sábado, 16 de junio de 2018

¿no future?


prólogo a la 1ª edición del poemario de Sexo, drogas, poesía y rock&roll, de Javier Vayá

 
¿NO FUTURE?

Caminábamos las avenidas incorrectas de una adolescencia que ansiaba aniquilar el mañana. Una especie de no future punk, pero sin imperdibles más allá de los punzones de ebriedad que cosían nuestros párpados a la madrugada de la ciudad. Quiero decir que éramos jóvenes y rebeldes, con una juventud fraudulenta y una rebeldía de cartón piedra, creyendo que todo porvenir se construía con nuestro pequeño puzle de excesos, escuchando a Bowie y Morrison, usurpando besos fémina que sabían a los labios de otro (tal vez los de Bowie, los de Morrison), o compartiendo besos en los labios de una botella con amigos que dejarían de serlo y extraños que nunca más visitarían nuestras vidas. Mientras tanto, una premonición de sutura anticipaba ese futuro que rechazábamos. Leíamos a Lautréamont y Rimbaud, a Panero y Fonollosa.

Pensábamos que el rock and roll, con sus acordes de metáfora granuja, era poesía. Creíamos que en la sinestesia de sentidos alterados por las drogas habitaba la poesía. Sentíamos latir la poesía, al fin, en la aliteración de gemidos del coito. Sexo, drogas y rock and roll, triunvirato manido al que ofrendamos nuestros mejores años. Luego, pasado el tiempo, consumida nuestra debida ración de horas muertas, llegamos a dudar pensando que la poesía debía ser cosa distinta. Nos entregamos a profundidades y academicismos que, más que entender, comprendíamos necesarios para la formación de nuestro futuro. Los cuerpos ya no estaban para excesos, y masturbábamos nuestra mente con metáforas muertas y metonimias de lodo. Porque el futuro era ya. Y no era bonito. Aceptamos que ya nunca podríamos ser una estrella del rock and roll, y continuamos leyendo poesía.

Puedo imaginar que Javier Vayá, el adolescente, se dejó no poca vida en las calles, rebanadas de piel en labios prestados, timbres de voz en aullidos de música urgente. Luego, se entregó a la poesía, haciendo de ella norma y sendero, ensuciando las páginas de la noche con fulgores de verso que esbozaban ese futuro que un día negó y en que ya estaba viviendo. Hoy, ha tenido la valentía de recuperar, en estas páginas, aquellas mitologías fugaces de la adolescencia, tal vez para sacudirse de las manos labriegas de sus poemas la tierra anciana de lo académico y los altos valores. 

Los versos de Vayá son un vertiginoso periplo de imágenes prodigiosas y sorprendentes hallazgos, la resaca de un coito excedido de lírica y refriega, un riff de resplandores que arrastra por el fango las melodías de lo correcto, un chute de adrenalina y rabia, un guitarrazo de belleza y espanto, un ritmo sincopado de heridas que se atreven a gritar su nombre. Los versos de Vayá nos recuerdan que la verdadera poesía no nace de la contemplación, no, sino de la acción, aunque haya pasado el tiempo y sea otro quien, de tanto en tanto, le obligue a actuar. Aunque sea consciente de ser (como todos pero sin el todos) títere en las manos de un payaso psicópata. O, más bien por eso: por ser consciente, por no negarlo ni pretender erigirse en referente ni voz camuflada en ecos de desierto, por únicamente desgarrar la piel con el cincel exacto de la emoción y la maestría poéticas. Sí, como un cincel: certero en cada golpe, lentamente haciendo poesía de la estatua de sal en que quieren convertirnos a quienes aún nos empeñamos en mirar hacia atrás… hacia los lados.

Los versos de Vayá son adictivos como la más perniciosa de las drogas. Su lectura es tan intensa como el más dilatado orgasmo. Su métrica resuena con la ferocidad agreste del blues de los pantanos, y este poemario es la banda sonora de una juventud que se niega a morir, el epitafio que nunca escribirá un Peter Pan que exhibe su carcajada en los geriátricos de nuestra souciedad de consumo, abofeteando a todos aquellos que abultan su cuenta corriente a costa de pasear decálogos literarios en subvenciones travestidas de magisterio y medios de desinformación aledaños, aquellos que otorgan premios a quienes a ellos premian, aquellos que conocen el peligro de una sociedad que siga soñándose joven y capaz de sentir/pensar/vivir soñando que el futuro pueda ser un arma cargada de poesía (perdonen el exabrupto). 

Los versos de Vayá son un monumento de orfebrería sensorial erigido a mayor gloria de un futuro que sí merece la pena. Les invito a zambullirse en ellos como el que bucea por vez primera y descubre un coral de grandes dimensiones: sin ninguna esperanza de regresar a la superficie siendo el mismo. Y no le tengan en cuenta el haber tachado la palabra «Poesía» del título. Estoy seguro que lo hace por epatar… por ir de punk y seguir gritando no future.

Pablo Cerezal, enero de 2018

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