David Bowie, cortesía de "la red" |
Javier me honró solicitándome un prólogo para su primera obra. Yo me hice el valiente, aparté lágrimas y miedos, y escribí lo que sigue, para glosar la Literatura de otro grande al que pretenden devorar los asalariados de la nada. Nunca pude ver el libro, creo que lo mismo les ocurre a muchos de los que pretenden degustarlo. Javier, hermano, Maestro, no importa: vencerás y convencerás... ¡está escrito!
HÉROES POR UN DÍA
(prólogo de El Peso de lo Invisible)
Alguna
noción tengo de lo que ha de ser un prólogo. Me alcanza la cordura para
comprender que se trata de un escrito tendente a ensalzar las bondades de la
obra literaria que le sigue (si es que de literatura hablamos, claro). Así que,
aun sabiendo que esta no es la mejor manera de acometer un prólogo, proclamo
aquí y ahora haber venido a hablar de mi libro… o al menos de mis obsesiones,
que al fin es lo mismo.
Ante
un volumen literario como el que nos ocupa, tan cuajado de oníricos aciertos e
innegables cualidades, no debería quien pretende prologarlo, hacerlo ondeando
la bandera de lo propio. Pero, lo lamento: tras la intensa lectura de El Peso de lo Invisible, me siento
impelido a rememorar una historia que en muchas ocasiones he repetido pero que
no por ello deja de apasionarme.
Al
tema: allá por finales de los años 70 del pasado siglo, un demacrado
físicamente (adicción a la cocaína) David Bowie, arrastraba sus quijotescos fantasmas
por calles y cafés del Schöneberg berlinés. Acompañaba tales paseos, cual
Sancho Panza espídico, un exacerbado Iggy Pop. El caso es que Pop, dejando a
Bowie, en su departamento, entregado a veleidades psicodélicas de alto voltaje,
decidió pasar la nochevieja de uno de aquellos años en busca de un alto voltaje
menos pasivo. Y recaló en un garito de mala muerte en que un nutrido grupo de
aguerridos punks había construido, en mitad de la sala, un muro de cartón simbolizando
aquel otro muro de ladrillo y cemento que separaba el Berlín oriental del
occidental. Cuando la hora bruja arreció con sus campanadas de año nuevo, los
jóvenes punks arremetieron contra el falso muro allí construido para entregarse,
momentos después, a un comunal abrazo no exento de fragantes lágrimas. Incluso
los punks lloran. Y la violencia de ningún movimiento juvenil alcanzará nunca
la de cualquier mínimo mandato político, no lo olvidemos.
Creo
ir comprendiendo, a medida que los relojes van esbozando la deteriorada sonrisa
de la parca, que son las pequeñas revoluciones del día a día, esas batallas
incruentas en que nos enredamos los humanos para mejor afirmarnos como seres
sensibles y extrañados ante el mundo, el único heroísmo posible en estos días sin
huella que nos ha tocado vivir. Así lo comprendieron los jóvenes punks del
Berlín dividido, y no tuvieron reparo en descoser el trapo macho de su revuelta
clandestina en un reguero de lágrimas hembra derramadas por la libertad
sustraída. Luego, Bowie, haciendo acopio de sentido y sensibilidad, escribió Heroes, aquel mítico tema en que unos
amantes separados por la idiocia política de entreguerras unen sus labios a los
pies del muro de la infamia. Un tema que bien podía haber sido inspirado por
los punks berlineses a quienes Pop observó reventar, con su osamenta de
imperdible y esperanza, aquel otro muro simbólico. Bowie puso letra al ritmo
desacompasado de toda una generación, recordándonos que podemos ser héroes…
aunque sea sólo por un día.
Igual
Javier Vayá, punk de la palabra y la sensación, en este volumen que el lector
tiene (para su propia fortuna) entre las manos.
No
es cuestión baladí que el autor comience este volumen de relatos y poemas con
el certero …just for one day de
Bowie. De hecho, El Peso de lo Invisible
puede catalogarse (si es que alguien precisa aún este tipo de artimañas) como
un delicioso surtido de heroísmos breves, sucintas osadías, atrevimientos
fugaces, en que el autor arriesga su cordura y el sosiego del lector con un
apabullante inventario de extrañezas en cuya otredad reside el mínimo heroísmo
de estar vivo y saberlo.
Cuando
digo extraño, aludo a la etimología más profunda del término, la que nos
recuerda que lo extraño es lo extranjero, lo distinto, lo inesperadamente
diferente de la norma establecida. Así, pasean las páginas de la prosa de Vayá
esquizofrénicos que hacen del mundo de los cuerdos su particular frenopático,
asesinos a sueldo que enfrentan la peor de sus pesadillas tras dar muerte al
amigo por cuestiones laborales, fantasmas que regresan a la vida para copular
con la mujer ajena y desprestigiar el sentimiento amoroso, revolucionarios
decepcionados tras la derrota en la revolución del deseo, lobos que descubren
que el hombre es un lobo para el hombre, padres frustrados porque los hijos que
no tienen olvidaron su tarta de cumpleaños, jóvenes que pierden la cordura por
no ser descubiertos en el juego del escondite, artistas que regresan del más
allá para dotar a su obra de la vida que ellos ya perdieron, monstruos a
quienes alimentan aquellos que ya renunciaron a la ilusión de alimentar una
vida normal, amigos que suplantan identidades para descubrirse suplantados por
el amigo que marchó, amantes que escriben su amor en las paredes de la ciudad
para recordarnos que sin amor no hay ciudad, ni país, ni nación, ni vida…
Todo
un recorrido de extrañezas y extranjerías, ya digo, que nos recuerdan lo
acertado de la lírica de aquel Bowie berlinés. Porque en lo cotidiano habita lo
ajeno, y sólo comprendiéndolo podremos ser héroes, aunque sea por un día.
Y
Vayá se erige, en esta su puesta de largo literaria, en héroe cotidiano que,
sin abandonar lo anómalo, lo curioso, eso que muchos dan en llamar freak, nos acerca al corazón de las
verdaderas revoluciones, ese cuyo latido conoce tan bien todo aquel que en
algún momento de su vida se haya sentido perdido. Resbalamos en las historias
que trenza la pluma certera de Vayá con cierto temor ante lo que nos espera al
fondo del abismo, sí, pero no hacemos esfuerzo alguno por evitar la caída.
Y,
como contrapunto perfecto a sus relatos, el autor desangra sobre el papel rítmicos
versos de arritmia sentimental, cauces en que se vierte el poema para
descubrirse derrotado por la vida, atropellado por el tiempo, dañado en su
línea de flotación por el inevitable terror de descubrirse igual al resto, no
tan distinto, no tan diferente, en nada extraño, para nada extranjero.
Nuevamente amanecen los héroes en los poemas de Vayá, aunque no tengan que utilizar
ahora disfraz de fantasma o licántropo. A la cotidianía temblorosa de lo extraño
en sus relatos, le responde como un eco la fantasía dolorosa de lo cotidiano en
sus poemas. Poesía democratizadora (de verdad, no en el sentido político) de
los sentimientos, labrada en imágenes inolvidables y ritmos imperecederos. La
voz poética del autor, músculo y caricia, mordisco y saliva, orgasmo y fusil,
ya es una gesta en sí misma.
Héroes,
a uno y otro lado, en delicioso contrapunto, en el verso y en la prosa, en este
sinfónico volumen que cualquier alma sensible sabrá degustar como si de una
deliciosa copa de vino se tratase, con medidos pero intensos sorbos que
despertarán en él todo un panegírico de aromas, texturas y memorias de aquel
día en que ellos mismos llegaron a ser insignes hacedores del milagro de estar
vivo.
Termino
el párrafo, vuelvo a él, y reconozco haberme equivocado. Leer a Javier Vayá no
es cómo tomar una copa de vino, más bien se asemeja a escuchar uno de esos
L.P’s del Duque Blanco en que un sinfín de seres alienados por su propia existencia
descubren la heroica victoria de lo cotidiano, logrando apreciar, al fin, El Peso de lo Invisible.
Habrá lectores que no
conozcan a Bowie, o no les interese su música. No importa, afortunadamente
tienen entre sus manos un delicioso volumen de portentosa literatura, éste que
nos regala Javier Vayá. Y, leyéndolo, pueden ser héroes… aunque sólo sea por un
día.