prólogo a la 1ª edición del poemario de Sexo, drogas, poesía y rock&roll, de Javier Vayá
¿NO
FUTURE?
Caminábamos
las avenidas incorrectas de una adolescencia que ansiaba aniquilar el mañana.
Una especie de no future punk, pero
sin imperdibles más allá de los punzones de ebriedad que cosían nuestros
párpados a la madrugada de la ciudad. Quiero decir que éramos jóvenes y
rebeldes, con una juventud fraudulenta y una rebeldía de cartón piedra,
creyendo que todo porvenir se construía con nuestro pequeño puzle de excesos,
escuchando a Bowie y Morrison, usurpando besos fémina que sabían a los labios
de otro (tal vez los de Bowie, los de Morrison), o compartiendo besos en los
labios de una botella con amigos que dejarían de serlo y extraños que nunca más
visitarían nuestras vidas. Mientras tanto, una premonición de sutura anticipaba
ese futuro que rechazábamos. Leíamos a Lautréamont y Rimbaud, a Panero y Fonollosa.
Pensábamos que
el rock and roll, con sus acordes de metáfora granuja, era poesía. Creíamos que
en la sinestesia de sentidos alterados por las drogas habitaba la poesía. Sentíamos
latir la poesía, al fin, en la aliteración de gemidos del coito. Sexo, drogas y
rock and roll, triunvirato manido al que ofrendamos nuestros mejores años.
Luego, pasado el tiempo, consumida nuestra debida ración de horas muertas, llegamos
a dudar pensando que la poesía debía ser cosa distinta. Nos entregamos a
profundidades y academicismos que, más que entender, comprendíamos necesarios
para la formación de nuestro futuro. Los cuerpos ya no estaban para excesos, y
masturbábamos nuestra mente con metáforas muertas y metonimias de lodo. Porque
el futuro era ya. Y no era bonito. Aceptamos que ya nunca podríamos ser una
estrella del rock and roll, y continuamos leyendo poesía.
Puedo imaginar
que Javier Vayá, el adolescente, se dejó no poca vida en las calles, rebanadas
de piel en labios prestados, timbres de voz en aullidos de música urgente.
Luego, se entregó a la poesía, haciendo de ella norma y sendero, ensuciando las
páginas de la noche con fulgores de verso que esbozaban ese futuro que un día
negó y en que ya estaba viviendo. Hoy, ha tenido la valentía de recuperar, en
estas páginas, aquellas mitologías fugaces de la adolescencia, tal vez para sacudirse
de las manos labriegas de sus poemas la tierra anciana de lo académico y los
altos valores.

Los versos de
Vayá son adictivos como la más perniciosa de las drogas. Su lectura es tan
intensa como el más dilatado orgasmo. Su métrica resuena con la ferocidad agreste
del blues de los pantanos, y este poemario es la banda sonora de una juventud
que se niega a morir, el epitafio que nunca escribirá un Peter Pan que exhibe
su carcajada en los geriátricos de nuestra souciedad de consumo,
abofeteando a todos aquellos que abultan su cuenta corriente a costa de pasear
decálogos literarios en subvenciones travestidas de magisterio y medios de
desinformación aledaños, aquellos que otorgan premios a quienes a ellos premian,
aquellos que conocen el peligro de una sociedad que siga soñándose joven y
capaz de sentir/pensar/vivir soñando que el futuro pueda ser un arma cargada de
poesía (perdonen el exabrupto).
Los versos de
Vayá son un monumento de orfebrería sensorial erigido a mayor gloria de un
futuro que sí merece la pena. Les invito a zambullirse en ellos como el que
bucea por vez primera y descubre un coral de grandes dimensiones: sin ninguna
esperanza de regresar a la superficie siendo el mismo. Y no le tengan en cuenta
el haber tachado la palabra «Poesía» del título. Estoy seguro que lo hace por
epatar… por ir de punk y seguir gritando no
future.
Pablo Cerezal, enero de 2018
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