martes, 27 de mayo de 2025

mordía la luz queriendo morder grieta

«Acaba de ponerme (no hay primera)
su segunda aflixión en plenos lomos
y su tercer sudor en plena lágrima».
César Vallejo

bajo la quieta mordida insomne de la sierpe breve en que luna se infarta gritan cítaras y carne se mercadea en lonjas de porvenires que mutan cual grillos aprendiendo a martirizar escoplo en mano la noche que afila el tequila de todos los infartos

dame el limón de tu labio cuando desgaja melodías como cuchillos neumáticos

dame el envés de tu revés y permíteme deletrearlo

reescribiré en lo hondo rupestres encefalogramas de niños y miocardios

danza cherokee de la lluvia recién mugida por tu vientre cuando la deflagración

balido operístico de bisonte tráquea cuando desafina tus cuerdas vocales mi corazón

nudo gordiano del amanecer adelantado

desenlace húmedo, escueto, locuaz y absurdo de la noche solitaria en que tu voz escenifica todas las esquinas del día para regalarles ciencia sin raíces y elixir puro nervio de conexiones sinápticas en estallido de orquídea que enfrenta espadas al trazo



lunes, 12 de mayo de 2025

la policía del perfume (un sueño)

Alargo los brazos nadando en un acuario en que comprimen latido pulpitos fluorescentes, medusas, mejillones y jamelgos de mar. Cabriolan corrientes de marianas fosas que prefieren detenerse, parada y fonda, en el instante Instagram. Me trepa y trepana la columna vertebral un incendio de memorias travestidas de fotografía tomada en el año cero.

No sé dónde esconderme, y ¿para qué? No lo pretendo. Me siento bien aquí, detenido en postura vergonzante. Al fin estoy quieto. Me estudian alumnos con vocación de bisturí.

Mira, susurra a su compañera una lolita de piel cuasitáctil vertebrada en pinturas tribales de tinta casi rupestre que no logran inquietar caverna alguna en mi cripta de carne recién detenida. Lo que contemplan ambas, al fin, es esa cicatriz que me repta desde la nuca al esfínter anal deteniéndose el tiempo preciso en el músculo cordial. 

No perciben, o lo entienden mal, que aún muevo estas piernas mías o no tanto que un día ensalivadas por otros pulpos, cefalópodos dígitos, lengua henchida de lágrimas de mar. Que mis piernas aún recuerdan cuando intentaban aprender a caminar. Y los brazos se me enredan pretendiendo explicarse como en onda radiofónica sin frecuencia. 

Piel a la que, aunque ya no mía nunca más (mi cadáver cual clase de anatomía a lo Rembrandt), sigo perteneciendo. 

Escuchen cómo el maestro grita, mientras sujeta un puñal entre las garras, mirad lo serio que está, ni que le hubiesen arrebatado la vida. Y ¡zas! ¡zas! me extirpa una sonrisa que hace a mis oídos sentirse fuera de lugar. 

Braceo. O sea, que alargo mis brazos intentando regalarles armonía, movimiento. Nataciono las piernas, enhiesto el cambio de hora en el metrónomo de mi sexo, y abro bien los ojos para no perderme ni un segundo de la respiración que aún me anima aunque ni alumnos ni alumnas hayan sabido comprenderlo.

Intento nadar en un acuario en que comprimen latido pulpitos fluorescentes, medusas, mejillones y jamelgos de mar. Y sólo pienso que, al fin, daré bien en la foto del aprendiz que llegó hasta aquí guiado sólo por su olfato. Llegó hasta aquí por vocación, y eso es digno de aplauso.