Al hilo de "Madrid-Cochabamba (cartografía del desastre)", obra que tengo la fortuna de compartir con Claudio Ferrufino-Coqueugniot y en la que ambos volvemos a pasear por el lado salvaje, un texto que andaba por ahí, perdido, y que, los autores, coincidiríamos en dedicar al demiurgo de NY. ¡Ah! Al final hay música, cómo no
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Lou Reed, cortesía de "la red" |
Muerta Literatura viva
Languidecían
mis pies y mis pestañas, hace ya casi dos años, al recorrer la Feria del Libro
de Cochabamba. Si bien es cierto que ciertas iniciativas editoriales que
apuestan por el riesgo y la literatura de calidad proporcionaban al evento
cierto brillo del que carecía en campañas anteriores, refulgían en la mayoría
de stands gloriosas glosas de los
parabienes gubernamentales, en dura pugna con adecentadas renovaciones de la
palabra divina. O sea, que poca literatura podía uno encontrar, más allá de
panfletos propagandísticos elucubrados en los hornos de la maquinaria estatal y
esos otros orientados a ganar almas para la causa divina y réditos para sus representantes
terrenales. Propaganda y religión, o viceversa. O lo mismo, o sea.
Afortunadamente, tras hacerme con algún que otro ejemplar de literatura de
verdad, escuché por megafonía que en una de las salas de eventos se presentaba
la nueva obra de un tal Claudio Ferrufino no sé qué, y que tal presentación
corría a cargo de Ramón Rocha Monroy. Fue entonces que recordé unas palabras
del célebre Cronista de la Ciudad de Cochabamba, publicadas en prensa días
antes, elogiando la prosa de Ferrufino como heredera de la del inapelable Henry
Miller. Llegué tarde a la presentación, lo lamento, pero pude adquirir un
ejemplar de Muerta Ciudad Viva.
A
este tipo de eventos literarios (o mercantiles, vaya usted a saber), solía uno
darles el toque de gracia en el bar más cercano, cotejando con compañeros y
amigos la calidad de las obras adquiridas por cada uno de ellos. En Cochabamba
todo es distinto. Mi círculo íntimo no era muy asiduo a las letras, de hecho
lamento decir que poca asiduidad a las letras descubría en la sociedad
cochabambina, si es que no sirven aquéllas para proporcionarse relumbrón en
eventos de mucho postín y poca enjundia. Asimismo, en Cochabamba tampoco puede
uno tomarse unas cañas (cerveza de grifo servida en vaso bajo o estilizada
copa), o un buen vino a precios asequibles, y mucho menos pedir unas tapas para
mantener ocupada la mandíbula mientras el otro habla o expone. En Cochabamba se
bebe, sí. También se come, sí. Pero parece ser que a ambas actividades hay que
dedicar cuerpo, alma, víscera y velocidad, y no es de buen gusto el dilatar la
duración de una velada gastronómica con charlas amenas, chistes baratos, y
abrazos fraternos. En Cochabamba, cuando se bebe, se pelea, y cuando se come,
se devora. No sé si una y otra cosa se relacionan. Pueda ser. Ahora, antes de
que la censura me impida seguir generalizando, insisto en que esto es lo que
hago: generalizar. Y bien sabrá el lector atento que el que generaliza pierde
razón. Dicho esto y sorteando así (espero) la censura, insisto en lo
anteriormente afirmado: en Cochabamba se lee poco. No entiendo, en caso
contrario, el motivo por el que ninguno de aquellos de entre mis conocidos que,
supuestamente, se entregaban al cultivo espiritual, la lectura, la música y demás
artes activas, me había advertido en ningún momento de la existencia de Claudio
Ferrufino-Coqueugniot. Puedo comprenderlo ahora, tal vez. Claudio es literato
incómodo. Claudio no adoctrina desde sus páginas. Claudio no pretende erigirse
en maestro de lectores. Claudio no se pliega a los dictados de los poderes
establecidos. Claudio no ejercita con sus letras ese músculo disfuncional denominado
pensamiento único. Claudio no transcribe conversaciones vía chat. Claudio escribe como debe hacerlo
quien ama la palabra: mimándola, no como lo hace el vendedor de letras, el
recolector de prebendas y aplausos de ida y vuelta. Tal vez ahí parte de su
grandeza. Tal vez ahí parte del descrédito con que se le obvia o ningunea a
menudo.
Pocas
son las ocasiones en que me siento molesto por el deambular de mi gato sobre el
regazo, cuando intento leer. Iniciada la inmersión en Muerta Ciudad Viva, tuve que abrir la puerta de casa para que la
mascota sacase a pasear sus ganas de hembra, pudiendo quedar yo en soledad,
devorando página tras página aquel tratado de pura vida que me mostraba la
ciudad como nunca antes había podido contemplarla. Entre mis manos un festejo
de sístoles delicadas y bruscas diástoles, una verbena de latitudes hembra y altitudes
macho, un largo poema de amor apocalíptico hacia unas calles y los personajes
que las hicieron crecer. Porque las personas no crecen en las ciudades, no, no
lo crean: son éstas las que se desarrollan al ritmo impuesto por sus
pobladores. Pero… ¿para qué extenderme? Baste con repetir el título de esta
cirugía literaria de alta precisión: Muerta
Ciudad Viva.
Abrumado.
Sí, así queda uno tras internarse en la jungla de vértigos verbales que exuda
la pluma de Claudio. Abrumado, repito, consumí jornadas de no desear nada más
que seguir leyendo y sintiendo y viviendo las aventuras de una ciudad en
desarrollo que, desde su mugre de muerte anunciada, erigía los vestigios de
latidos y abrazos ansiosos por poner de nuevo en pie su cartografía de escombro
y hueso. Sólo quería leer, ya digo, seguir leyendo a Claudio. Comenzó, después,
la loca carrera de la desdicha: buscar más obras de su autoría por entre los
estantes de vacío y silencio de las librerías de Cochabamba. Ya lo dije antes:
en Cochabamba no se lee, y fue ardua tarea encontrar el resto de bibliografía
de un autor que era ya, para mí, verdadero Cronista/Poeta de la ciudad. Porque
la crónica legítima de una urbe se edifica en sangre, semen y saliva que nieguen
la prebenda, el elogio o la obviedad aplaudida por los adalides del negocio
urgente y el hoy ya es mañana.
Me
sumergí, pues, en un torrente de prosa desmedida y juguetona en que las leyes
gramaticales dejan patente su necesidad de ser, como el resto de leyes de los
hombres, subvertidas y torturadas. Recordé en no pocas ocasiones el único acierto
de Rocha Monroy: entre mis manos latía la epopeya prosística y vital de un
Henry Miller boliviano. Así es, doy fe. Más después de haber devorado el resto
de obras de Claudio a las que he podido tener acceso (salvo la popularmente
polémica Diario Secreto… digo esto
por si algún lector benévolo dispone de un ejemplar que hacerme llegar). Como
el autor norteamericano, el boliviano toma entre sus manos la propia vida y
comienza a revivirla sobre el papel de la única manera posible: violándola y violentándola,
forzándola, exagerándola hasta que sea más real que la cierta, certificando la
exactitud de la experiencia consumada, reconciliando al lector con eso que
llamamos vida. Ferrufino no escribe, como no lo hacía Miller. Como el autor
norteamericano, Ferrufino escupe, vomita, orina, eyacula sobre la página para
mayor goce del lector inquieto. Y, de paso, descompone la gramática y nos
enseña que se puede adjetivar con nombres y nombrar con adjetivos, recompone la
memoria para recordarnos que es fragmentaria, disloca la naturaleza para
enseñarnos que las personas se cosifican, las cosas se animalizan y los animales
se humanizan, devasta el firmamento literario para bajarlo a la tierra y
mostrarnos el origen divino del hombre, sea este ratero, puto, alcohólico, mendicante
o misionero, da igual, todos caben, hay campo: todos están invitados a este
gran festival de la palabra y la sensación que es la prosa de Claudio
Ferrufino-Coqueugniot, y todos por igual se reflejan en sus páginas como en espejos
valleinclanescos. He leído después que Ferrufino ha cultivado géneros dispares
como la poesía, la novela, la crónica… ¡falso!: Ferrufino no cultiva géneros.
Ferrufino, como Miller, como los grandes, es un género en sí mismo, y su
literatura de flor y puñal germina páginas inmortales.
Coincidieron
los malos hados de la siniestra parca en el juego de ajedrez de los días, por
aquellas fechas, y los noticieros apuñalaron la mañana con la muerte de otro
poeta, otro bardo metropolitano, el trovador de NY. Había fallecido Lou Reed, y
mi teclado supuraba lágrimas que no encontraban desembocadura más viable que la
poco secreta sociedad de las redes sociales. Fue recién rubricada la última
palabra, lanzada la urgente glosa al ciberespacio, que me llegaron las palabras
del propio Claudio congratulándose de las mías, devolviéndome las suyas,
descubriéndome que Lou Reed, ese yonqui de la Belleza, era droga para ambos. El
día que Claudio ensalzó al genio neoyorquino, un servidor hacía lo propio, y
ambos quedamos por siempre hermanados en la pérdida, mascullando la consanguinidad
de un latido común.
Al
poco tiempo, el autor expuso ante mí, en deliciosa autopsia, la grandeza de su
persona, más allá incluso de la de su genio, ofertándome el crear una obra
literaria conjunta. Pueden imaginar el vértigo que invadió a un servidor, al
ser elogiadas sus letras por ese mago altiplánico que decidió exiliarse entre
las nieves y la laboriosidad de una Aurora estadounidense que poco tiene de
amanecer. Claudio reclamaba mi compañía en el desierto milagroso de la
Literatura. Haber rechazado la oferta hubiese sido lo más cauto, pero hay
ofertas que uno no puede rechazar, especialmente si vienen de este Padrino de
las letras. Despacio, sin prisa pero sin pausa, disfrutando cada instante,
comenzamos a revivir la historia de dos ciudades muertas: Cochabamba, la cuna
de su talento, y Madrid, la madre de mis desgracias. Y durante meses gozamos del
proceso creativo, del ir y venir de misivas que cruzaban millas, valles y
cordilleras con su aleteo inconsciente de tipografía sensorial, de una amistad insólita
en los tiempos que corren, cimentada en la admiración sincera y el cariño
incuestionable.
Madrid-Cochabamba
(Cartografía del desastre)
ya está en marcha. Ya revolotean sus páginas por los calles de Bolivia. En breve
lo harán por la España, esta hermana autoritaria que le salió al país aymara. Un
servidor ejerce, en sus páginas, de humilde escriba, de pretendido cronista de
épocas, daños, alegrías y espantos. Claudio Ferrufino-Coqueugniot regresa a las
calles de la urbe que mejor conoce y mejor le conoce, para ofrecernos otro
fresco, de dimensiones ciclópeas, de la energía que pulula las alcantarillas y
los adoquines de una Cochabamba que subsiste, no lo olviden, porque sus
habitantes le insuflan el soplo vital adecuado. Él se encarga, con sus letras,
de arrebatar al olvido dichas vidas.
Que
en Cochabamba no se lee, es sólo una generalización que pretende sacudir la
flojera de sus habitantes. Pero es certeza inapelable que a Cochabamba,
afortunadamente, se la puede leer, gracias a la prosa de látigo y caricia de un
tal Claudio Ferrufino-Coqueugniot. Créanme.