viernes, 9 de noviembre de 2012

noche de hotel

Hubo noches en que almohadones recios de comodidad y caricia gustaban de recluir mis sueños en cárceles de pluma y seda. Noches acariciadas por el ineludible aroma de refriega sexual, ecos de una batalla reverberando en la fase R.E.M. del guerrero que nunca fui.

Cierto, en ocasiones, normalmente cuando los viajes breves se iniciaban para dar merecido descanso a ese batallar de siglos y aceros bursátiles que era la semana laboral, gustaba yo de alojarme en pequeños hoteles cuyos solícitos empleados me hiciesen sentir “como en casa”. En otras ocasiones, las más, cuando el periplo largo y alargado por geografías lejanas, acostumbré a desenredar el ovillo cansado de mi osamenta en jergones apenas cálidos, apenas mullidos. No importaba entonces la decoración de la estancia, más bien su economía de mobiliario y precio, ésa que me permitía no anudar raíces y tomar la habitación de hotel tan sólo como receptáculo, durante un puñado de horas, de mis desvelos.

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En realidad sólo para eso deberían servir las habitaciones de hotel. Pienso esto ahora, con la musculatura aún convaleciente y el escaso cabello aún más cano de lo habitual por efecto de los siglos de arena y polvo que, como desordenadas costuras, decoraban la sucia almohada en que reposé anoche mis pensamientos desorientados por el alcohol. Noche ajetreada visitando las mesas de muertos en Arani, un pequeño pueblo del Valle Alto cochabambino, recibiendo con sinceras reverencias, una tras otra, tucumas rebosantes de sabrosa y embriagante chicha, rezando en muda voz, en falsa voz, ante retratos de venerados difuntos y recibiendo a cambio deliciosas masitas que hoy descansan frente a la mesa en que debería extenderse el pantagruélico desayuno que no llega…porque no estoy en un hotel, no, sino en la casa de adobe de la humilde familia que tan amablemente nos ha conducido por los ancestrales senderos de la costumbre y la hospitalidad. A mi alrededor no revolotean emperifolladas y portentosas camareras. En su lugar, equivocan el camino gansos, gallos, pollos algún que otro cuy…polvo, mucho polvo, polvoriento amanecer y no hay café ni leche ni agua potable que echarse al gaznate dolorido de ebriedad mal digerida.


Hablo en presente, pero ocurrió hace días (ya hablaré con calma de ello, que así lo merece), los suficientes para que mi mente pueda ya jugarme malas pasadas y equivocarme el recuerdo mientras intento averiguar por qué la persona que tuvo la delicadeza de remitirme el par de instantáneas temblorosas que ensucian esta “entrada” no responde a mis insistentes preguntas. Ya saben cómo va: envía un correo del que esperas respuesta que jamás llega y que sigues esperando a pesar de saber a ciencia cierta que no, no llegará.


Resulta que hace meses, casi años, no sé, envié tres microrrelatos a un concurso que organizaba una importante y engolada cadena hotelera. Las premisas eran claras: no más de no sé cuántas letras y alguna referencia a los hoteles, o algo así, no recuerdo bien. Sí recuerdo que cuando supe del concurso andaba yo medio enredado entre botellas y otras hierbas y, sin dar cancha a la capacidad de raciocinio escupí un puñado de sucias palabras sobre el mantel de papel que había servido, horas antes, de frágil sustento a viandas y licores. Ebriedad, amiga del poeta, enemiga del poeta frustrado…como yo, que no tuve la cautela suficiente para guardar las bases del concurso, ni en mi memoria ni en el disco duro de la computadora que a través del éter trajo hasta mí las líneas básicas de la convocatoria.

Nada importa. Sólo que hoy ahora ya mis torpes textos sirven de entretenimiento frugal a quien a alguno de los establecimientos hoteleros de la cadena Meliá (en su versión high-tech, creo, a la vista del diseño del libreto) acude para descansar negocios, acunar maratones turísticos o desbaratar insignes armazones de ropa interior y perfume. Ese debía ser el premio, pienso, aunque nadie se haya tomado la molestia de comunicármelo. Nada importa, ya digo.

Parece ser que existe un librillo con los textos, en la mesilla de noche de numerosas habitaciones de hotel. Las fotografías que acompañan este texto son la prueba irrefutable. De los textos no tengo foto, pero sí memoria, y por si a alguien interesan …  

                                                                       
                                                                       1

Ya te sentías algo nerviosa. Ya te aleteaba el corazón. Las niñas bonitas gustan de la mirada de trópico de los desconocidos. Ya emprendían la huida los segundos definitorios.
Yo traqueteaba entre mis dedos las llaves de la habitación, en el resplandeciente hall del hotel.
Tú decidiste perder el autobús turístico sólo por arracimarte al umbral de mi equívoca sonrisa.


2

Anduve reclamando a gritos tu presencia, toda la noche.
Destripé el minibar de la habitación, descubriendo la razón de que las botellas de alcohol sean sólo réplicas de juguete de una fantasía de ebriedad que en ningún caso compensará los desvelos del servicio de habitaciones del hotel.
Aullé antes de quedar profundamente dormido, inconsciente. Fue el dolor de tu marcha, no la apócrifa borrachera.
La mañana me regaló esa foto en que reíamos abrazados, la noche anterior, hace ya tanto tiempo.


3

Tras clausurar ella la puerta de la habitación 321 ya no pude respirar.
Mis pupilas arañaron los párpados y el plástico firmamento por el que, en lugar de nubes, viajaban letras de imprenta glosando los parabienes del recién inaugurado centro comercial en que había comprado los preservativos.
Ella decidió utilizarlos por asegurarse la vida, yo usé la bolsa de plástico por equivocarme la muerte. No sé en qué sórdido umbral quedé, extraviado y erecto, desnudo sobre la alfombra.
El solícito personal del hotel recomponía expresiones ante tan equívoca estampa.
 

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