domingo, 7 de octubre de 2012

breve historia del circo (2)

Hace pocos días que las noticias nos acercaban, de nuevo, tras la olímpica resaca, los usos y costumbres de los londinenses. Al menos los más extravagantes, los menos habituales, los que llevan siglos consiguiendo que la capital británica sea ensalada de tendencias y redil de modernidades.

A pocos se les escapa el hecho de que una de los más emblemáticos epicentros del turismo internacional se halla en la citada ciudad, y lleva el nombre de Picadilly Circus. Nos referimos a una plaza que se convierte en imán para visitantes de medio mundo, y su denominación no alude a que su alucinado perímetro haya sido en ningún momento histórico receptor de farándulas, malabares y acrobacias, no, hasta hace unos días en que se llevó a cabo en tan renombrado lugar uno de esos espectáculos circenses tan modernos cuajados de explosiones, cibernéticas, "dolbisurrouns", y vestuario haute couture. Por fin Picadilly perdió la rotundidad de su nombre (alusivo a los picadills o collares que allí ponía en venta un famoso sastre, mediado el siglo XVII) en favor de la sinuosa verbalización de su apellido (alusivo a la forma circular de la plaza).




Bien lamento hacer por vez primera en estas páginas referencia a la capital londinense que no tengo el gusto de conocer y que, de hacerlo, llevaría sin duda mis pasos a perderse por los callejones en que años atrás desenvainase su instrumental quirúrgico un poeta del underground de sobrenombre Jack, y...sí, quería decir que la plaza de la que vengo hablando no despierta en mi subconsciente interés alguno, aparte la musicalidad reminiscente de su nombre

cambio de tercio, que dirían aquellos

porque de todos es sabido que fueron los feroces impulsores del Imperio Romano los que por vez primera aplicaron el nombre de Circo para todo tipo de espectáculos orientados a entretener al público y mantenerle ajeno a los desmanes de la gobernanza (seguro que les suena de algo). Por desgracia para muchos, los más apreciados de entre el sinfín de divertimentos con que el Imperio entretenía a su pueblo eran aquellos en que titánicos gladiadores se enfrentaban, tridente y cuchillo en mano, hasta que la sangre del más débil esponjaba la arena del recinto, o aquellos otros en que los alucinados seguidores de un nuevo iluminado que proclamaba ser hijo de Dios ensangrentaban con sus prédicas los cielos al ser devorados por leones y otras fieras debidamente mantenidas a pan y agua durante los días anteriores a su pública puesta de largo.

Quizás fuese el consuetudinario proceder romano el que incitase a un visionario del espectáculo de masas, de nombre Philip Astley, a inaugurar, bien mediado el siglo XVIII, justamente en Londres, el primer circo de estructura fija y daría de esta manera inicio al vendaval de ventoleras acrobáticas en que se convertiría el circo moderno. 

Pero no se ubicó, el circo de Astley, en Picadilly Circus, y nunca espectáculo alguno (salvo el colorido tropel de los que durante años han cruzado pasos y encuentros en esa afluencia de calles y saludos) ha iluminado su perímetro. Hasta hace unos días, ya digo.

El evento de que venimos hablando congregó al Londres todo en la plaza de marras. Al igual que en la Roma antigua las luchas de gladiadores. Pero allí se derramaba sangre y en la capital britanica no más que plumas de colores se esparcieron por los cielos al compás de las acrobacias aéreas de una volátil troupe de artistas circenses.

Hoy los circos quedan, mayormente, relegados a una vida de camino y fogata, a un hacer nido en plazas a las que, al decir de el número y ánimo de los espectadores congregados, parecen haber llegado a derramar sangre como los antiguos gladiadores, en vez de plumas de color e ilusión como el elenco volatinero que iluminó Picadilly Circus hace unos días.



Tengo la fortuna de ensuciarme, cada semana, con el esfuerzo de una habilidosa troupe de artistas niños. Intentan celebrar su fiereza de malabar y fulgor en las plazas públicas, en las calles normalmente reservadas al inocuo paseo de viandantes ensimismados. Pero los espectadores son pocos, y casi podríamos afirmar que más se fijan en los inevitables e irrelevantes errores de los chicos que en sus numerosos aciertos. Pareciera que buscan hallar la sangre de estos gladiadores/niños revelando injustos colores en el pavimento. Afortunadamente suele iluminar la noche el revelador fogonazo de la sonrisa niña: un chiquillo que mira el espectáculo, un niño que sonríe entre la admiración y la reverencia a esos otros niños a los que imagina titanes. Equivoca su mirada el infante intentando seguir el veloz y enrevesado itinerario de las clavas, cuchillos y antorchas que vuelan de mano en mano en el sorprendido espacio que media entre los menudos cuerpos de esos chavales que se le antojan colosos capaces de acelerar el vértigo vital de la infancia a lomos de monociclo. Es la sorpresa del niño la que indulta a estos pequeños artistas que maltratan el adoquinado de plazas y calles con el juguete imperfecto de sus acrobacias.

En la antigua Roma, el Emperador o César, únicamente de tanto en tanto, y quizás en respuesta a caprichosas ocurrencias más propias de un niño que de quien debe dirigir un Imperio, tenía la deferencia de salvar la vida a quien ya extendía un jeroglífico de huesos astillados sobre la arena. Dicen que el César señalaba el cieloraso del Coliseo con el dedo pulgar y el reo quedaba liberado de una muerte segura.

El pulgar del César era la sonrisa infantil del Imperio Romano, y ahora me doy cuenta de la poca importancia que sigue teniendo para mí la ciudad de Londres, por mucho que pretendan, sus autoridades, convertir en circo esa plaza que nunca lo fue.

1 comentario:

te escucho...