Recorríamos las avenidas color vacío del extrarradio, en busca del personaje de aspecto siniestro pero charla acogedora que nos dispensaría una bolsita de plástico reutilizado repleta de cogollos de verdor más apagado que el de las lechugas que nuestra madre disponía sobre el alambre escueto de la cena de fin de mes. Intercambiábamos palabras y la sonrisa del camello de cartón piedra se redecoraba de agravios cuando le planteábamos la posibilidad de un menor precio....
- Mira, niño, esto no es mierda, esto llega de lejos, lo compra gente de renombre, ¿me estás vacilando? Porque yo, a buenas, dabuten, pero a malas... no queráis saberlo
Desmembrábamos la tensión tendiendo la policromía monótona del billete y, bajo la greña de costra y rock'n'roll de aquel tipo mal vestido de cuero gastado, recobraba un guión raído la sonrisa de la ganancia.
Después, al parque, bajo la noche apócrifa de la floresta desaseada de jardinerías que aún no había puesto en marcha el Ayuntamiento de Madrid. La saliva recorriendo senderos de funámbulo en la boca de la litrona y en la boquilla del porro.. de labio en labio, de beso falso y verso descascarillado. Y, más tarde, a ahuyentar a las chicas del grupo con nuestra descarada desinhibición de ebriedad mal encarada.
Eran tiempos de permisividad, sí, pero aquella no pasaba por el hecho de condescender la adquisición segura de marihuana bien cultivada y sueños a medio hacer. Debíamos bajar al submundo que, dentro de nuestra periferia de barrio pobre y granujas de calle sin salida, suponía el trapicheo de sustancias prohibidas. Otros llegaban aún más abajo, donde el sótano te acogía con aniquilante abrazo de muerte segura pero diferida, allá donde las sustancias dispensadas eran de menor tamaño pero más fuerte mordida en la psique del consumidor. No bajaban, pienso ahora, caían, eran conscientes, pero se dejaban caer, y la heroína de sus vidas, a partir de aquel momento comenzaba su arrebatado galope de caballería desbocada, hacia la nada, el vacío, el epitafio y la esquela mentirosa.
No pasamos nosotros, afortunadamente, de la marihuana y el hachís. Y en eso andamos, algunos, todavía. No comprendíamos, en aquel entonces, la ardua labor de parientes y autoridades por alejarnos del mal que nuestra enajenada juventud no nos permitía comprender. Ahora, ya adultos, con muescas de excesos tatuando nuestra sonrisa de caries y nuestra mirada descabalgada, me pregunto por qué siguen intentando mantenernos a salvo de un mal que ni de lejos rozamos.
Occidente es padre inmisericorde cual Yahvé de la Biblia. Y, como aquél, dispensa opios con que mantenernos despiertos en el sueño de la abundancia televisada mientras nos arrebata toda droga que nos permita soñar que la abundancia, aunque sea de dicha, más que de productos, pueda llegar a rozarnos los párpados cansados de computadora y sueño a medio hacer. Bueno, miento, no nos la arrebata, únicamente sube el precio para que ellos puedan seguir manteniendo vivas las ganancias que inundan los mass media que nos aborregan en rebaño de asepsia y miedo. O sea, que prohiben la droga para mejor lucrarse. Luego dicen que la culpa es de los narcotraficantes: ¡esas bestias!
pues... ¡vaya usté a saber!
Yo, hoy, sólo sé que en un escuto pedazo de tierra del Planeta Sur, han llegado a comprender, gobernantes que se dignan de no poseer más que el terruño que les vio nacer, que los narcotraficantes son otros. Por eso en Uruguay se ha legalizado total y absolutamente el cultivo y consumo de la marihuana, y ésta se podrá vender al mismo precio que hace unos días se pagaba por ella en ese turbio e intrincado mercado que llaman negro (¿racismo?). No hablo de Bolivia y su coca, eso es harina otro costal. Hablo de Urugay y su presidente y la coherencia brutal de sus dirigentes. ¿No saben nada de ese mandatario democráticamente elegido que calza alpargatas y pastorea ganado? Busquen en "la red", sorpréndanse y comprueben que el sueño de un mundo mejor no se escribe con los renglones que dicta la corporación y el oropel, y que algunos, sí, ya han comenzado a manchar con tinta fresca y pulso firme la Historia que nos merecemos.
En Bolivia, sí, hay coca, pero la marihuana es difícil de encontrar, penado gravemente su consumo y, para colmo, de mala calidad, como aquella que nos vendía el camello de desértico bolsillo que se lucraba con las ansias de experiencias de una pandilla de jóvenes más temerosos que intrépidos, cuando mi adolescencia en Madrid-Vallecas.
Escribí hace un tiempo que el lunfardo argentino, como el silabeo sibilino y sabroso del uruguayo de a pie, a pesar de ser difícil de entender, es delicioso al oído. Así me suena hoy la melodía coherente de un país que reconoce que, para prosperar, es mejor no hacerle el juego a los que juegan apostando fuerte pero poniendo, siempre, sobre el tapete las esperanzas del pueblo sufriente y doliente que les da de comer.
Maestro Calamaro, de nuevo, adelante...
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te escucho...