciones encarcelándome la coherencia, y prefiero volver a aquella noche en que Dennis me llevó a un nuevo local. Nada nuevo, por otra parte. Uno de tantos cafés de espuma urgente y galleta desaliñada. Pero nos dejaron beber nuestra segunda botella de vino. El vino sienta bien después del café, sobre todo si no sabe a nada más que a ebriedad sincera. Y me dejaban fumar en el interior del local, y nadie protestaba. Porque en Cochabamba nadie se queja, lo de los bloqueos es parafernalia política. En Cochabamba la vida sigue sin que nadie le pare los pies, y yo, hoy, desde estas alturas trasatlánticas, comprendo que tal vez de eso se trate la vida. También comprendo que Dennis haya decidido volverse al pueblo, huyendo de esta ciudad que muerde y daña con la intención de morir, como el terrorista suicida, llevándose a unos cuantos por delante.

Sigo asomado a la ventanilla, hasta que Cochabamba se convierte en lágrima de queroseno que llora esta aeronave para enternecer el rostro férreo de la geografía boliviana.

*Texto extraído del libro «Madrid-Cochabamba», de Claudio Ferrufino-Coqueugniot y Pablo Cerezal

sábado, 19 de junio de 2021

liturgia del desorden

... lo inconmensurable:
yo,
la esfera,
amor o el fuego que se comparte,
la Música,
la liturgia del desorden...
Luis Eduardo Aute


Cuando llegues allí, ya estarás allí.
(mujer desconocida al agente Cooper en Twin Peaks)


Quiero hacer contigo lo que la primavera hace con los cerezos en flor, 
cantaba Neruda.

¡Bravo por el poeta!,
por su logro 
y por su imagen, 
y por ese «hacer contigo» que es, al fin, fértil caudal de semilla.

Porque yo, más mundano, 
menos bucólico 
y aún humano, 
quiero hacer contigo lo que un cuchillo al rojo hace con la mantequilla. 






martes, 9 de marzo de 2021

la invención de la libertad

Es una película checa, o algo así, me dijo José. Al menos, a checo me sonó a mí el nombre del director. Creo que José tenía tanto conocimiento como yo de la labor cinematográfica de Krzysztof Kieslowski, pero quedaba bien proponer una película suya, más cuando eras joven, no te gustaba el fútbol, y te hacías el interesante declamando versos de Leopoldo María Panero o tarareando canciones de Tom Waits. Luego descubrirías que Panero y Waits estaban de moda, como Bukowski y Lou Reed, y que para epatar hubiese sido más conveniente mentar a Cendrars y Arvo Pärt, por ejemplo… pero eso es otra historia.

El caso es que acudimos a ver Azul sin ningún tipo de información al respecto. Ni siquiera leímos el documentado folleto que, sobre la película, se dispensaba en las taquillas de los cines Alphaville. Entramos a la sala en el momento en que las luces se apagaban, y la imagen de un automóvil en movimiento, hábilmente tomada desde una de sus ruedas posteriores, nos avisó de que acabábamos de zambullirnos en un viaje sin retorno que no nos dejaría indiferente.

El viaje que Kieslowski regaló a los espectadores con esta delicada delicia cinematográfica, y las otras dos, Tres colores: Blanco y Tres colores: Rojo que completan la trilogía, es sin duda de los más fascinantes que puedan emprenderse frente a la pantalla. Las tres películas, con sus títulos, son metáfora de los colores de la bandera francesa y los conceptos que cada uno ellos desea representar: Libertad, Igualdad, Fraternidad. Una puesta al día de los valores que forjaron el nacimiento de Europa, en ocasiones amarga, en otras reveladora, siempre conmovedora.

Azul, por tanto, es un filme dedicado a la libertad, ese término desvirtuado de tan manoseado por comerciantes, políticos y demás ralea. Y Kieslowski dirige el quirúrgico foco de su prodigiosa cámara hacia el corazón infartado de dolor de una mujer que ha sufrido la muerte, en imprevisto accidente de tráfico, de su hija y su marido. Es en la tragedia vital de esta mujer, Julie, y su posterior lucha por la supervivencia, donde podremos comprender que la libertad nadie nos la regalará si nosotros no luchamos por ella, y que para alcanzarla debemos desencadenarnos de nuestro propio pasado y todo lo que en este habita. Aunque, como se advierte en un momento del metraje, siempre hay que quedarse con algo. Y ese algo bien puede ser una lámpara de cuentas azules.

Kieslowski, partiendo de un planteamiento tan demoledor y abrupto, logra el milagro de emocionarnos e inundar con una marejada de esperanza el patio de butacas. Así lo sentí yo, aquel día, anonadado ante tanta belleza.

Belleza (y subsiguiente e inevitable enamoramiento inmediato) en el rostro de Juliette Binoche, protagonista absoluta que devora los minutos con la mirada más expresiva que uno recuerda haber contemplado en pantalla. ¿Cómo pueden contener tanta delicadeza unas pupilas que reflejan abismos de cicatriz y vacíos de espanto?

Juliette Binoche, cortesía de "la red"

Belleza en cada uno de los delicados planos que nos regala el cineasta, en una puesta en escena prodigiosa y milimétrica que deberían estudiar todos aquellos que aspiren a realizar un cine que no sea producto de consumo urgente.

Belleza en la fotografía magistral de Slawomir Idziak, que logra transformar cada plano en un fresco de inacabables matices en que desearíamos quedarnos a vivir por siempre. El tratamiento de preponderancia que se aplica al color azul no resulta en ningún momento cargante sino, al contrario: sutil, exacto.

Belleza en la banda sonora de Zbigniew Preisner, ese titán de lo sinfónico que somete nuestros sentidos tanto en los sonidos como en los silencios. El Concierto para Europa que dejó inacabado el marido de Julie figura ya entre las más sublimes partituras de los tiempos modernos.

Belleza y lirismo exacerbado en cada uno de los símbolos que se suceden ante la mirada arrebatada del espectador. Azul es, sin duda, una de las películas que mayor número de metáforas contiene en sus imágenes. Pura poesía. Pero de la que merece ese nombre, de esa que te transporta, conmoviendo tus sentidos, a estados emocionales irrepetibles.

Azul, ya digo, es pura Belleza. Y es, además, una película inagotable (que no inabarcable). Por supuesto es, también, metáfora perfecta de esa libertad que, supuestamente, utilizaron las naciones europeas como andamio para erigir este turbio continente que hoy es hogar para los reptiles y frontera para los olvidados, los desposeídos. Si los gobernantes de este continente hubiesen visto Azul, tal vez disfrutaríamos un presente más benévolo, sus habitantes. Y, pensándolo bien, ahora, aunque proclamando que amo esta película no pueda epatar ya ante nadie, comprendo que Azul está más cerca de Cendrars y Arvo Pärt que de Panero y Tom Waits.

Regreso a aquel día, en los Alphaville. Recién salidos del cine, José y yo caminamos sin rumbo fijo. Hicieron falta unos murmullos de coloquio flotando sobre la espuma de las cervezas de un bar cercano para que comenzásemos a intentar explicarnos, el uno al otro, las sensaciones que nos había provocado aquella película que no era checa, no. Kieslowski era polaco. Priesner, su fiel escudero, también. Esta vez sí devoramos el folleto que, acerca de la película, regalaba la sala madrileña. Y después, cómo no, devoramos toda la filmografía de aquel maestro del cine: El decálogo, por supuesto, y La Doble Vida de Verónica. Años después, según se iban estrenando, Blanco y Rojo, que enmarcaban en perfección una trilogía inolvidable, una verdadera obra maestra del séptimo arte.

Por mi parte –obvio- devoré también toda la filmografía de Juliette Binoche. Por mucho que haya podido llegar a aprender de las enseñanzas, respecto a la Libertad, que me son reveladas con cada nuevo visionado de la cinta, he asumido que siempre hay que quedarse con algo. Por eso, imagino, sigo enamorado de la Binoche…