Antaño, sí, antaño, mi vida fue un festín en que los corazones latían ebrios de vino tinto como la vida y generosos de saliva recién molida. Antaño senté a la Belleza en mis rodillas y, al contrario que aquel íncubo de Charleville, no la encontré amarga ni la injurié. Al contrario, ya digo, a sus pies, mientras acorde de piano curdo sus dedos surcando mi lengua, imploré sólo para descubrirme siervo de un fondo de armario para Ella recién confeccionado. Porque la Belleza, querido Satán, no es innúmera y encuentra cauces como berbiquí que talla almendras crecidas entre floresta de párpados olvidados de qué cosa es el yacer. Un, dos y ya está. Cayó el telón y brotó el teatro bajo la arena mientras El Público aplaudía hacia adentro. Y en arena se arruinaron mis párpados mientras Belleza me recorría invitándome al sueño, como quien camina un Sahara todo espejismo, sudor y ligamento. Antaño, sí, antaño mi vida fue un festín y aún entre mis colmillos todos los pedazos resistiéndose a la dentrifición del esmalte que ya no, a la sonrisa mascando bordes de espejo en que todo es reflejo de la inapelable cremación. Libertad, piensas mientras la piel de un padre se desprende para asomarnos a su carne y descubrir en ella el nuevo lenguaje. Como en Makarnika Ghat. Sólo en la India saben apreciar los rescoldos antes de lanzarlos a surcar esas aguas en que nunca te bañarás. ¿Dan a la mar? Y pensé, como aquel, en la caridad como llave que me abriese de nuevo las puertas del antiguo festín. Comprendí las ciudades sin sueño, ahítas de deambulares exhaustos sobre las cenizas de los esparcidos al viento. Y dejé la puerta cerrada. Nada merezco, pero siendo menos que nada jamás clamé por caridad. Y yo sólo quiero caminar sabiendo que olvidé los pasos. Pero más necesito volverte a ver caminar serena y exacta. Cuando aparente agotado el festín sólo tu, Belleza, sabrás si se puede reiniciar. Mis rodillas, aun mordidas por la intemperie y el asfalto, aquí están.
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te escucho...