Hubo noches en que almohadones recios de comodidad y caricia
gustaban de recluir mis sueños en cárceles de pluma y seda. Noches acariciadas
por el ineludible aroma de refriega sexual, ecos de una batalla reverberando en
la fase R.E.M. del guerrero que nunca fui.
Cierto, en ocasiones, normalmente cuando los viajes breves
se iniciaban para dar merecido descanso a ese batallar de siglos y aceros
bursátiles que era la semana laboral, gustaba yo de alojarme en pequeños
hoteles cuyos solícitos empleados me hiciesen sentir “como en casa”. En otras
ocasiones, las más, cuando el periplo largo y alargado por geografías lejanas,
acostumbré a desenredar el ovillo cansado de mi osamenta en jergones apenas
cálidos, apenas mullidos. No importaba entonces la decoración de la estancia,
más bien su economía de mobiliario y precio, ésa que me permitía no anudar
raíces y tomar la habitación de hotel tan sólo como receptáculo, durante un puñado
de horas, de mis desvelos.
dormir rápido barato bien dormir sólo eso tan sólo
abandonarse a un reponedor descanso dormir
En realidad sólo para eso deberían servir las habitaciones
de hotel. Pienso esto ahora, con la musculatura aún convaleciente y el escaso
cabello aún más cano de lo habitual por efecto de los siglos de arena y polvo
que, como desordenadas costuras, decoraban la sucia almohada en que reposé
anoche mis pensamientos desorientados por el alcohol. Noche ajetreada visitando
las mesas de muertos en Arani, un pequeño pueblo del Valle Alto cochabambino,
recibiendo con sinceras reverencias, una tras otra, tucumas rebosantes de sabrosa y
embriagante chicha, rezando en muda voz, en falsa voz, ante retratos de
venerados difuntos y recibiendo a cambio deliciosas masitas que hoy descansan
frente a la mesa en que debería extenderse el pantagruélico desayuno que no
llega…porque no estoy en un hotel, no, sino en la casa de adobe de la humilde
familia que tan amablemente nos ha conducido por los ancestrales senderos de la
costumbre y la hospitalidad. A mi alrededor no revolotean emperifolladas y portentosas
camareras. En su lugar, equivocan el camino gansos, gallos, pollos algún que
otro cuy…polvo, mucho polvo, polvoriento amanecer y no hay café ni leche ni
agua potable que echarse al gaznate dolorido de ebriedad mal digerida.
Resulta que hace meses, casi años, no sé, envié tres microrrelatos a un concurso que organizaba una importante y engolada cadena hotelera. Las premisas eran claras: no más de no sé cuántas letras y alguna referencia a los hoteles, o algo así, no recuerdo bien. Sí recuerdo que cuando supe del concurso andaba yo medio enredado entre botellas y otras hierbas y, sin dar cancha a la capacidad de raciocinio escupí un puñado de sucias palabras sobre el mantel de papel que había servido, horas antes, de frágil sustento a viandas y licores. Ebriedad, amiga del poeta, enemiga del poeta frustrado…como yo, que no tuve la cautela suficiente para guardar las bases del concurso, ni en mi memoria ni en el disco duro de la computadora que a través del éter trajo hasta mí las líneas básicas de la convocatoria.
Nada importa. Sólo que hoy ahora ya mis torpes textos sirven
de entretenimiento frugal a quien a alguno de los establecimientos hoteleros de
la cadena Meliá (en su versión high-tech, creo, a la vista del diseño del libreto) acude para descansar negocios, acunar maratones turísticos o
desbaratar insignes armazones de ropa interior y perfume. Ese debía ser el premio, pienso, aunque nadie se haya tomado la molestia de comunicármelo. Nada importa, ya digo.
Parece ser que existe un librillo con los textos, en la
mesilla de noche de numerosas habitaciones de hotel. Las fotografías que
acompañan este texto son la prueba irrefutable. De los textos no tengo foto,
pero sí memoria, y por si a alguien interesan …
1
Ya te sentías algo nerviosa. Ya te aleteaba el corazón.
Las niñas bonitas gustan de la mirada de trópico de los desconocidos. Ya emprendían
la huida los segundos definitorios.
Yo traqueteaba entre mis dedos las llaves de la
habitación, en el resplandeciente hall del hotel.
Tú decidiste perder el autobús turístico sólo
por arracimarte al umbral de mi equívoca sonrisa.
2
Anduve reclamando a gritos tu presencia, toda la noche.
Destripé el minibar de la habitación, descubriendo la
razón de que las botellas de alcohol sean sólo réplicas de juguete de una
fantasía de ebriedad que en ningún caso compensará los desvelos del servicio de
habitaciones del hotel.
Aullé antes de quedar profundamente dormido,
inconsciente. Fue el dolor de tu marcha, no la apócrifa borrachera.
La mañana me regaló esa foto en que reíamos abrazados, la
noche anterior, hace ya tanto tiempo.
3
Tras clausurar ella la puerta de la habitación 321 ya no
pude respirar.
Mis pupilas arañaron los párpados y el plástico
firmamento por el que, en lugar de nubes, viajaban letras de imprenta glosando
los parabienes del recién inaugurado centro comercial en que había comprado los
preservativos.
Ella decidió utilizarlos por asegurarse la vida, yo usé
la bolsa de plástico por equivocarme la muerte. No sé en qué sórdido umbral
quedé, extraviado y erecto, desnudo sobre la alfombra.
El solícito personal del hotel recomponía expresiones
ante tan equívoca estampa.
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te escucho...