Las calles
de Cochabamba se desperezan al ritmo atropellado de correteos y chillidos niño.
Ha llegado la Navidad y, con ella, centenares de familias que mascullan, entre
cariadas y hambrientas dentaduras, ofertando felicitaciones y suplicando
limosnas. Han bajado de los escalofríos nevados de la cordillera. Han llegado
de la marea estanca del campo. Vienen del lóbrego poblado de madera muerta y
pan de ayer, a esta tormenta inversa de cemento y vidrio que es la ciudad.
Abandonan paraísos como prados para sembrar destellos de indigencia aquí y
allá, entre los adoquines, a la sombra del tráfico, a la puerta de los mercados
y entre los labios de las alcantarillas. Y llegan acompañados de sus retoños,
que convierten la tragedia de la mendicidad en una comedia de juegos
inconscientes, sonrisas dinamitadas y miradas de peluche.
Vienen a la ciudad porque esperan obtener de sus
habitantes la limosna que les asegure la continuación de los días. Sueñan
hallar la bondad de sus compatriotas, tras esta marea de paz y solidaridad
universales que la Navidad, ¡ay!, debería instaurar en los corazones humanos…
si de honrar las prédicas de su inventor se tratase. Atestan las calles con sus
ropas de carestía y sus proles de apetito, redecorando las aceras en que rompe la
marea del consumo y los excedentes. Tan callados, ocupados tan sólo en su mano
alzada al transeúnte, a la espera de monedas, migajas, prendas de vestir que
les desvistan el miedo a un futuro que, en su caso, llega con adelanto. Tan en
silencio, ya digo: como tormenta abortada por los caprichosos designios de la
polución.
Es así que,
en Cochabamba, como en cualquier otro lugar -me temo-, los desheredados del
banquete universal buscan entre la multitud la gema de esta minería de escarnio
en que convertimos, el resto, la dulce Navidad
Vienen de los cerros, de la verticalidad horrenda de
cordilleras sin mañana, de los pastos incendiados en ignominia de un progreso
que ignora lo verde, lo claro, los valles, los cielos. Vienen de la ciudad
subterránea para colmar nuestras calles de andrajos, plegarias y súplicas de
pan o moneda. Aquí, como en el resto del orbe: el pobre aprende del rico que
éste debe refregar su conciencia en el barreño de la limosna y la caridad… la
limosna caritativa. Es por ello que bajan a la ciudad sin límites con un
fronterizo rezo demoliéndoles la dentadura. Es por ello que invaden las
acequias de hormigón y ladrillo en busca de la migaja que nos sobra o no nos
place. Mendicidad latente de la Navidad y la Buena Nueva. Mendicidad oculta
entre los rieles de ferrocarriles que conducían al futuro y quedaron en mero
atropello de fraternidades y utopías.
Ha llegado la Navidad, con su fragancia de pavos
asados y cebones sacrificados a la mayor gloria de la gula y el exceso. Ha
llegado la Navidad para replegar su manto de banquetes sobrantes en la noche de
cartones remendados y pies fríos que habitan los habitantes de la montaña, los
montaraces supervivientes de la cordillera, los desheredados... los conocéis,
vosotros que habéis tenido el valor de enfrentarles la mirada.
Ignoro si es mejor cristiano el que les ofrece la
dádiva de la limosna y el mendrugo de pan (siente a un pobre en su mesa), o el
que se niega a siquiera mirarlos para no favorecer su inactividad pordiosera
(la igualdad no es posible). Sólo creo comprender que ellos también anhelan el
tiovivo de electrónicas y lujos a que nos someten (a unos y otros) los dueños
de mercados, bolsas y gobiernos, y tal vez sea éste el verdadero mensaje oculto
del dios de los cristianos: la igualdad entre los hombres y, por supuesto, dejad
que los niños se acerquen a mí… aunque calcen zapatos de barro y vistan
túnica de lamparones.
La Navidad, en Cochabamba, no es blanca. Salvo por el
latigazo de este sol de mediodía que amenaza devorar las noches.
Extracto de Breve historia del Circo
Pablo Cerezal
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