Contento de que yo hubiese preferido su país a Argel, Túnez o Trípoli,
me aseguró varias veces su protección y amistad.
Ali-Bey
Despierto en Cochabamba, dañado, dolorido de chaqui, también de las costillas que me golpeé anoche, al cerrar todas las puertas. La habitación da vueltas, tantas que no ubica sus cuatro paredes en Cochabamba, sino en Salvador de Bahía, donde ayer te hacías barro entre las alfarerías obtusas de mis penas. Gira la habitación. Gira el mundo. Giran y danzan aviones que no llegan, cargados de viajeros de la nada que lucen girones de escarcha mientras les envidio pintando plata a los últimos náufragos de mis sienes y al reloj que decidí no tener para olvidar todas las ocasiones en que no. Bailan aviones los cielos de Lisboa que, hoy, ahora, ya, desea ser, más que una ciudad, una ciencia. Cuántas cervezas allí, en la capital lisboeta, acordes de Tom Petty y la mirada agria de Neil Young embadurnándonos de exceso todos los alcoholes consumidos a mayor gloria del amor que nunca tuvo nombre porque jamás llegó a ser. Volteo, despacio, dolorido, mi cuerpo. ¿Me habré roto una costilla? ¿O será tan solo, de nuevo, la arritmia? Volteo y el balcón de este hostal en el gótico barcelonés celebra mi daño con un aplauso de palomas y un espumillón vegetal tan selvático como tu mirada tras haber pastado, despacio, mi sueño. Y yo que te pensaba dormida, aquí, en esta cama dañada del robo del siamés de sus sábanas. Así mi mirada: hurtada y sin saber quién ni por qué ha decidido robarla. Mejor cerrar las pestañas, lacra de lágrimas para esta carta que te escribo desde Seúl, acomodado en el calor de otra noche de verano sin mañana, a pesar del sol, sin luz, sin la promesa de tus pestañas cuando me dicen mañana. Calienta el sol o calienta la resaca. Caliente mi mano cuando te congrega y te reclama para recomponer con tu nombre el granate sin color de las sábanas. Caliente, tórrido el aire que no fluye ahí afuera, mascado por las voces de la kasbah, en Tánger, ¿o era Estambul? No importa. Lo primordial es cambiar las sábanas, cada tiempo. A veces, tú sabes cuáles, cada muchas semanas, por no perder el cabello más que por evitar el esfuerzo. Y colgarlas al clarear de la vecindad para que hagan chistes sobre las islas en que se mancha todos los pájaros de Koh Ngai, recién nacidos de la selva, recién paridos por la inercia y las olas sin rabia que lamen tus pies cuando decides acariciar las algas. Volteo de nuevo y duele, de nuevo, con insistencia de misiva bancaria, esta costilla, no sé cual, mejor no investigar con las manos tiznadas del recuerdo que te erijo cuando me erijo, de nuevo, como teleñeco de una telequinesis que batalla contra el raciocinio y me da la espalda como tú en Cusco, llorando el último beso y escandalizando todas las puertas por cuyos cerrojos deslizan la lengua el resto de hospedados, buscando tu vientre, reptando la mañana. Intento dar otra vuelta y siento que ya es mañana en Varanasi, caricia de cuerpos incinerados acariciando las bacterias y la calma de un Ganges que no fluye porque quiere regresar su caudal a la canción de cuna de todas las habitaciones vacías en que no te tuve y solo te soñé mientras escribía con mis manos peldaños de nieve cantábrica. La playa de Barro, ya solo su nombre me encharca el aliento: barro del que tal vez estén hechas las costillas que me duelen. Una costilla, tal vez solo una, para qué buscarla, con las manos manchadas de tu nombre. Adán sin costilla o costilla de Adán, nombre científico: monstera deliciosa, así que hazla delicia en tu paladar si es que aún le queda resquicio de carne a su escueta estructura monstruosa. Así crecen las plantas trepadoras en todas las junglas que no recorreremos juntos. Así me trepa el sistema nervioso la electricidad de tu palabra cuando la dices sin siquiera inquietar tu garganta, mientras yo pienso en beberme otra cerveza o 1906, las matemáticas no son lo mío, ya sabes, tampoco la coherencia ni la claridad ni la lucidez del ejército que se sabe vencedor de todas las batallas. Como batallaban los ejércitos del amor esculpiendo orgasmos contra las piedras de los templos de Kahurajo, a punto de trepar los cielos y yo destrepando, como reptil benévolo, tus barrios bajos. Me muevo, horizontal y despacio, miro el teléfono esperando la llamada del servicio de urgencias más cercano. Supongo que he olvidado que estoy en La Bañeza, donde los recuerdos se hacen piedra contra los cristales de todas las terrazas. Logro levantarme, me desprendo la mortaja, me acaricia una luz que apenas moldea mi sombra contra una pared en que tus manos esperan como un cante jondo de escarcha. Mi sombra, danzando monedas a los pies de todos los mendigos ciegos: Aleluya, Cohen, Morente, Buckley y tu voz tricotando milagros entre las telarañas. Me duelen las costillas tras el golpe de anoche, o una, tal vez solo una, la que me falta.
Ocasiones que hacen honor a su nombre y permanecen por siempre ocasiones, en la memoria, entre los dedos, en lo más profundo de mi sistema digestivo, pululándome las entrañas, doliéndome eso que otros llaman alma.
Camarero, otra ronda, ya qué más da... es tarde, vamos a cerrar.