martes, 8 de enero de 2013

el criminal regresa al lugar del crimen

No ha pasado mucho tiempo desde que inauguré con una semblanza de David Bowie, ese alienígena, lo que prometía ser sección imprescindible de una revista imprescindible de nombre Achtung! Lamentablemente he de repetirme insistiendo en que corren malos tiempos para la lírica. La revista no tiene el éxito que merece...allá aquellos que prestan oídos sordos a la grata lectura del buen periodismo!

Y es hoy, un día después del 66 cumpleaños del extraterrestre en cuestión, tras conocer la grata noticia de su glorioso regreso a la música, que decido incluir en esta bitácora dicha semblanza. Afortunadamente, Bowie, de nuevo ha traicionado sus propias convicciones y ha vapuleado su imagen de aristócrata francés.

Advierto: es texto largo. Aconsejo, como siempre, si no leerlo, si al menos llegar al final del mismo donde, como es habitual, espera lo mejor: el video con la nueva canción del Maestro...que ustedes lo disfruten!

**********

DAVID BOWIE, ESPÍRITU FRANCÉS

Fue mediado el siglo XVIII cuando se instauró, entre las personas de la alta sociedad francesa, la costumbre de retirarse de un lugar de reunión sin salutación alguna, sin despedirse. Tales extremos de corrección alcanzó la impostada despedida que pasó a considerarse de mal tono el marcharse diciendo “adiós” (más bien adieu, hablamos de Francia). Se permitía al que iba a ausentarse hacer aspaviento que pudiese iluminar el motivo de su partida, tal que mirar el reloj, por ejemplo, pero bajo ningún concepto hacer pública una normal despedida.

Hace ya unos años que David Robert Jones, más conocido como David Bowie, dejó la escena musical como si de uno de esos aristócratas franceses se tratase, sin ni siquiera mirar el reloj. Quizás haya dado otras señas y no las hayamos percibido. Quizás sólo asume un nuevo álter ego, uno más de los muchos que ya ha llevado a escena.

Ha sido la carrera de Bowie, efectivamente, una diabólica sucesión de transformaciones y metamorfosis, en cada una de las cuales ha querido, el artista británico, asumir un nuevo nombre, una nueva máscara tras la que poder ocultar su verdadera personalidad. 

Ya desde joven, tras haberse iniciado en el mundillo rockero de los años ’60 del pasado siglo colaborando, al saxo, con diversos grupos de blues, quiso el artista sufrir su primera transformación. Abandonó bandas y nombre, en busca de una fama que aún se le resistiría un par de años. Para evitar equívocos y posibles comparaciones con un grupo de cierta fama por aquellos tiempos, Davy Jones & The Monkees, adoptó el nombre de David Bowie, en honor al cuchillo que popularizó el mercenario estadounidense Jim Bowie, y ya nunca más volvió a utilizar el apellido con que sus padres le hubieron bautizado.

Como forzado por el cambio de apelativo, se sumergió Bowie en una disciplinada alteración de los sonidos típicos de la época hasta dar a luz a Space Oddity, una épica canción en la que narra cómo el Mayor Tom pretende comunicarse con la Tierra desde algún punto inconcreto del espacio exterior en que la nave que tripula ha quedado varado, suponemos, para siempre. La canción fue lanzada a las ondas radiofónicas en 1969, cinco días antes de que despegase el Apolo XI y se cambiase, para siempre, el transcurso de la civilización occidental con la llegada del hombre a la Luna. La supuesta coincidencia sirvió para que Bowie comenzase a jugar con la mitomanía del público, presentándose ante las cámaras como un ser andrógino llegado de algún lejano e ignoto planeta.

A partir de entonces nada sería igual en el mundo de la cultura popular. Bowie no se limitó a copiar las burdas hechuras musicales y de guardarropía del glam rock, como algunos aseguran. Él dio un paso al frente para situarse en vanguardia de todos aquellos músicos que pretendían desechar del orbe rockero la imagen macho del cantante aguerrido y castigador. Se atavió con largos vestidos de mujer y empleó a fondo su voz de falsete, pero sin olvidar los timbres graves con que la naturaleza le había dotado. Podemos afirmar que fue Bowie y sólo Bowie quien trajo la moda al rock. Podemos afirmar que fue Bowie y sólo Bowie quien llevó al paroxismo la identificación de los fans con su estrella predilecta. Él encarnaba todas las necesidades de autoafirmación de una juventud desorientada en sus roles sociales, políticos, religiosos y, sobre todo, sexuales.

Durante este tiempo, amén de en una virtuosa estrella de rock, se erigió en artífice de tres discos imprescindibles para todo aquel que desee comprender la evolución del rock’n’roll: Space Oddity ó la psicodelia adiestrada, The man who sold the world ó el hard rock bisexual, Hunky Dory ó el pop experimental de laboratorio.

Suficiente para cambiar y diversificar, para siempre, los caminos que la historia de la música popular deberían recorrer en las siguientes décadas. Y suficiente para que el músico acabase hastiado de su propia creación y decidiese tomar un nuevo rumbo y asumir una nueva personalidad.

Ziggy Stardust. Con una imagen inspirada a partes desiguales por las drag queens de la Factory de Warhol, los actores del teatro kabuki japonés y los desquiciados drugos de La Naranja Mecánica, Bowie se presenta ante el público como un extraterrestre bisexual llegado a la Tierra para salvarla de la destrucción a que está abocada. Para ello se transforma en una especie de profeta rockero.
1972 fue el año en que el público asistió atónito a la eclosión de The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars, uno de los discos conceptuales más aclamados de la historia del rock. No contento con la amalgama de guitarras afiladas y sensuales cambios de ritmo con que aderezó su nuevo artefacto sónico, Bowie decidió sacar a pasear por medio mundo a su nueva criatura, en un espectáculo deudor de las sesiones cabareteras del Berlín de entreguerras pero que también anticipa toda la pirotecnia y fantasía del futuro stadium rock.

Pero, siguiendo al dedillo la historia que el conceptual álbum relata, Bowie dió ceremonioso entierro a Ziggy el 3 de julio de 1973, en un concierto que convertiría en filme para la posteridad el director D.A.Pennebaker. El responso final del mesías alienígena del rock respondía en realidad al fin de gira de presentación del álbum Aladdin Sane. Consiguió en aquella época el genial músico poner en pie, a la par, a dos de sus álter egos: Ziggy Stardust, la pansexual estrella de rock, y Aladdin Sane (juego de palabras a partir de “a lad insane”: “un muchacho loco”), un prototípico ejemplar de músico del porvenir. Un porvenir, que ya ha llegado, en que las armonías de raíces rhythm’n’blues fecundan plácidamente con las vanguardias melódicas más extremas, desde el free jazz al avant garde futurista. De esta manera moría Ziggy pero permanecía Aladdin, que se despediría con un exquisito álbum de versiones en que el artista rendía sentido homenaje a sus ídolos musicales de los ’60, desde los Pink Floyd de Syd Barret, hasta los Kinks de Ray Davies, haciendo una discreta pero sobrecogedora pausa en la desgarrada voz de Jacques Brel y su Amsterdam, primera y discreta muestra, quizás, del espíritu francés del músico británico, aunque en esta ocasión escogiese a un cantante belga. Lamentablemente, esta deliciosa versión sólo se publicó años después, como pista adicional no incluida en el LP original.

Revestido ya de la suficiente popularidad, Bowie se instala en los Estados Unidos, instalando a su vez, allí, su cohorte de paranoicos seguidores/imitadores. La deriva musical que toma en aquellos tiempos le conduce por los senderos del funk y el soul, quizás en premeditado agradecimiento a los ritmos que con más fuerza golpeaban las listas de éxitos de la música norteamericana. Retomando sus visiones apocalípticas, Bowie da a luz, al épico 1984, pretendida banda sonora de la obra literaria homónima de George Orwell. Anclado en una fangosa adicción a la cocaína, el músico continúa su deriva hacia las músicas negras con Young Americans, en 1975, y la culmina al año siguiente con Station to Station, álbum en que da un nuevo giro a las bases tradicionales utilizadas en los ritmos más obvios para aderezar, en esta ocasión, el soul con sonidos tecnológicos cercanos al krautrock. Consigue pues, nuevamente, subvertir las normas no escritas de la música rock y se viste los ropajes de un nuevo álter ego, El Delgado Duque Blanco: un nuevo ser alienígena, inspirado en esta ocasión por la película de Nicholas Roeg que él mismo interpretó: El hombre que vino de las estrellas. La gélida y elegante presencia de este flamante extraterrestre se agranda, contradictoriamente, con la cadavérica estampa de un Bowie consumido por la adicción a la cocaína. Asistimos también a una eclosión de las mejores cualidades vocales de un artista que comienza a tomar distancia respecto a las estridencias del falsete que le había ganado tantos acérrimos seguidores. Madura la voz grave y profunda del maestro en un extraño momento. Época de paranoia la del Delgado Duque Blanco, un personaje desquiciado que coquetea con la mitología nazi y con las más duras de las drogas que mordisqueaban a la juventud de la época. Pero cabecilla también, sin saberlo, de una marea juvenil que arrasaría el orbe: el punk.

Su regreso a Europa, almidonado por los efectos de los narcóticos, le lleva a unirse en Santa Compaña a un alucinado Iggy Pop, al que produce los mejores de sus álbumes durante aquella época. Pero también se une a un visionario Brian Eno con el que, mano a mano e influenciado por los años que viviría en el barrio de Schöneberg, en el Berlín occidental, dará vida a una de las trilogías musicales más rompedoras y reveladoras de la historia de la música rock, formada por los álbumes Low, Heroes y Lodger. La experimentación en estos tres discos es total y Bowie arriesga hasta el punto de tener que batallar con la oposición de su discográfica a que sus nuevas “criaturas” vean la luz. Sus iluminados desvaríos musicales en la Berlin Trilogy van desde la utilización de abstractos pasajes sonoros en que la letra es aleatoria a ensortijados extractos armónicos basados en escalas musicales importadas de Oriente, pasando por la experimentación con el ruido blanco en que la densidad de todo espectro sónico adquiere la misma potencia. Nuevamente Bowie se coloca en vanguardia de las tendencias que habrían de invadir las ondas radiofónicas en el futuro inmediato, y se viste en este caso los ropajes de un nuevo álter ego, el Lodger o “inquilino”, un sin hogar demente víctima de las dictatoriales reglas que la tecnología impone en aquellos años de ruptura y avance social. En el corazón de todo amante de la música queda ya, por siempre, Heroes, ese himno atemporal.

Con firmeza pero sin estridencias, Bowie comienza a inocular, en su música, la preeminencia de la guitarra, tamizada aún por los sonidos del sintetizador, para recuperar a su Mayor Tom, en el álbum de 1980 Scary Monsters. Encontramos ahora a un Mayor Tom regresado a la Tierra, tras años de vagabundeo estelar, y convertido en un yonqui maltrecho y moribundo.

Como desconcertante podemos calificar la deriva musical que le llevó, en los ’80, a coquetear sin ningún rubor con los vacíos ritmos discotequeros que invadían las pistas de baile y abultaban los bolsillos de productores que germinaban éxitos flor de un día como el que fabrica galletitas repletas de productos tóxicos decoradas con la sonrisa juvenil de un héroe de dibujo animado. Bowie había descubierto sus muy otras inquietudes artísticas: el cine, la pintura, el diseño, y se entregaba a ellas convirtiendo su música en una mecánica máquina de hacer dinero. Pasó del pop más hueco al heavy metal más cazurro sin ningún tipo de rubor, para instalarse de nuevo en la música electrónica, en esta ocasión al amparo de la ola de estridentes ritmos industriales que arrasaba el mundo a principios de los ’90. Podemos salvar, de esa década ruinosa en lo musical, la permanencia en las letras de sus canciones de esos conceptos filosóficos y cuajados de referencias literarias que tanta fama le habían dado. Afortunadamente, la alquimia de Brian Eno vino a situarle de nuevo en la vanguardia del sonido al producirle éste el álbum Outside, en 1995, gérmen abortado de una nueva trilogía musical en que, a modo de ópera rock, se habrían de narrar los crímenes de un artista asesino. Dos años después nos regala Earthling, un agresivo y barroco álbum impregnado en paisajes sonoros cuya base musical es el drum’n’bass.


Se arrastra el músico ya, más que deslizarse, en el nuevo siglo, decorándolo con algún que otro pespunte creativo, como aquel Heathen del 2002, postrera seña visible de su genio, antes de escupir su último álbum de estudio hasta la fecha, un clasicista Reality que sólo da pie a la consiguiente gira, la última en la que los humanos tienen la fortuna de poder ver en directo al alienígena más controvertido y creativo que jamás haya pisado el planeta Tierra.

Después…la despedida que nunca se materializa y, como broma final, su colaboración con la actriz Scarlett Johansson en un vergonzoso álbum de versiones de Tom Waits. No culparemos al maestro. Quizás sólo está avanzando alguna nueva tendencia que nos negamos a admitir, como cuando a finales de 1977 acompañó, a la voz, a Bing Crosby en una versión imposible del navideño Little Drummer Boy que, cinco años después, se convertiría en éxito de ventas y recuperaría al avejentado cantor de Las Vegas como prototipo de un sonido que nunca debió desaparecer. Claro, que la Johansonn no es Bing Crosby pero…quién sabe.

Ahora, sólo nos queda esperar que Bowie regrese, aunque sólo sea por ponerle nombre a ese aristócrata francés que ha dejado la escena musical sin despedirse como es debido.

(todas las fotos de David Bowie incluidas en este artículo son cortesía de "la red")

**********

1 comentario:

te escucho...