Bolivia ya es casi un presente en blanco y negro... ya voy cerrando puertas, o al menos entornándolas. Un par de días atrás tuve la fortuna de disfrutar una memorable noche de abrazos, amistad, alcoholes, nicotina y palabras, invitado por la gente del proyecto mARTadero a dar una charla sobre Drogas y Literatura. Gracias a ellos, gracias a los asistentes, gracias a los amigos que, al fin, son los mismos y lo mejor que de Bolivia intentaré acomodar en la mochila de viaje.
Gracias a todos y, aunque largo y excesivo, dejo aquí el texto que sirvió de armazón a tan inolvidable noche, por si a alguien pudiera interesar:
LITERATURA YONQUI
(un recorrido personal por el uso de
drogas en la literatura)
No
sé por qué se escribe. En realidad, creo que nadie sabe muy bien por qué
escribe. A pesar de ello todos los autores tenemos un buen catálogo de
explicaciones epatantes preparadas por si llega el afortunado momento en que
seamos entrevistados, o algo por el estilo. A mí, personalmente, me gusta
asegurar que escribo para evitar convertirme en asesino en serie.
El
caso es que, a pesar de no tener muy claro el motivo que nos induce a escribir,
es evidente que para escribir hay que salir de la realidad. Primero: vivir,
mucho y muy intenso, empaparse de realidad. Luego, escapar de ella para poder
recrearla en la escritura. A veces no es fácil, muchos de ustedes lo saben,
puede llegar a ser incluso doloroso. Para evitar ese dolor, muchos literatos,
al igual que creadores de otras disciplinas, han recurrido, históricamente, a
las drogas. Además, está comprobado científicamente que el uso de drogas
psicoactivas excita la zona del cerebro en que se procesa el lenguaje,
provocando una estimulación de la capacidad verbal. Otro motivo de peso para el
que tantos y tan grandes literatos hayan recurrido al uso de drogas durante su
proceso creativo.
Hacer
un recorrido histórico de la utilización de drogas en la creación literaria
sería tarea que podría emplear varios tomos bien surtidos de páginas y
referencias. Por ello me propongo en esta breve exposición un par de objetivos:
en primer lugar ser, efectivamente, breve; y por otra parte recurrir a mis
propios gustos y obsesiones (en cuanto a drogas y a escritores), que al fin,
uno no sabe escribir si no lo hace acerca de sí mismo. Llámenme ególatra si lo
desean, pero ya dije en principio que de no escribir posiblemente me hubiese
convertido en un asesino serial, así que la mejor terapia para evitarlo es
dejar impresas en papel mis obsesiones. Tampoco deseo hacer una enumeración de
obras literarias escritas bajos los efectos de los psicotrópicos, no, más bien
deseo ceñirme al título de esta exposición, y hablar de Literatura Yonqui, o
sea, aquella escrita por literatos fuertemente enganchados al uso de diversas
drogas. ¡Ah!, lo olvidaba, también dejaré a un lado el alcohol. Sería más fácil
hacer un brevísimo recuento de los escasos escritores abstemios que hayan
tenido algo importante que decir en la Historia de la Literatura.
Para
iniciar este egocéntrico viaje al maravilloso mundo de los estupefacientes en
la literatura, nada mejor que comenzar con mis amados Baudelaire y Rimbaud.
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Charles Baudelaire (cortesía de "la red") |
Charles Baudelaire (1821-1867), poeta maldito por
excelencia, consumidor desordenado de alcohol (por supuesto), láudano, opio y
hachís, autor del mítico poemario Las
Flores del Mal, que tanto ha hecho por la poesía posterior al siglo XIX.
Hubo muchos otros antes que él, ya lo dije, pero para mí es el primer yonqui de
la literatura digno de sincero y eterno elogio. He enumerado algunas de las
drogas que consumía el decadente bardo francés, citando por separado el láudano
y el opio, cuando el primero es un preparado del segundo. Un preparado en que
el opio acompaña a ciertas dosis de azafrán, canela, clavo, alcohol… suena
delicioso, ¿verdad? Nada que decir del opio, creo que es de sobra conocido y en
el imaginario popular quedan demasiadas imágenes de fumaderos de opio
orientales en que serviles chinos proveen recoletas y decoradas pipas a los
abandonados clientes. El láudano, a diferencia del opio puro, no se fuma. Se
consume por vía oral. Los efectos son idénticos, la variación está en la velocidad
con que los mismos acometen al usuario. El opio provoca el abandono total y
absoluto del físico humano a los enrevesados vericuetos de la mente,
proporcionando una sensación de relajación difícilmente obtenible por otros
medios. Pero no olvidemos que, en el siglo XIX, estas drogas eran medicamentos
de uso común para tratar todo tipo de dolencias.
Y
volviendo a Baudelaire y sus drogas. Sí, las probaba, las consumía, analizaba
sus efectos, los disfrutaba pero, presa de su carácter dolorido y controvertido,
también las sufría. Sus experimentaciones con estas drogas verían la luz en la
obra Los Paraísos Artificiales, en
que, lejos de hacer una defensa a ultranza de su uso, pone en entredicho la
poca moralidad del mismo, y el peligro de que sean ellas quienes comiencen a
usar a la persona, y no al contrario (ya, más adelante vamos con William S. Burroughs). De hecho, deja escrito que «está
prohibido al ser humano, bajo pena de decadencia y de muerte intelectual,
alterar las condiciones primordiales de su existencia y romper el equilibrio de
sus facultades», o «toda persona que no acepta las condiciones de la vida vende
su alma». A uno, personalmente, le agrada más el Baudelaire drogadicto,
producto del cual serían esas Flores del
Mal que reverdecieron de grandiosa belleza la lírica del siglo XIX. Si es
preciso ponerse hasta las cejas de hachís, opio, o derivados para escribir tal
obra maestra, y dejar en ella frases como la deliciosa «¿Qué es el Arte?
Prostitución»… ¡bienvenidos sean!
Rimbaud (cortesía de "la red") |
Arthur Rimbaud (1854-1891), el enfant terrible por antonomasia, el joven anarquista de la palabra
y la vida sin cuya existencia la de la Poesía estaría claramente a la baja, o
seguiríamos declamando cosas del tipo «Brilla el sol de septiembre radiante /
reflejando la gloria inmortal / del gran pueblo que firme y constante / fue el
primero en la lucha marcial». Sí, lo sé, estos “versos” forman parte del Himno
de Cochamba, pero es que hay algunos que lo consideran poesía, y tal vez no anden desacertados pudiendo comprobar como se las gastan los nuevos laureados de la mercadotecnia editorial… espero que nadie
se ofenda por este exabrupto Al caso: si Baudelaire inauguró el malditismo
literario, Rimbaud, sencillamente, inauguró la Poesía moderna.
Rimbaud,
efebo maligno, delicuescente magnificador del exceso, a pesar de amar la poesía
de Baudelaire, le llevaba la contraria enalteciendo la alteración de las
condiciones naturales de la vida humana por todo medio a su disposición. Así
fue que desordenó sus años adolescentes, aquellos en que se dedicó a la
escritura, con todo tipo de sustancias intoxicantes, del láudano al hachís pasando por la absenta, obsesionado con agudizar hasta el extremo todos los
sentidos. «Caer en el abismo, cielo, infierno, ¿qué importa? / al fondo de lo
ignoto para encontrar lo nuevo». ¿No es acaso este deseo común a todo el que
escribe, e incluso a todo el que aspira a abandonar la vida asegurando haberla
vivido? Y, por si acaso el deslumbrante torrente verbal y sensorial de sus Iluminaciones y su Temporada en el Infierno lo dejaban poco claro, el poeta insistió,
en sus Cartas del Vidente, al
exclamar: «Yo es otro». Eso, amigos, y nada más, es o puede ser la Poesía. Allá
quien no lo comprenda.
Rimbaud
puso punto a final a la más influyente obra poética de la historia conocida a
la edad de 20 años. Por aquel entonces ya había experimentado en su cuerpo los
efectos de toda droga disponible en la época, todo ello con el ánimo, como
digo, no ya de escribir sino de vivir al extremo. Objetivo logrado.
En
ambos casos, encontramos que la utilización de sustancias psicoactivas potencia
la sensibilidad de los autores llevándoles a liberar la pluma de los estrictos
corsés de la realidad impuesta y el academicismo. Como decíamos al principio:
ambos logran salir de la realidad que les impone la sociedad para poder recrear
esa otra realidad en que habitamos todos: la verdadera, la que no confesamos al
prójimo, la que sufrimos y gozamos.
Siguiendo
con mi personal periplo por los viajes psicoactivos de literatos famosos,
pasaríamos de estos dos fenómenos, saltando casi un siglo de Historia, para
llegar a la egregia locura de Antonin
Artaud. Pero sería de mal gusto ignorar, en el ínterin, la adicción a la
cocaína de Robert Louis Stevenson (1850-1894),
que daría obras tan jugosas y dignas de estudio como El extraño caso del Doctor Jeckyll y Mr. Hyde, paradigma de la
esquizofrenia del hombre moderno, o el infierno opiáceo de Jean Cocteau (1889-1963), cuyo intento de desintoxicación narró
memorablemente en la obra de nombre homónimo a tal sustancia.
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Artaud (cortesía de"la red") |
Antonin Artaud (1896-1948), decía, el enajenado por
excelencia de la literatura, el terrorista del clasicismo y la estrechez de miras,
el padre de todo lo que puede considerarse Teatro Moderno, gracias a los
dictados teóricos de su inevitable Teatro
de la Crueldad, ese que «apuesta por el impacto violento en el espectador».
Ignoro si influyeron más, en el polifacético autor marsellés, el largo
historial de electroshocks sufridos a lo largo de su recorrido por
psiquiátricos varios con el objetivo de «curarle», o la larga lista de
sustancias intoxicantes que consumió con la avidez de un naúfrago sediento,
parece ser que con la misma intención: curar sus desequilibrios mentales. Lo
que es evidente es que su navegación tóxica le hizo siempre estar más cerca de
los sueños que de la realidad, anticipando así los surrealismos y demás ismos. «Hay que darle a las palabras
sólo la importancia que puedan tener en los sueños», aseguraba, no sin razón.
De
entre todas estas sustancias a que aludimos refulge, cual perla mirifica, el
peyote, que el literato aprendió a consumir en México, en compañía de los
indios tarahumaras. Por primera vez, la historia de la literatura abre sus
puertas a los enteógenos: drogas que provocan estados alterados de conciencia y
que, si hacemos caso a su origen etimológico, logran que Dios habite dentro del
consumidor. Estados de realidad alterada, más que intensificada. Artaud escribe
Un viaje al país de los Tarahumaras que
se constituye, prácticamente, en un tratado antropológico que abre la vía de
escape de la sociedad mercantilizada occidental a distintas formas de pensamiento
y vida más enraizadas a la tierra y lo natural, lo indígena, y todos esos
términos que tanto daño han acabado haciendo, lamentablemente, a la literatura, con sus hijos subnormales: los best-sellers
y los libros de autoayuda. También en otros campos, Pachamama y demás, ustedes
saben de lo que hablo.
La
adicción a las drogas, para Artaud, fue un verdadero suplicio. Por el
contrario, para la Literatura, su sufrimiento fue una bendición, y a su
impuesta huida de la realidad debemos algunas de las páginas más memorables de
la misma.
Años
después, recién iniciados los ’50 del pasado siglo, aparecerían en escena,
arrasando convenciones lingüísticas y sociales, los jinetes del apocalipsis
literario. Hablo, es evidente, de los beatniks.
Y, entre ellos, siguiendo con mi personal preferencia, las voces
inmaculadamente sucias de Allen Ginsberg, Jack Kerouac y William S. Burroughs.
Aquí
la franja de lo psicoactivo se amplía hasta límites insostenibles: mescalina,
bencedrina, morfina, ácido lisérgico, cocaína, marihuana, heroína…
Pero
vayamos por partes.
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Burrooughs (cortesía de "la red") |
William S. Burroughs (1914-1997), homosexual y yonqui ávido
y confeso, convierte su periplo vital y literario en mitología moderna. Cualquiera
de las normas no escritas por las que se regía la puritana sociedad
estadounidense de la época fue destrozada a dentelladas por el autor. El joven
heroinómano se transforma, con el tiempo, en reverendo de la modernidad del
exceso y la vanguardia literaria. Por el camino, sin importarle nunca la
opinión ajena, deja un desastroso rastro de atropellos vitales y lingüísticos
que pasarían a la historia de esa cultura que hemos dado en llamar underground.
El
escritor norteamericano se estrena en el mundo editorial con Yonqui, un descarnado descenso a los
infiernos de la heroína narrado en primera persona y desde el conocimiento más
absoluto. Más tarde llegaría el uso de otros opiáceos y la visionaria
utilización del lenguaje que estos imprimen a sus textos. Textos de difícil asimilación,
carentes de argumento pero plagados de imágenes de violencia y desarraigo
difícilmente olvidables una vez recorridas por el lector. Burroughs lo tenía
claro: «El lenguaje es un virus». Y como tal lo propaga en sus obras, cuya
lectura es lo más cercano a un viaje de ácido que pueda experimentar cualquier
lector atento.
En
cualquier caso, la obra de Burroughs se constituye como una clara denuncia de
las drogas duras. Más bien, lo que denuncia, es la utilización que de las
mismas hacen las autoridades para aniquilar a toda una generación, y así lo
deja por escrito: «El comerciante de droga no vende su producto al consumidor,
vende el consumidor a su producto. No mejora ni simplifica su mercancía.
Degrada y simplifica al cliente». El
Almuerzo Desnudo se inicia (o finaliza, ya no recuerdo) con un memorable
glosario de drogas y sus efectos como acompañamiento al bizarro desvarío
textual, sexual y sensorial de unas páginas que pasaron a la Historia como la
más desquiciada genialidad escrita hasta la fecha. Una genialidad que expone
metafóricamente los métodos de control utilizados por las fuerzas del orden
establecido para desbaratar los sueños de progreso y cambio de la juventud: las
drogas duras de las que apenas rozando la venerable ancianidad pudo llegar a
desengancharse el autor. Durante su redacción, las dosis de morfina que se
inyecta el escritor son decididamente desmedidas y, por si fuera poco, las
adereza con ingentes cantidades de mayún,
un contundente pastel de hachís especialidad de las tierras marroquíes que por
aquel entonces habitaba. De ahí surge un libro que a día de hoy, lo aseguro,
ningún editor en su sano juicio osaría publicar.
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Ginsberg (cortesía de "la red") |
Allen Ginsberg (1926-1997), homosexual y psiconauta
ávido y confeso, hace de la vida de sus coetáneos material literario con que
desollar la métrica monocorde de la poesía de la época. Al igual que su
compañero de correrías, Burroughs, el poeta denuncia la utilización de las
drogas como veneno que corrompería las mentes y cuerpos de toda una generación:
la más brillante, aseguraba, que había parido el pensamiento U.S.A. Un
pensamiento, el de aquellos jóvenes, en eterna confrontación con el militarismo
gubernamental. «He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la
locura, histéricos famélicos muertos de hambre arrastrándose por las calles,
negros al amanecer buscando uns dosis furiosa…». Aullido, épico poema fundacional de la lírica inducida por el
consumo de estupefacientes.
Fue
Ginsberg quien arrastró hasta Marruecos a sus compañeros beats para iniciarles en las ceremonias de hachís y mayún. Él
mismo se arrastró más allá, al menos sensorialmente, hasta La India y el Tibet,
quedando sensiblemente afectado por el contacto con dichas culturas. En sus
viajes físicos y psíquicos hizo acopio de misticismo y de sustancias que lo
potenciasen. Su uso de las drogas, más que recreativo o creativo era personal e
íntimo. Buscaba en las drogas el yo perdido en el marasmo de una sociedad
acorralada por el mercantilismo y la individualidad violenta, y encontraba en
ellas potencia para seguir defendiendo una vida contraria a la política que
obligaba a muchos de sus conciudadanos, por aquellas épocas, a dar la vida por
causas ajenas.
Dignas
de estudio son Las cartas de la Ayahuasca,
un compendio de correspondencias cruzadas con Burroughs alrededor del uso y
efectos de dicho cóctel de plantas enteógenas. Ayahuasca, la droga mítica, cuyo
nombre proviene del quechua que aquí aún hablan algunos y que viene a
significar algo así como “soga de muerto” al creer sus ancestrales inventores
que era la soga que permitía al espíritu abandonar el cuerpo sin que este perdiese,
definitivamente, la vida. Casi nada.
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Kerouac (cortesía de "la red") |
Jack Kerouac (1922-1969), bisexual encubierto, drogadicto
recreativo y alcohólico ávido y confeso, hace del camino su vida y de su
literatura trayecto sin destino. El beat
por excelencia, el Padrino de la alteridad vital y literaria, el devorador de
ritmos que deben ser vomitados sin filtro alguno sobre las páginas y los
locales de jazz clandestinos.
Kerouac
escribió la Biblia del movimiento beatnik,
En el camino, supuestamente en un
rollo de papel continuo y sin revisiones ni pausas, llevado por la
incombustible actividad psíquica que proveen las anfetaminas. Pueda ser. Las
suelas de los propios zapatos como único mapa probable y las drogas como
compañeras fieles e insustituibles: bencedrina y marihuana, mayormente. Y otra
droga, sí, el jazz, cuyo ritmo sincopado regía el deambular de unos párrafos
plenos de euforia y ganas de vivir. «La única gente que me interesa es la que
está loca, loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con ganas de
todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares comunes,
sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando como arañas
ante las estrellas».
Literatura
del trance. Trance de la droga, el alcohol, la euforia desatada y la gana de
vivir, como los buenos rockeros: rápido y deprisa para dejar un bonito cadáver.
Pero las drogas psicodélicas, en aquel tiempo, iban de manera inevitable unidas
a la espiritualidad oriental. Atracción de lo exótico, supongo. También visitó
Marruecos, el amigo Kerouac. De hecho fue quien, allí, recogería, del suelo de
una habitación de pensión regentada por cucarachas, las páginas desperdigadas
por el temblor morfínico de Burroughs para incitarle a publicarlas bajo el
nombre de El Almuerzo desnudo. Luego,
él, iría más lejos, en busca de inspiración zen que le arrebatase, quizás, de
los designios de una vida de alcohol que se le llevaría en brazos de la
cirrosis. De aquel interés por lo zen nacieron Los Vagabundos del Dharma, obra que debería estudiar, por si acaso,
el renombrado Paulo Coelho.
Aquellos
años dieron un giro brutal al timón de este velero que
muchos deseamos habitar: la Literatura. Imposible negar la influencia, en esta
nueva travesía, de las drogas. Pero continuaron años en que los estupefacientes
arrasarían las calles de las principales ciudades occidentales, especialmente
estadounidenses, cebándose en la negra piel de los descendientes de los
esclavos, los únicos estadounidenses verdaderos, esclavizándolos con nuevos
métodos, más retorcidos, que les hacían soñar con desertar de una vida que les
devoraba las entrañas. La alegría desbocada de Kerouac y compañía nada tenía
que ver con el inframundo de los supermercados de la droga establecidos en los
suburbios.
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Thompson (cortesía de "la red") |
Sólo
pudimos rescatar, de aquella literatura milagrosamente ebria, después, las
alucinadas crónicas periodísticas de Hunter
S. Thompson (1937-2005) que, en plena orgía consumista de sustancias
tóxicas, decide reordenar para siempre las normas no escritas del periodismo.
No dejen de leer Miedo y Asco en Las
Vegas, quizás la más alocada y a la vez lúcida historia de cómo la
literatura puede devorar a las drogas. El autor, periodista, genera la crónica gonzo al hacerse protagonista principal
de lo narrado: un desquiciado tour por L.A. generado por el impulso protagónico
de consumir ingentes y desmedidas cantidades de drogas de todo tipo. Importante
recordar que la droga de la que más se provee el autor durante tan alocado
viaje es la mescalina, componente principal de ese San Pedro tan conocido por
estos lares. Si cada uno de los cochabambinos que me ha asegurado subir al
parque Tunari a viajar con San Pedro hubiese escrito al menos una página como
las del inventor del periodismo gonzo,
otro gallo cantaría a la literatura boliviana.
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Carroll (cortesía de "la red") |
La
otra cara de la moneda la muestra Jim
Carroll (1949-2009) en su sobrecogedor Diario
de un rebelde, que desgrana con meticulosidad casi científica su adicción a
la heroína. Relato sucio, duro y desgarrador, pero de una limpieza ética y
literaria pocas veces sorprendida, y que abriría paso a muchos de los que hoy
se autodenominan, en literatura, realistas sucios. Y a remarcar el hecho de que
fue Leonardo Di Caprio quien le dio
vida en el cine, en The Basketball
Diaries. El mismo actor que emuló de manera memorable a Arthur Rimbaud en Total Eclipse. O sea, que no todo es Titanic.
Y
no deseo olvidar que Jean-Paul Sartre (1905-1980),
digan lo que digan, contó para su particular batalla contra el tiempo, su
fecundidad literaria y filosófica, con la inestimable ayuda de las anfetaminas.
Para
finalizar, y haciendo honor al desmedido ego de un servidor, he de hablar de mi
primera novela, Los
Cuadernos del Hafa,
que muchos han querido ver como una apología del hachís. Ni confirmo ni
desmiento. Sólo aseguro que sin la existencia de tan deliciosa sustancia tal
vez no hubiese escrito lo que en realidad creo es dicha novela: una apología
del amor. Amor a Marruecos, a la Música, a la Mujer y, por encima de todo, a la Literatura.
Como
dejé dicho al inicio: para escribir hace falta salirse de la realidad. Una vez
fuera, es más fácil volver a darle forma. Los métodos para huir esa realidad,
para poder contemplarla desde el exterior, son múltiples. De cada uno depende
elegir uno u otro. Pero es evidente que si no hubiesen existido las drogas,
como método estrella de dicho proceso, la Historia de la Literatura hubiese
sido más aburrida y muchos de nosotros nunca hubiésemos llegado a plantearnos
la escritura como aliento vital.
Por cierto, por si no se
habían dado cuenta, los autores nombrados, todos, escribían, como un servidor,
sobre ellos mismos. Y es que la vida propia, cuando se afila y apura, es la más
dura de las drogas.
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