Cortázar sí sabía que los unicornios escancian leche y vino y allá el que tenga la suerte de poder elegir, a la par, de entre ambos, tu elixir mirífico. Vientre agradecido. Tambor en silencio de esta mañana acunada únicamente por pupilas como tamborileros. ¿Dónde los dedos? En Madrid, barrios nobles, 2018, buen trago inmejorablemente acompañado. Pero siempre la refriega y el regresar al extrarradio, tal vez de París, quizás en Clichy, acariciando cualquier banco mugriento de vino de cartón y paseo al amanecer hacia el desierto: para que te descerrajen un tiro en la nuca.
Miller paseaba Clichy de la mano que, en su escroto intacto, le esculpía Anaïs. Nunca el silencio. Sólo el silencio.
Sabes que vengo a que me derrotes, a derrotarme en ti, a derrotar este mundo en que jamás creí. Otro trago, aunque nos acaben reclamando mazmorra los carceleros. El barman ni es man ni es de bar y aun ni siquiera sabe o quiere llamar un taxi que venga presto a prestarnos kilómetros y un rondón de Chivas Regal.
En este mundo nunca existí. Me existió la irrealidad, decían los poemas, los ritmos, las pinceladas, el cráneo de los ciervos. Y el proletariado cercado por la alambrada de una pantalla me embadurnó el desaliento. Pero dónde mi aliento. No lo sé. Tan sólo sé que caminar el cierzo es su terreno, y es suyo el pútrido aliento que apunta la cerviz del ciervo.
Rifles con mirilla no existen, pero rifles les miran a ellos. Por eso caminan suave. Por eso obstruyen las puertas del Metro y me obstruyen tu voz cuando es diafragma y diámetro en que te escucho pero no te encuentro.
Dime tú, que sin raíces hebreas sabes transmutar en áureo eterno el metal.
Dime tú, que sabes que mañana es sólo un día menos o un día más. Relojera suiza ensartada por los bigotes de Dalí. Acupuntura exacta en los dedos de Chagall. Desaparición del arte en el iris arco de Duchamp: bicicletas sin radios ready made y la voz de esa mujer que te alarga los horarios de la tarde en que no tallas latido a mis párpados. Es el celofán, es la ambrosía, es el regalo que te anida, sólo para locos, no para cualquiera: como esa puerta que te invita a pasar y vendarte los ojos para poder escuchar. Tu aliento, esa música, esa musa, Nina Simone y la ruina de tus tobillos disfrazados de tamborileros pupum. Piel de tambor, ya te lo dije: despedazas todos los diques. Y aquí el náufrago y aquí el ahogado: azul de luz, invertebrado, empalmado en el estertor de un desierto a lo el bueno el feo y el malo, apolillado de insectos que danzan corpúsculos a la velocidad sin grado militar de tu verbo.
¿Te he dicho ya que Cortázar no sólo sabía de cronopios y famas? ¿Que también sabía, cómo no, de unicornios inversos pura castración para la castidad de los sin remedio? Vientre agradecido, voraz de semillero maltrecho, el que enciende la llama primigenia rotando ramas que palpitan en eterno frotarse para regalarnos el fuego.
Blanco, el fuego, sobre negro, aquí, ahora, en tu lecho de recién parida recién nacida recién descubriendo que acabas de inventarte un universo hondo hasta la expansión. Hondo más allá de todos mis desperfectos.
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te escucho...