No ha pasado mucho tiempo desde que inauguré con una semblanza de David Bowie, ese alienígena, lo que prometía ser sección imprescindible de una revista imprescindible de nombre Achtung! Lamentablemente he de repetirme insistiendo en que corren malos tiempos para la lírica. La revista no tiene el éxito que merece...allá aquellos que prestan oídos sordos a la grata lectura del buen periodismo!
Y es hoy, un día después del 66 cumpleaños del extraterrestre en cuestión, tras conocer la grata noticia de su glorioso regreso a la música, que decido incluir en esta bitácora dicha semblanza. Afortunadamente, Bowie, de nuevo ha traicionado sus propias convicciones y ha vapuleado su imagen de aristócrata francés.
Advierto: es texto largo. Aconsejo, como siempre, si no leerlo, si al menos llegar al final del mismo donde, como es habitual, espera lo mejor: el video con la nueva canción del Maestro...que ustedes lo disfruten!
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DAVID BOWIE, ESPÍRITU FRANCÉS
Fue mediado el siglo
XVIII cuando se instauró, entre las personas de la alta sociedad
francesa, la costumbre de retirarse de un lugar de reunión sin
salutación alguna, sin despedirse. Tales extremos de corrección
alcanzó la impostada despedida que pasó a considerarse de mal tono
el marcharse diciendo “adiós” (más bien adieu, hablamos de
Francia). Se permitía al que iba a ausentarse hacer aspaviento que
pudiese iluminar el motivo de su partida, tal que mirar el reloj, por
ejemplo, pero bajo ningún concepto hacer pública una normal
despedida.
Hace ya unos años que
David Robert Jones, más conocido como David Bowie,
dejó la escena musical como si de uno de esos aristócratas
franceses se tratase, sin ni siquiera mirar el reloj. Quizás haya
dado otras señas y no las hayamos percibido. Quizás sólo asume un
nuevo álter ego, uno más de los muchos que ya ha llevado a escena.
Ha sido la carrera de
Bowie, efectivamente, una diabólica sucesión de transformaciones y
metamorfosis, en cada una de las cuales ha querido, el artista
británico, asumir un nuevo nombre, una nueva máscara tras la que
poder ocultar su verdadera personalidad.
Ya desde joven, tras
haberse iniciado en el mundillo rockero de los años ’60 del pasado
siglo colaborando, al saxo, con diversos grupos de blues, quiso el
artista sufrir su primera transformación. Abandonó bandas y nombre,
en busca de una fama que aún se le resistiría un par de años. Para
evitar equívocos y posibles comparaciones con un grupo de cierta
fama por aquellos tiempos, Davy Jones & The Monkees,
adoptó el nombre de David Bowie, en honor al cuchillo que popularizó
el mercenario estadounidense Jim Bowie, y ya nunca más volvió
a utilizar el apellido con que sus padres le hubieron bautizado.
Como forzado por el
cambio de apelativo, se sumergió Bowie en una disciplinada
alteración de los sonidos típicos de la época hasta dar a luz a
Space Oddity, una épica canción en la que narra cómo el
Mayor Tom pretende comunicarse con la Tierra desde algún
punto inconcreto del espacio exterior en que la nave que tripula ha
quedado varado, suponemos, para siempre. La canción fue lanzada a
las ondas radiofónicas en 1969, cinco días antes de que despegase
el Apolo XI y se cambiase, para siempre, el transcurso de la
civilización occidental con la llegada del hombre a la Luna. La
supuesta coincidencia sirvió para que Bowie comenzase a jugar con la
mitomanía del público, presentándose ante las cámaras como un ser
andrógino llegado de algún lejano e ignoto planeta.
A partir de entonces nada
sería igual en el mundo de la cultura popular. Bowie no se limitó a
copiar las burdas hechuras musicales y de guardarropía del glam
rock, como algunos aseguran. Él dio un paso al frente para situarse
en vanguardia de todos aquellos músicos que pretendían desechar del
orbe rockero la imagen macho del cantante aguerrido y castigador. Se
atavió con largos vestidos de mujer y empleó a fondo su voz de
falsete, pero sin olvidar los timbres graves con que la naturaleza le
había dotado. Podemos afirmar que fue Bowie y sólo Bowie quien
trajo la moda al rock. Podemos afirmar que fue Bowie y sólo Bowie
quien llevó al paroxismo la identificación de los fans con su
estrella predilecta. Él encarnaba todas las necesidades de
autoafirmación de una juventud desorientada en sus roles sociales,
políticos, religiosos y, sobre todo, sexuales.
Durante este tiempo, amén
de en una virtuosa estrella de rock, se erigió en artífice de tres
discos imprescindibles para todo aquel que desee comprender la
evolución del rock’n’roll: Space Oddity ó la psicodelia
adiestrada, The man who sold the world ó el hard rock
bisexual, Hunky Dory ó el pop experimental de laboratorio.
Suficiente para cambiar y
diversificar, para siempre, los caminos que la historia de la música
popular deberían recorrer en las siguientes décadas. Y suficiente
para que el músico acabase hastiado de su propia creación y
decidiese tomar un nuevo rumbo y asumir una nueva personalidad.
Ziggy Stardust.
Con una imagen inspirada a partes desiguales por las drag queens de
la Factory de Warhol, los actores del teatro kabuki japonés y
los desquiciados drugos de La Naranja Mecánica, Bowie se
presenta ante el público como un extraterrestre bisexual llegado a
la Tierra para salvarla de la destrucción a que está abocada. Para
ello se transforma en una especie de profeta rockero.
1972 fue el año en que
el público asistió atónito a la eclosión de The Rise and Fall
of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars, uno de los
discos conceptuales más aclamados de la historia del rock. No
contento con la amalgama de guitarras afiladas y sensuales cambios de
ritmo con que aderezó su nuevo artefacto sónico, Bowie decidió
sacar a pasear por medio mundo a su nueva criatura, en un espectáculo
deudor de las sesiones cabareteras del Berlín de entreguerras pero
que también anticipa toda la pirotecnia y fantasía del futuro
stadium rock.
Pero, siguiendo al
dedillo la historia que el conceptual álbum relata, Bowie dió
ceremonioso entierro a Ziggy el 3 de julio de 1973, en un concierto
que convertiría en filme para la posteridad el director
D.A.Pennebaker. El responso final del mesías alienígena del
rock respondía en realidad al fin de gira de presentación del álbum
Aladdin Sane. Consiguió en aquella época el genial músico
poner en pie, a la par, a dos de sus álter egos: Ziggy Stardust, la
pansexual estrella de rock, y Aladdin Sane (juego de palabras
a partir de “a lad insane”: “un muchacho loco”), un
prototípico ejemplar de músico del porvenir. Un porvenir, que ya ha
llegado, en que las armonías de raíces rhythm’n’blues fecundan
plácidamente con las vanguardias melódicas más extremas, desde el
free jazz al avant garde futurista. De esta manera moría Ziggy pero
permanecía Aladdin, que se despediría con un exquisito álbum de
versiones en que el artista rendía sentido homenaje a sus ídolos
musicales de los ’60, desde los Pink Floyd de Syd Barret,
hasta los Kinks de Ray Davies, haciendo una discreta
pero sobrecogedora pausa en la desgarrada voz de Jacques Brel
y su Amsterdam, primera y discreta muestra, quizás, del
espíritu francés del músico británico, aunque en esta ocasión
escogiese a un cantante belga. Lamentablemente, esta deliciosa
versión sólo se publicó años después, como pista adicional no
incluida en el LP original.
Revestido ya de la
suficiente popularidad, Bowie se instala en los Estados Unidos,
instalando a su vez, allí, su cohorte de paranoicos
seguidores/imitadores. La deriva musical que toma en aquellos tiempos
le conduce por los senderos del funk y el soul, quizás en
premeditado agradecimiento a los ritmos que con más fuerza golpeaban
las listas de éxitos de la música norteamericana. Retomando sus
visiones apocalípticas, Bowie da a luz, al épico 1984,
pretendida banda sonora de la obra literaria homónima de George
Orwell. Anclado en una fangosa adicción a la cocaína, el músico
continúa su deriva hacia las músicas negras con Young Americans,
en 1975, y la culmina al año siguiente con Station to Station,
álbum en que da un nuevo giro a las bases tradicionales utilizadas
en los ritmos más obvios para aderezar, en esta ocasión, el soul
con sonidos tecnológicos cercanos al krautrock. Consigue pues,
nuevamente, subvertir las normas no escritas de la música rock y se
viste los ropajes de un nuevo álter ego, El Delgado Duque Blanco:
un nuevo ser alienígena, inspirado en esta ocasión por la película
de Nicholas Roeg que él mismo interpretó: El hombre que
vino de las estrellas. La gélida y elegante presencia de este
flamante extraterrestre se agranda, contradictoriamente, con la
cadavérica estampa de un Bowie consumido por la adicción a la
cocaína. Asistimos también a una eclosión de las mejores
cualidades vocales de un artista que comienza a tomar distancia
respecto a las estridencias del falsete que le había ganado tantos
acérrimos seguidores. Madura la voz grave y profunda del maestro en
un extraño momento. Época de paranoia la del Delgado Duque Blanco,
un personaje desquiciado que coquetea con la mitología nazi y con
las más duras de las drogas que mordisqueaban a la juventud de la
época. Pero cabecilla también, sin saberlo, de una marea juvenil
que arrasaría el orbe: el punk.
Su regreso a Europa,
almidonado por los efectos de los narcóticos, le lleva a unirse en
Santa Compaña a un alucinado Iggy Pop, al que produce
los mejores de sus álbumes durante aquella época. Pero también se
une a un visionario Brian Eno con el que, mano a mano e
influenciado por los años que viviría en el barrio de Schöneberg,
en el Berlín occidental, dará vida a una de las trilogías
musicales más rompedoras y reveladoras de la historia de la música
rock, formada por los álbumes Low, Heroes y Lodger.
La experimentación en estos tres discos es total y Bowie arriesga
hasta el punto de tener que batallar con la oposición de su
discográfica a que sus nuevas “criaturas” vean la luz. Sus
iluminados desvaríos musicales en la Berlin Trilogy van desde
la utilización de abstractos pasajes sonoros en que la letra es
aleatoria a ensortijados extractos armónicos basados en escalas
musicales importadas de Oriente, pasando por la experimentación con
el ruido blanco en que la densidad de todo espectro sónico
adquiere la misma potencia. Nuevamente Bowie se coloca en vanguardia
de las tendencias que habrían de invadir las ondas radiofónicas en
el futuro inmediato, y se viste en este caso los ropajes de un nuevo
álter ego, el Lodger o “inquilino”, un sin hogar demente
víctima de las dictatoriales reglas que la tecnología impone en
aquellos años de ruptura y avance social. En el corazón de todo
amante de la música queda ya, por siempre, Heroes,
ese himno atemporal.
Con firmeza pero sin
estridencias, Bowie comienza a inocular, en su música, la
preeminencia de la guitarra, tamizada aún por los sonidos del
sintetizador, para recuperar a su Mayor Tom, en el álbum de 1980
Scary Monsters. Encontramos ahora a un Mayor Tom regresado a
la Tierra, tras años de vagabundeo estelar, y convertido en un
yonqui maltrecho y moribundo.
Como desconcertante
podemos calificar la deriva musical que le llevó, en los ’80, a
coquetear sin ningún rubor con los vacíos ritmos discotequeros que
invadían las pistas de baile y abultaban los bolsillos de
productores que germinaban éxitos flor de un día como el que
fabrica galletitas repletas de productos tóxicos decoradas con la
sonrisa juvenil de un héroe de dibujo animado. Bowie había
descubierto sus muy otras inquietudes artísticas: el cine, la
pintura, el diseño, y se entregaba a ellas convirtiendo su música
en una mecánica máquina de hacer dinero. Pasó del pop más hueco
al heavy metal más cazurro sin ningún tipo de rubor, para
instalarse de nuevo en la música electrónica, en esta ocasión al
amparo de la ola de estridentes ritmos industriales que arrasaba el
mundo a principios de los ’90. Podemos salvar, de esa década
ruinosa en lo musical, la permanencia en las letras de sus canciones
de esos conceptos filosóficos y cuajados de referencias literarias
que tanta fama le habían dado. Afortunadamente, la alquimia de Brian
Eno vino a situarle de nuevo en la vanguardia del sonido al
producirle éste el álbum Outside, en 1995, gérmen abortado
de una nueva trilogía musical en que, a modo de ópera rock, se
habrían de narrar los crímenes de un artista asesino. Dos años
después nos regala Earthling, un agresivo y barroco álbum
impregnado en paisajes sonoros cuya base musical es el drum’n’bass.
Se arrastra el músico
ya, más que deslizarse, en el nuevo siglo, decorándolo con algún
que otro pespunte creativo, como aquel Heathen del 2002,
postrera seña visible de su genio, antes de escupir su último álbum
de estudio hasta la fecha, un clasicista Reality que sólo da
pie a la consiguiente gira, la última en la que los humanos tienen
la fortuna de poder ver en directo al alienígena más controvertido
y creativo que jamás haya pisado el planeta Tierra.
Después…la despedida
que nunca se materializa y, como broma final, su colaboración con la
actriz Scarlett Johansson en un vergonzoso álbum de versiones
de Tom Waits. No culparemos al maestro. Quizás sólo está
avanzando alguna nueva tendencia que nos negamos a admitir, como
cuando a finales de 1977 acompañó, a la voz, a Bing Crosby
en una versión imposible del navideño Little Drummer Boy
que, cinco años después, se convertiría en éxito de ventas y
recuperaría al avejentado cantor de Las Vegas como prototipo de un
sonido que nunca debió desaparecer. Claro, que la Johansonn no es
Bing Crosby pero…quién sabe.
Ahora, sólo nos queda
esperar que Bowie regrese, aunque sólo sea por ponerle nombre a ese
aristócrata francés que ha dejado la escena musical sin despedirse
como es debido.
(todas las fotos de David Bowie incluidas en este artículo son cortesía de "la red")
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Ah que tipo interesante y fascinante! buen blog, un abrazo,
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