Escribo para publicaciones que no sé si existen. Escribo gratis, como tantos. Escribo porque me arden las yemas de los dedos... y no encuentro mejor manera de apagarlas que sumergirlas en el lodazal cibernético de esta tinta que no lo es. Este artículo era para Red Marruecos. Como digo: no sé si existe ya tal publicación... pero se escribió, como tantos, gratis y para ser leído... aquí está para quien lo desee:
FRANCIS BACON, O LA FIEBRE
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Francis Bacon, fotografiado por John Deakin |
La
primavera ha llegado disfrazada de verano. Enseguida, imagino que por
aburrimiento, ha decidido desnudarse. Así está mejor, más bella y palpable.
Pero claro, obvio, ha cogido frío. Y con ella, más de uno, yo entre ellos.
Pasamos buena parte del año asomados a la azotea de los calendarios, por ver si
brotan flores del asfalto, o cae alguna maceta que suicide a un transeúnte y,
de paso, al devenir cruel y exacto de lo cotidiano. Y casi sin darnos cuenta,
cuando ya estábamos a punto de desistir, los cielos destierran nubes y
enardecen los termómetros. Ha llegado la primavera, y casi siempre nos coge
desprevenidos, atareados en botones de chaqueta vieja y manecillas de reloj
atrasado. El cuerpo no se acostumbra.
Mi
cuerpo, hoy, se encuentra acribillado de escalofríos. Mis vísceras florecen
floras que uno no desea. Mi carne se descompone, descuartizada por mantas y termómetros,
sobre el sofá del domingo. O sea, que la primavera llegó pisando fuerte, pero la
suplantó, de inmediato, el brusco pisotón de vientos que se dirían británicos,
de tan fríos.
Será
el temblor feroz de la enfermedad, o el deseo de partir de nuevo, lo que me
invita a cerrar los ojos y soñarme en Tánger, esquivando esos charcos de la
medina en que se autolesiona la luna. Nada tan poco británico, así evado la
sensación glacial de mis dolencias, y recuerdo que también Francis Bacon, aquel
artista dublinés que amedrentaba al lienzo con pinceles como bisturíes, decidió
evadir las ventiscas de su isleño origen para recluir pinceles, sexo y angustias
en el laberinto tangerino.
El
pintor acudía al Dean’s para acompañar, como un caniche asfixiado en rubíes lo
hace con su atildada dueña, a su amante Peter Lacy, sádico y perverso personaje
que sometía a Bacon a los suplicios de la carne, sólo o en compañía de otros.
Sordidez en las estancias de viviendas como dentadura cariada por el dulce del
tiempo, en Tánger. Puedo imaginar a Bacon desvencijado sobre un camastro de
muelle y lana gruesa, despedazado su cuerpo en un grotesco quejido de orgasmo
culpable. Luego despertaría, pasearía Tánger, compraría pinturas, y regresaría
al hotel para investigar nuevos crímenes de la carne, cual infortunios de
virtud en plan Sade, en las rendijas ocultas de sábanas y paredes. Hoy, yo, con
la fiebre equivocándome las entrañas, parezco un cuadro de Bacon.
Revuelvo
mi cuerpo y mi memoria, y aunque la carne me duele, añoro ese otro dolor que la
fustiga cuando tú, amor, tiendes ante mí el suspiro de leche y miel de tu
vientre, como lienzo sobre el cual debo yo extender los pinceles de mis labios.
Me duele el cuerpo, ya digo, la enfermedad. Y me duele la carne al sentirla tan
tensa bajo estas ropas que, lejos de enmendarla, exacerban mi fiebre. Pesadilla
de la temperatura. Sueño ebrio del deseo. Todo junto, mezclado, en un vaivén
masoquista de irrealidad dolorida.
Nadie
como Francis Bacon supo conjugar con sus pinceles los verbos intransitivos que
nos equivocan el apetito. El deseo como daño. La carne como altar de misa
negra. El dolor como exacerbación de los signos vitales. Es seguro que el
atormentado artista halló inspiración en las calles de Tánger, en las más
sucias y oscuras, en los tenderetes que ofrecen una cuchillada de sombra a los
cuerpos desollados de corderos listos para el consumo, en el afilar estiletes
de los matarifes huraños. Después pintaría sus “figuras con carne”, que dicen
inspiradas en “El buey desollado” de Rembrandt. Yo prefiero pensar que no hubo
más inspiración que las carnicerías de la medina tangerina, tan estéticas en su
bodegón de sacrificio y hambre atrasada.
Porque
en Tánger canta el muecín y un cordero es degollado, con sus ojos pánicos
intentando contemplar la Meca. Después, el matarife desmiembra su cuerpo, y
cuelga de ganchos oxidados las dos mitades en que queda seccionado, exponiendo
su costillar de alimento enfermo a la vista de los transeúntes. Francis Bacon,
por ejemplo. O yo mismo, que tantas veces intenté raptar con mi cámara
fotográfica a la dulce virgen del sacrificio.
Qué
bien sabría retratar, Bacon, esta pesadilla que la fiebre me alimenta para
imaginarte desnuda, tendida ante mí, con tus piernas extendidas cual cordero
asesinado, tu mirada vuelta del revés por querer buscar la Meca irreverente de
mi sexo, mientras te secciono la garganta con un mordisco que sabe a licor y
azaleas. Bacon retrató la enfermedad de la carne mejor que nadie. Yo, hoy,
retrataré sobre mi vientre algún pedazo de carne tuya, cuando me vierta febril
y doliente, bajo las mantas, mientras te sueño. Te sueño y paseamos Tánger contemplando
los expositores de mosca y carne dormida de las carnicerías. Luego hacemos nido
en una pensión de palangana y camastro. Tú me besas, y yo interrumpo el
murmullo de tu saliva para hablarte de Francis Bacon, de cuando habitaba Tánger
martirizado por la enfermedad de la carne. La fiebre, o sea.
Peter
Lacy se suicidó en Tánger. Bacon retrató el dolor de aquel nuevo sacrificio de
vísceras y orgasmo. Yo, hoy, me suicidaría entre tus labios. Ya tendrías tiempo
tú, después, de retratar mi fiebre y bailarla entre tus dedos cual último tango
en París o primigenia pincelada del vértigo.
Y es que la fiebre es
vértigo en que se acomodan las pupilas del que observa la vida como si no
hubiese otra.
FE DE ERRATAS: me adelanté, Red Marruecos sigue existiendo
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