Es uruguayo, de verdad, de los que enarbolan las carencias de su tierra para mejor amarla y comprenderla. No alardea de gastronomías ni paisajes ni efímeras glorias de esas que enorgullecen el vacuo sentido de la realidad de tantos habitantes del Planeta. Comprende que, tras los evanescentes tules de la observación y comprensión de los propios defectos se oculta el gérmen del amor y el aprecio. Amar la propia tierra es comprender su imperfección, es algo que aprendí a la par que asimilaba los defectos del amor o, más bien, las milagrosas imperfecciones de la mujer, la única patria de la que desearía yo exhibir documento de identidad.
La mujer, digo, su desaire de tabaco a medio consumir al amparo de las noches excesivas, su ternura de flor quebrada por las contrariedades de la razón, su incandescente abrevadero de deseos a medio hornear y, cómo no, el sinuoso vértigo que imprime el regato de sudor a su vientre, cuando el amor. La mujer, esa irregular vasija que contiene los ingredientes necesarios para cocinar un milagro, sólo hay que saber utilizar bien las medidas para no tornar cataclismo el prodigio.
Al igual que en el amor hacia la mujer, pues, en la exaltación de la propia patria, si es que tal contradicción anticientífica puede tener algún sentido.
Él no precisa más compañía que la de su mate. Haga lo que haga, vaya donde vaya, su termo de hierbas como algas y su mate de madera de porongo hece nido en el fondo de su bolso o bajo el ala de cuervo dócil de su axila y, cuando lo extrae para verter un nuevo torrente de efervescencia liviana, parece descerrajar un disparo sobre el cerrojo que mantiene cerrada la Caja de Pandora. Es entonces que su voz de trueno tímido comienza a exaltar los mútiples beneficios de la hierba mate, a ser posible de origen uruguayo, no argentino, sin palo, sólo pura hierba, uruguaaaashhho por favoooor. Ahí es cuando decide equivocar sus recuerdos y relatar cómo en España le discriminaban por ir siempre a todo lado con su mate a cuestas, y olvida que el consumo del mismo, en su país de origen,está prohibido en el transporte público, por ejemplo. También le miran mal aquí, en Bolivia, asegura. Lo lamento, no puedo pronunciarme al respecto.
Pero hablar del mate le incita al monólogo suicida y es cuando arrecia el vendaval de vocablos y filigranas vocales que no alcanzo a comprender pero me embriaga con su sonoridad de perro de presa amable. Sube y baja en un tiovivo de altisonancia compasiva el licor añejo de su voz mientras relata las bondades de su tierra sin dejar de remarcar, a cada supuesto fin de frase, lo poco que aquella posee. Uruguay no tiene nada, insiste, para embarcarse al momento en una enfebrecida travesía de alabanzas hacia esas teóricas "nadas". De ahí el amor, ya digo, al comprender que aunque nada destacable habite en el Urugay todo en él es sustancial y provechoso. Cuenta que incluso el presidente del gobierno de su país no habita en ningún custodiado palacio ni presidencial mansión, sino entre las rústicas paredes de adobe y ladrillo del hogar campestre que le vió nacer. Y él encuentra en eso todo un nuevo ramillete de apreciables atributos que se empantanan en su garganta pretendiendo germinar palabras y frases que me cuesta entender pero cuya melodiosidad sinceramente aprecio.
Parece ser propio del Uruguay, el Paraguay y la Argentina ese remoloneo de gato linguístico con que sus nacionales juguetean a la hora de la charla y el mate. Imagino que la citada hierba, amamantada por orillas de saliva a las orillas del Paraná, el Uruguay, el Paraguay (haced memoria, recuperad las clases de Geografía al borde de pupitres dormidos y bostezos abortados), tiene mucho que ver en ese idioma de palabras, expresiones, vocales inflexiones comunes y sí, cuando el discurso carece de orgullo se torna sencillamente delicioso. Aunque no lo entendamos, qué importa eso, ¿no es acaso el idioma la arquitectura invertebrada e insigne de los pueblos?
Igual cuando el recipiente tartamudo de mis oídos recibe el vino fresco de la voz de Andrés Calamaro, ensimismada en su excesivo apetito de expresividad y melodía. El cantante argentino ha destacado siempre por la visceralidad inacabable de sus composiciones, siempre paseando el filo de esa navaja que rebana la realidad para dividirla en sus dos mitades naturales: esplendor y bufonada. Siempre he defendido que si alguna voz española equipara a la del gran Bob Dylan (con menos drogas de por medio, cierto), en su torrencial aguacero de versos y leyendas, ésa es la de Andrés Calamaro. Y disculpen, al decir "española" no hago referencia a la patria de la que tanto despotrico y, por otra parte, tanto amo, como hace mi amigo el uruguayo, como hace el bardo argentino que incluso se atreve a reunir a los ciudadanos de esa otra tierra de mate y silencio que es Paraguay en una joya musical que, por lo poco que alcanzo a comprender, glosa las desventuras de un grupo de presos en el interior de alguna penitenciaría anclada a la noche de no se sabe qué ciudad. Un prodigio de fraseos exactos e intensidad a borde de labio que, además, me reconcilia de nuevo con la tierra que me vió nacer al recordar que, aparte envidias, egoísmos, ignominias, latrocinios, prepotencias y racismos también ha dado a luz la portentosa coreografía que ejercen los dedos de Dios sobre la tarima breve y gloriosa de la guitarra española...aunque ese Dios, quizás Diablo, tal vez lúbrica unión de ambos a la luz de una luna de sangre y reptiles, haya decidido autonombrarse como Niño Josele.
Pero hablar del mate le incita al monólogo suicida y es cuando arrecia el vendaval de vocablos y filigranas vocales que no alcanzo a comprender pero me embriaga con su sonoridad de perro de presa amable. Sube y baja en un tiovivo de altisonancia compasiva el licor añejo de su voz mientras relata las bondades de su tierra sin dejar de remarcar, a cada supuesto fin de frase, lo poco que aquella posee. Uruguay no tiene nada, insiste, para embarcarse al momento en una enfebrecida travesía de alabanzas hacia esas teóricas "nadas". De ahí el amor, ya digo, al comprender que aunque nada destacable habite en el Urugay todo en él es sustancial y provechoso. Cuenta que incluso el presidente del gobierno de su país no habita en ningún custodiado palacio ni presidencial mansión, sino entre las rústicas paredes de adobe y ladrillo del hogar campestre que le vió nacer. Y él encuentra en eso todo un nuevo ramillete de apreciables atributos que se empantanan en su garganta pretendiendo germinar palabras y frases que me cuesta entender pero cuya melodiosidad sinceramente aprecio.
Parece ser propio del Uruguay, el Paraguay y la Argentina ese remoloneo de gato linguístico con que sus nacionales juguetean a la hora de la charla y el mate. Imagino que la citada hierba, amamantada por orillas de saliva a las orillas del Paraná, el Uruguay, el Paraguay (haced memoria, recuperad las clases de Geografía al borde de pupitres dormidos y bostezos abortados), tiene mucho que ver en ese idioma de palabras, expresiones, vocales inflexiones comunes y sí, cuando el discurso carece de orgullo se torna sencillamente delicioso. Aunque no lo entendamos, qué importa eso, ¿no es acaso el idioma la arquitectura invertebrada e insigne de los pueblos?
Igual cuando el recipiente tartamudo de mis oídos recibe el vino fresco de la voz de Andrés Calamaro, ensimismada en su excesivo apetito de expresividad y melodía. El cantante argentino ha destacado siempre por la visceralidad inacabable de sus composiciones, siempre paseando el filo de esa navaja que rebana la realidad para dividirla en sus dos mitades naturales: esplendor y bufonada. Siempre he defendido que si alguna voz española equipara a la del gran Bob Dylan (con menos drogas de por medio, cierto), en su torrencial aguacero de versos y leyendas, ésa es la de Andrés Calamaro. Y disculpen, al decir "española" no hago referencia a la patria de la que tanto despotrico y, por otra parte, tanto amo, como hace mi amigo el uruguayo, como hace el bardo argentino que incluso se atreve a reunir a los ciudadanos de esa otra tierra de mate y silencio que es Paraguay en una joya musical que, por lo poco que alcanzo a comprender, glosa las desventuras de un grupo de presos en el interior de alguna penitenciaría anclada a la noche de no se sabe qué ciudad. Un prodigio de fraseos exactos e intensidad a borde de labio que, además, me reconcilia de nuevo con la tierra que me vió nacer al recordar que, aparte envidias, egoísmos, ignominias, latrocinios, prepotencias y racismos también ha dado a luz la portentosa coreografía que ejercen los dedos de Dios sobre la tarima breve y gloriosa de la guitarra española...aunque ese Dios, quizás Diablo, tal vez lúbrica unión de ambos a la luz de una luna de sangre y reptiles, haya decidido autonombrarse como Niño Josele.
La ranchada de los paraguayos...
difícil de comprender en su estallido lunfardo y torrencial, pero tan sencillo masticar el más puro deleite acomodado en sus acordes de niebla luminosa y festividad inversa.
Escuchen...
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te escucho...