Conocí
a Bob Dylan el 17 de Mayo de 1966, exactamente seis años antes de nacer. Yo
andaba entonces en el limbo, disfrutando las frágiles franelas de una vida sin
cicatrices. A lo lejos, al final de un túnel de relojes contrariados, me
esperaba la asepsia rosa y magra del vientre materno. Meditaba en ello, puedo
recordarlo, cuando un grito iracundo desordenó mis filosofías de juguete: ¡Judas!
Aquel
nombre reverberó en mi palaciega quietud con igual o mayor sonoridad que en el
Manchester’s Free Trade Hall en que fue proferido por un decepcionado seguidor
de Dylan. 1966, el demiurgo cantor acometía una gira en que traicionaba su
pasado acústico de folk protesta con un navajazo eléctrico de rock amargo. Yo
aún no había nacido, ya digo, me restaban todavía 6 años. Pero aquel ¡Judas! perforó mis tímpanos. El
ofuscado espectador que sintió asesinado el tiempo de las flores por el
arrebato eléctrico de Dylan, escuchó cómo éste le decía no te creo, eres un mentiroso,
antes de incitar a los miembros de The Band a tocar rabiosamente fuerte. Entonces
naufragaron en seda mis oídos: «Like A Rolling Stone», la mejor canción de la
historia de la música popular (con permiso de «Sympathy For The Devil»), electrizó las neuronas que
aún andaban buscando conexiones en mi etéreo interior. Desde entonces no pude
dejar de escuchar a aquel músico de aspecto descuidado y fraseo impoluto.
El
limbo se supone que es estadio intermedio entre cielo e infierno. Al limbo dicen
que van las almas de aquellos infantes que mueren sin ser bautizados, porque no
tienen consciencia de haber pecado. A alguno que otro vi, su cara era triste,
más por carencia de juguetes que de bautismo, intuyo. En el limbo no hay con
qué jugar, y los ángeles carecen del sexo que les hubiese crecido, hacia dentro
o hacia afuera, de haber seguido vivos. Pero funciona allí un hilo musical en
que desgrana sus versos la voz nasal de Bob Dylan, llamando a las puertas de un
cielo que no le quieren abrir. Nunca me expliqué qué hacía yo en aquel lugar,
ni por qué emprendía el camino contrario dirigiéndome, de manera inexorable, hacia
el nacimiento. Sólo sé que me acompañaba la música de Dylan, su voz de ebriedad
enmascarada, su lírica de profeta invidente, su insobornable pacto con lo
sensible.
Pasaron
los años y el poeta cambiaba vestiduras, acordes y rítmicas, adecuando a sus
mutaciones los tiempos de la música popular, mientras yo comenzaba a tomar
forma de nasciturus. 1972, el
autorretrato que musicó el bardo 2 años antes aún reverberaba en los anaqueles
del escándalo, mientras él ya pergeñaba una banda sonora de barro y revólver.
Con Self Portrait, un álbum de
versiones, descartes y directos cogidos al vuelo, Dylan jugó a esquivar la daga
de glamour y martirio con que la fama quería tatuarle la espalda. Con Pat Garret & Billy The Kid quiso
ensuciar de sangre los vertederos en que chapoteaban las convenciones musicales.
Se mancillaba la maestría musical del genio en rotativos y cadenas de radio,
mientras mi acomodada vida ingrávida se mancillaba de plasma, látex y bisturí. Me
veía obligado a nacer. Entre ambos L.P.’s, mi madre decidió jugarme una mala
pasada. Creo que fui el disco que Dylan nunca quiso grabar, el que de verdad
era nefasto, al contrario que esos dos tan vilipendiados. Adiós mullidos ecos
de carantoñas, adiós esponjoso lecho uterino, afuera, ¡cariño!, que ya tengo
ganas de conocerte el rostro y acariciarte esas manos de deshilvanar peluches y
desenredar horarios.
La
pedrada fluorescente del paritorio me golpeó la sien mientras yo gritaba ¡Judas¡. Mi madre quiso modelarme con
sus abrazos de temblor, mientras repetía «no llores, lágrimas de cocodrilo, no
te creo, no seas mentiroso, no llores».
1988,
apenas 16 años después de mi nacimiento, Dylan da comienzo a su Neverending Tour. Su música envejecía
con ejemplaridad de viñedo próspero y mis oídos la escuchaban como a los
gorriones de la infancia. Y ahí estuvo, a mis 16 años, cuando el primer beso,
que fue vuelo de gorrión, y cuando la primera traición, que fue caída libre. También estuvo cuando el primer orgasmo. Y está todavía hoy,
cuando busco en ti la comodidad e indolencia que conocí en aquel limbo en que
los niños no jugaban y la música lo era todo. Hoy entro en ti y la vida
desaparece mientras me retienes. Muero, en ti, sin conciencia de haber, por
ello, pecado. Es así que me retornas al limbo, y escucho a Dylan knocking on heaven’s door, mientras
aporreo las puertas de ese otro cielo que es tu matriz. Luego, afuera, asumo
que no hay diferencia entre estar vivo o muerto. Sólo me consuela saber que
Dylan sigue y seguirá sonando: aquí, allá, en el cielo o el infierno, incluso
en el limbo.
Porque
Dylan nunca acaba. Porque Dylan, como tú, amor, es eterno.
Texto publicado originalmente en la antología Hey Bob! de la editorial LeTour 1987
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