a Antonio Vega
La
sala Galileo estaba a rebosar. Antonio era capaz, a pesar de sus desplantes y
los numerosos conciertos en que no podía tenerse en pie, de concitar un cariño
extraño entre sus seguidores, conocedores todos de su nefasta adicción a la
heroína. Todos conocedores de su papel de demiurgo que lucha por reinventar su malparada
creación en cada recital. Una vez más, Antonio Vega había logrado que aquella
sala madrileña de música en directo se encontrase abarrotada de seguidores cuya
fidelidad quedaba lejos de toda duda.
Aquella
noche el músico no pudo (o no quiso) cantar. Dejó que fuese su guitarra la voz
que orquestase las sinfonías de melancolía y duelo que había compuesto. La
primera canción, Océano de Sol, sí la
cantó casi al completo. Después agachó la cabeza para no volver a acercarla al
micro, como ensimismado en la singladura de virtuosismo con que su mano
izquierda navegaba el chapoteo cristalino del mástil de la guitarra. No estaba
recuperado del todo, a pesar de haber ganado algunos kilos que le desaparecían
momentáneamente de la desaparición pública a que se somete a los condenados al
infierno de las drogas duras. Aparentaba fornido, incluso. A nadie, entre el
público, le molestó su silencio vocal. El público puso voz a las composiciones
del poeta. El público es así, siempre metiéndose en el escenario, siempre
irrumpiendo en el espacio que nadie les reservó. El Público, ya lo dijo García
Lorca, si quiere desempeñar su cometido, invade el escenario.
No
fue su mejor recital, pero se reveló esperanzador para las personas que se
dieron cita alrededor de su magia tartamuda aquella noche, en Galileo.
Días
antes:
miradas
sin brillo y navajas sin alma. Papel celofán adherido a la gloria volátil de la
piedra marrón. Dedos en baraja de nervio, tabaco y vejez prematura. Cuencas
oculares sorprendidas en la más oscura de las noches. El baile de la metadona
había comenzado, y los yonquis decoraban la piel del barrio de Tetuán con
disfraces de Halloween y pasos sin eco, mientras se acercaban al centro
terapéutico en que pretendían hallar la droga antitética, ésa que venía a
salvarles de la muerte en vida para la que nunca pensaron estar preparados.
La
metadona es un derivado opiáceo sintetizado por vez primera en un laboratorio
alemán, poco antes de que aquel mandatario con bigote de celuloide mudo y
ambición de cine 3D decidiese tomar las riendas del mundo occidental. El primer
uso que se le proporcionó a tal droga fue sedar a pacientes cuyo cuerpo se
disponía a la coreografía equívoca del bisturí. Después, instaurado el reinado químico
de las grandes empresas farmacéuticas, adquirió usos diversos, hasta finalizar
su breve historia de manera inversa a cómo lo hace el ser humano, o sea:
volviendo al mono. La metadona continúa siendo una de las principales
sustancias con que los adictos a heroína y derivados pueden sustituir el eco de
suplicio y angustia con que éstas aúllan en sus venas, una vez han dejado de
circularlas. Hay quien lamenta el uso de una droga para evitar la adicción a
otra, y quien, por el contrario, alude a los terribles tormentos de la fase de
abstinencia para defender esta terapia tendente a minimizar sufrimiento a aquel
que desea retomar el pulso a sus días sin verse interrumpido por la costra del
picotazo intempestivo. Imagino que sobraba esta explicación, pero me apetecía
dejar constancia, tal vez por recordar yo mismo, más que por informar al
lector. Lo lamento.
Se
inauguraba la década que precedía al temido año 2000, ése en que morirían los
sistemas informáticos y el ser humano repensaría la vida para hacerla más
amable, menos dañina, más fragante, menos dolorosa. Luego, claro, llegó el 2000
y no vimos más Apocalipsis que el de la humanidad como palabra, entidad y virtud.
Tetuán.
Antes Tetuán de las Victorias, en carpetovetónica celebración de aquella
victoria que obtuvieron las tropas españolas en la Guerra de África emprendida
contra el Reino de Marruecos, allá por 1860. Tetuán. Hoy Tetuán, sin más, como
la ciudad situada en Marruecos de la que, desde entonces, España dice ostentar
título de propiedad.
Tetuán,
hoy, amasijo de inmigración rampante, latrocinios mínimos y sobrepoblación excesiva.
Tetuán, ayer, hace unos años, lugar donde recababan las mareas de la
inmigración llamada ilegal, formada por los descendientes de aquellos
marroquíes a los que ya quisimos humillar en su tierra y que hoy, al albur de
los tiempos modernos, intentamos humillar también aquí, en este Madrid de todos
que muchos quieren hacer de pocos. Tetuán, hoy, vertedero de esperanzas de
todos los latinoamericanos que, igualmente, sin pasaporte legal o con la fecha
de caducidad impresa en su anverso, transitan las calles revertiéndolas en oro
y fango de la política migratoria dictada por Europa.
Antonio Vega, cortesía de "la red" |
Pero
me desvío… mejor regresar a aquel barrio sudoroso de bocadillo obrero y piel
descolorida en que paseaban los yonquis que, decían, querían dejarlo.
Deambulaban, cuando la mañana era incierta y la tarde daba aviso, a la espera
de que el Centro de Atención a Drogodependientes abriese sus puertas para
surtirles de metadona con que acallar el grito neandertal de la heroína.
Ostentaba
yo el dudoso honor de poder asistir a la rueda de la fortuna en que tantos
drogodependientes apostaban a la baja. Conocía al personal del Centro de Atención
a Drogodependientes del barrio de Tetuán. Fue así como pude ver por vez
primera, alejada de los escenarios, la fantasmagoría que se suponía presencia
del músico Antonio Vega. Antonio acudía con su novia de aquel entonces, también
aquejada de la enfermedad del picotazo y el abandono. Pretendía salir a flote,
olvidar en alguna esquina oxidada de sombra y orín la dependencia que le hacía
pasear escenarios de medio país a punto de licuarse en el humo de los cigarros
y el arpegio imposible de esa guitarra que le había crecido entre las manos.
Antonio
es bien majo, se nota que es un tipo sensible, él nunca se queja, si llega
tarde y no le entregamos la metadona no monta el numerito, sonríe, no intenta
engañarnos, no trapichea a la puerta del centro, de verdad quiere dejarlo. Así
me explicaban los trabajadores de aquel dispensario. Antonio es un genio, no
sabría decir si la heroína le ha ayudado a ser el gran músico y poeta que es,
es jodido decirlo así, pero cómo toca la guitarra, cómo desangra versos en cada
canción, está y estará siempre entre los mejores músicos que ha parido este
yermo de país, tampoco importa mucho si es simpático o amable. Así les
planteaba yo mis poco solidarias opiniones al respecto.
Por
una temporada, el bardo madrileño pareció haber dado un paso decidido en la
senda de la recuperación. Pude ver cómo, a cada visita al centro, una vez por
semana, su cuerpo recuperaba masa adiposa, engordaba, abandonaban su rostro las
sombras de parca con que se maquillase antaño. Parecía otro. No ocurría lo
mismo con su pareja, cada vez más demacrada y coloreada de espanto.
Después
llegó aquel concierto en Galileo. Asistí con mis amigos del Centro, eran
invitados personales de Antonio. Su «comité médico», los llamaba él. El
cantante se sentía renacer, era feliz, había depositado muchas esperanzas en
aquel recital. La realidad se reveló menos benévola, pero no fue un mal
comienzo. Así se lo explicó, una semana después, en Tetuán, a mis amigos. Yo me
congratulé con la noticia. No supe ver el presagio de sombra en la mirada de
quien me lo contaba.
Meses
después vi de nuevo a Antonio. Rondaba las calles aledañas al centro de
desintoxicación, como perdido entre sus tráfagos de luz huérfana y basura recién
horneada. A los flancos de la figura de nuevo estrecha, casi etérea, del
cantante, se arracimaban un grupo de yonquis en evidente fase terminal,
ofreciéndole todo tipo de golosinas. Me adelanté al grupo y me senté en las
escalinatas de herrumbre y desaseo del centro, confiando en verlo aparecer
antes de la hora del cierre, para recoger su dosis de metadona. No llegó
aquella tarde. Ni la siguiente, ni en meses sucesivos. No regresó ya más a
reclamar su ración de esperanza y amabilidad de bata blanca. Antonio abandonó
definitivamente el tratamiento. Quienes gustan de rodear de halo místico a esos
humanos que nos deciden emocionar con su arte, comentaron que fue debido a la
muerte de su novia, arrebatada a la vida por una desafortunada crecida de
heroína adulterada en la marea abotargada de sus venas. No lo sé, tampoco me
interesa, supongo que Antonio no quería engancharse a la metadona, esa otra
droga. O que no tenía interés en recuperar la vida que aquélla le prometía y ya
se le antojaba demasiado extraña, después de tantos años lejos de ella.
Yo
seguí asistiendo a sus recitales, a los que podía, sólo por comprobar que
seguía en pie, aunque en ocasiones amenazase con caer del escenario. Ya nunca
más le vi fornido, su declive se tatuaba en una osamenta de vértigo y una
mirada de exilio, su voz parecía haber claudicado de la batalla del timbre. Pero
sus dedos, de tanto en tanto, seguían arrancando nigromancias y quimeras a esa
guitarra que le acompañaba y, tal vez, fuese la metadona que el artista
necesitaba para seguir con vida.
Mientras
hubo guitarra, hubo esperanza.
Texto extraído de Madrid-Cochabamba
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