Nunca he comulgado con ningún tipo de etiqueta, ni siquiera en literatura, donde siempre he aborrecido de esa historiografía palurda que, incapaz de bajar al barro de la obra prefiere embadurnarse el fango del autor, mezclado en el mismo charco con otros de idéntica edad o sentir o pasión o maneras... eso que llaman generaciones, mayormente aplicado a la poesía. Yo, de las generaciones literarias, sólo recuerdo que eran nichos en que los planes de estudios encerraban los huesos violáceos y violentos de quienes labraron con tinta y sangre páginas eternas de soplo y vida, incluso de vida cercenada por un soplo al corazón, mayormente el del lector.
Así la generación del 27 que, resumida en los libros de texto, machihembraba a Guillén con Cernuda y a Aleixandre con Alberti, por ejemplo, demostrando una carencia total de sensibilidad estética... y de la otra.
Pero a mí, en aquellos libros de texto, siempre me faltó Dalí, sí, Salvador, el pintor, el loco, el genio, al que siempre consideré, puestos a articular obras literarias en torno a generaciones, el más 27 de la generación del 27, al menos en su prosa: luminosa de pensamiento oscuro, asesinada de surrealismo milagroso, exacerbada de un lirismo violento y musical como sinfonía de falos en flor, incluso en sus traducciones al español, que son las que pude disfrutar de joven. Dalí pasará a la historia como inventor de lienzos oníricos y pesadillas de brochazo exacto. Tal vez, también, como desaforado lunático enamorado de la masturbación y de una diva que masturbaba efebos mientras él componía objetos, telas, merchandising, cosas con que onanizar su aseada economía (y la de la diva, de paso). Pero me temo que pocos han leído a Dalí, y eso nos perdimos quienes aún estudiábamos generaciones en las clases de literatura de la EGB: su excelsa creación literaria.
La vida secreta de Salvador Dalí me deslumbró desde aquellas iniciales páginas en que el loco más cuerdo del arte español relamía la costra de su propia saliva, calcificada durante una siesta loca de mediterráneos y calurosa de burguesías paletas. Ese volumen es todo un fluir de minutísimas mareas poéticas disimuladas tras los pesados cortinajes de la prosa autoreferencial. Una delicia, de principio a fin.
Y luego, por supuesto, el más 27 del 27, en verso, el niño enamorado del dolor, del duende que no es gnomo ni taconeo flamenco sino oscuro arraigo de pies calientes y manos gélidas de caricia ausente, a una tierra que germina ramajes de arteria mientras aúlla escarnios de perdedores y malditos. Primero los calés, malditos de Guardia Civil y navaja vespertina, en su Romancero gitano, y luego, en magnética eclosión, esos gitanos yankis del algodón y el navío triste: los negros, con su nívea dicción de aleluyas y esclavitudes susurrada en la memoria del tiempo.
Federico García Lorca, el niño enamorado, digo, del dolor, de la muerte. Tan enamorado que la buscaba como zahorí, perdido ya el palo de la alegría en las alcantarillas de la metrópoli. Así la encontró, abrazándose a ella de inmediato para permanecer siempre niño. Aunque su adiós fue asunto de malparidos, y si Federico hubiese vivido hasta conocer la cercanía del nuevo siglo, habría permanecido, por siempre, el niño que siempre fue y aún se esconde tras sus títeres de cachiporra y su sonrisa amarga de felicidades ajenas. Y así, como niño, se entrega a un juego de metáforas locas de surrealismo e imágenes que danzan zapatos de mordisco y miedo en ese tan paseado Poeta en Nueva York tras cuya cópula, más que lectura (ese libro lo he violentado por todos sus orificios, e igualmente he dejado que me violente por todos los que mi cuerpo ofrece), no pude volver a ser el casi niño que le acariciaba las páginas sin saber, aún, que acariciaba la Poesía.
Así que, a pesar de todo, agradezco a las padres agustinos el haber seguido los planes de estudios, independientemente de que sus diagramas equivocasen felaciones homosexuales y masturbaciones impías. A mí, al menos, me sirvió para descubrir que el sexo, como la vida, duele. Y que las generaciones y demás etiquetas las inventan los mediocres.
También me sirvió para dármelas de culto con la exclusiva intención de arrimarme a alguna fémina, especialmente citando a Lorca, por eso de la sensibilidad que se les presupone a los homosexuales. Ya ven, al fin, a pesar de tanta poesía, uno siempre ha sido bastante prosaico.
Temblor animal
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