Porque es en el supuesto paraíso de los cristianos donde ejerce de vigía un avejentado San Pedro. Porque es el susodicho quien dió nombre al cactus que te permite traspasar tan etérea frontera sin mayor credencial que la de estar supuestamente vivo mientras te acomete el minuto final. Y es así que en Ecuador, Perú, Bolivia, crece, devorando pesadillas e iluminando ensoñaciones, dicho cactus de nombre usurpado al santoral católico.
Ocurre que en este otro paraíso más asequible que es la vida, podemos acceder a los mágicos dones que promete la cactácea de que venimos hablando, y perdernos en su digestión de espinas inocentes y pesadillas bondadosas al arrullo de la mescalina que anima su poco vegetativa vida, al menos no tan vegetativa como la de aquellos que emprenden la búsqueda de lo inmortal a través del acúmulo de cantidades en que apenas anidan calidades y que sólo se evidencien en la cantidad de monedas que sus manos escupen en las manos del anciano que mendiga misericordia a la puerta de la iglesia, los domingos, que es cuando el relumbrón apócrifo de la buena fe hace mayor acopio de apariencia.
Advertía el maestro Escohotado, en su Historia General de las Drogas, de los inevitables malos viajes que pueden acompañar al psiconauta interesado en las mareas interestelares en que naufragan los hongos y variantes. Nada puedo asegurar al respecto, sólo recomendar el regreso a El Río, esa deliciosa obra literaria de Wade Davis que glosaba la epopeya vital del etnobotánico Richard Evans Schultes, que disfrutó más de la mitad de su vida recuperando de manera coherente toda la maraña de ritos, ceremonias e iniciáticos cultos que los habitantes aún vírgenes (de cuerpo y mente) de la Amazonia sudamericana ponían en práctica para mejor respetar la santidad aún no cristianizada de los vegetales que engalanaban sus vidas para mejor provecho de una espiritualidad sin mayor pretensión que la de alcanzar la propia sabiduría, ésa que no sentían necesidad de inculcar al prójimo.
Llegaron después los trips y las modas, o la moda del trip, o los trips de moda, la cristianización de nombres y costumbres, y el cacto decidió (u otros por él) llamarse San Pedro, como el portador de las llaves del Paraíso. Afortunadamente, en este caso, la cristiandad supo adjudicar el apelativo correcto a esta planta que te invita a viajar a lo más profundo de tu propio subconsciente
Ocurre que en este otro paraíso más asequible que es la vida, podemos acceder a los mágicos dones que promete la cactácea de que venimos hablando, y perdernos en su digestión de espinas inocentes y pesadillas bondadosas al arrullo de la mescalina que anima su poco vegetativa vida, al menos no tan vegetativa como la de aquellos que emprenden la búsqueda de lo inmortal a través del acúmulo de cantidades en que apenas anidan calidades y que sólo se evidencien en la cantidad de monedas que sus manos escupen en las manos del anciano que mendiga misericordia a la puerta de la iglesia, los domingos, que es cuando el relumbrón apócrifo de la buena fe hace mayor acopio de apariencia.
Advertía el maestro Escohotado, en su Historia General de las Drogas, de los inevitables malos viajes que pueden acompañar al psiconauta interesado en las mareas interestelares en que naufragan los hongos y variantes. Nada puedo asegurar al respecto, sólo recomendar el regreso a El Río, esa deliciosa obra literaria de Wade Davis que glosaba la epopeya vital del etnobotánico Richard Evans Schultes, que disfrutó más de la mitad de su vida recuperando de manera coherente toda la maraña de ritos, ceremonias e iniciáticos cultos que los habitantes aún vírgenes (de cuerpo y mente) de la Amazonia sudamericana ponían en práctica para mejor respetar la santidad aún no cristianizada de los vegetales que engalanaban sus vidas para mejor provecho de una espiritualidad sin mayor pretensión que la de alcanzar la propia sabiduría, ésa que no sentían necesidad de inculcar al prójimo.
Llegaron después los trips y las modas, o la moda del trip, o los trips de moda, la cristianización de nombres y costumbres, y el cacto decidió (u otros por él) llamarse San Pedro, como el portador de las llaves del Paraíso. Afortunadamente, en este caso, la cristiandad supo adjudicar el apelativo correcto a esta planta que te invita a viajar a lo más profundo de tu propio subconsciente
...ése en que Bob Dylan aporrea con constancia de cuerdas suaves y voz quebrada las puertas del cielo...
Parapetado en el fragor
silencioso de la montaña
vientos y recuerdos
desordenándome el cabello
y la memoria en fuga
incendiando versos y laderas
alunizaje brutal de palabras
y estrellas fugaces
disfrazando de carnaval una noche
que destierra a las cavernas
el antropófago y vacío discurso
con que Occidente nos envenena
suave noche de San Pedro
reverdeciendo semillas
y alucinando vertederos
de frases y besos que un día
nos hicieron sentir
algo así como inmortales
y la copa vacía de tu vientre
a la espera del licor
que, inexacto, escancie mi sexo
para mejor atraparte
para ya nunca perderte
en la niebla voraz de la rutina
es entonces que la vida se inmola
y el cielo puede estallar
en oscuridad esta noche
porque en el envés de mi tacto
crece el delirio absurdo de tu caricia
como una flor de eternidad y nervio
Sigues enamorando con la palabra que se enreda contando historia y desplegando sentimientos. Una gozada Pablo!!!
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