jueves, 7 de septiembre de 2023

el camino del exceso

Traigo el verbo y el exceso, la obsesión por el agua en lo más recóndito del más olvidado desierto. No he visto aún, ni pretendo, el palacio de la sabiduría. Discúlpame William Blake, pero sigo a pies juntillas tus consejos. Te escuché bramar que quien desea pero no actúa, cría la peste. Por eso, heme aquí, con una nervadura tallada a escoplo, vertiente de todos los torrentes, y una dioptría feroz en que se despiezan los engranajes de la belleza.

El cielo está dentro de uno, cantaba Atahualpa, y está el infierno también, mientras recorría los cerros como fauces del altiplano y, en sueños, me desayunaba anchoas del Cantábrico. También chile poblano, para ensordecer el desánimo. Una estaca en la mochila para cuando el vampiro me arremetía y sólo ansiaba hincarte caninos ebrios de melodías que anoche cantabas antes de hacerte una con el bulto que en el túmulo te advierte, para que lo ignores, que la muerte será el final. Eso cantaban, también, ebrios de pisco y chelas, allende el presente, por aquellas tierras. La sombra era yo.

Traigo el reloj de arena volcado y deflagraciones de dados. Siempre pierdo y no sé nunca lo que gano, más allá de seguir amancebando los pies a esta tierra que también me sostenía cuando, latina, me frotaba el vicio y el daño en un canto de suburbio desentrañado por mis botas de siete leguas. Gulliver incauto. Pies pequeños, pecho escueto y un artilugio envenenado abriéndome las puertas del paraíso entre las acequias en que te vertías como salida de un sueño de mayo.

Llévame al corazón, susurraba no sé quién emulando al Flaco Jiménez. Y todo eran acordeones robados a la dueña del boliche de la esquina. En las esquinas de mi piel, tus versos. Y a tus pies mis labios reinventándote las uñas. Pero mi memoria se hacía mirada ladina, nada judía, Leonard Cohen nunca fue culpable de cómo aprendí a amarte. Tu nariz lo es todo menos hebrea, y sabe afilar cuchillos entre los labios. Y otra copa, otro orgasmo, otro garfio. Y de aquellos lodos estos barros que me cubren cada noche, más muerto que en el mar aquel en que flotan los turistas que quieren sentirse modernos a pesar de chapotear la más antigua cochiquera de este reino que no es de ningún dios si nunca será nuestro.

Traigo las manos gastadas de caricias mal dichas, y los labios agrietados de cierzos como misiles de la guerra fría, o como sopas de mendigo a las cuatro y cuarto de la madrugada, cuando despachan descargo de culpas los voluntarios de la nada. Me despierta un aullido, y es mi sangre. O es tu piel. Recupero el sueño como antídoto para la picadura de esa sierpe que me invita, cada noche, a desaparecer. Que me lleve la tristeza... y todo lo que sigue, cantaban a horas que conocí y a las que logré sobrevivir. 

Y en el último trago nos vamos, José Alfredo, pero enciende una vela, que lo lloraba mejor Chavela. Y yo traigo la gana siempre inacabada de acabarlo.







2 comentarios:

  1. “Me despierta un aullido, y es mi sangre. O es tu piel”. Me encanta. Maravilla de texto.

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te escucho...