domingo, 12 de mayo de 2019

suenan guitarras



a Antonio Vega


La sala Galileo estaba a rebosar. Antonio era capaz, a pesar de sus desplantes y los numerosos conciertos en que no podía tenerse en pie, de concitar un cariño extraño entre sus seguidores, conocedores todos de su nefasta adicción a la heroína. Todos conocedores de su papel de demiurgo que lucha por reinventar su malparada creación en cada recital. Una vez más, Antonio Vega había logrado que aquella sala madrileña de música en directo se encontrase abarrotada de seguidores cuya fidelidad quedaba lejos de toda duda. 

Aquella noche el músico no pudo (o no quiso) cantar. Dejó que fuese su guitarra la voz que orquestase las sinfonías de melancolía y duelo que había compuesto. La primera canción, Océano de Sol, sí la cantó casi al completo. Después agachó la cabeza para no volver a acercarla al micro, como ensimismado en la singladura de virtuosismo con que su mano izquierda navegaba el chapoteo cristalino del mástil de la guitarra. No estaba recuperado del todo, a pesar de haber ganado algunos kilos que le desaparecían momentáneamente de la desaparición pública a que se somete a los condenados al infierno de las drogas duras. Aparentaba fornido, incluso. A nadie, entre el público, le molestó su silencio vocal. El público puso voz a las composiciones del poeta. El público es así, siempre metiéndose en el escenario, siempre irrumpiendo en el espacio que nadie les reservó. El Público, ya lo dijo García Lorca, si quiere desempeñar su cometido, invade el escenario.

No fue su mejor recital, pero se reveló esperanzador para las personas que se dieron cita alrededor de su magia tartamuda aquella noche, en Galileo.

Días antes:
miradas sin brillo y navajas sin alma. Papel celofán adherido a la gloria volátil de la piedra marrón. Dedos en baraja de nervio, tabaco y vejez prematura. Cuencas oculares sorprendidas en la más oscura de las noches. El baile de la metadona había comenzado, y los yonquis decoraban la piel del barrio de Tetuán con disfraces de Halloween y pasos sin eco, mientras se acercaban al centro terapéutico en que pretendían hallar la droga antitética, ésa que venía a salvarles de la muerte en vida para la que nunca pensaron estar preparados.

La metadona es un derivado opiáceo sintetizado por vez primera en un laboratorio alemán, poco antes de que aquel mandatario con bigote de celuloide mudo y ambición de cine 3D decidiese tomar las riendas del mundo occidental. El primer uso que se le proporcionó a tal droga fue sedar a pacientes cuyo cuerpo se disponía a la coreografía equívoca del bisturí. Después, instaurado el reinado químico de las grandes empresas farmacéuticas, adquirió usos diversos, hasta finalizar su breve historia de manera inversa a cómo lo hace el ser humano, o sea: volviendo al mono. La metadona continúa siendo una de las principales sustancias con que los adictos a heroína y derivados pueden sustituir el eco de suplicio y angustia con que éstas aúllan en sus venas, una vez han dejado de circularlas. Hay quien lamenta el uso de una droga para evitar la adicción a otra, y quien, por el contrario, alude a los terribles tormentos de la fase de abstinencia para defender esta terapia tendente a minimizar sufrimiento a aquel que desea retomar el pulso a sus días sin verse interrumpido por la costra del picotazo intempestivo. Imagino que sobraba esta explicación, pero me apetecía dejar constancia, tal vez por recordar yo mismo, más que por informar al lector. Lo lamento.

Se inauguraba la década que precedía al temido año 2000, ése en que morirían los sistemas informáticos y el ser humano repensaría la vida para hacerla más amable, menos dañina, más fragante, menos dolorosa. Luego, claro, llegó el 2000 y no vimos más Apocalipsis que el de la humanidad como palabra, entidad y virtud. 

Tetuán. Antes Tetuán de las Victorias, en carpetovetónica celebración de aquella victoria que obtuvieron las tropas españolas en la Guerra de África emprendida contra el Reino de Marruecos, allá por 1860. Tetuán. Hoy Tetuán, sin más, como la ciudad situada en Marruecos de la que, desde entonces, España dice ostentar título de propiedad.

Tetuán, hoy, amasijo de inmigración rampante, latrocinios mínimos y sobrepoblación excesiva. Tetuán, ayer, hace unos años, lugar donde recababan las mareas de la inmigración llamada ilegal, formada por los descendientes de aquellos marroquíes a los que ya quisimos humillar en su tierra y que hoy, al albur de los tiempos modernos, intentamos humillar también aquí, en este Madrid de todos que muchos quieren hacer de pocos. Tetuán, hoy, vertedero de esperanzas de todos los latinoamericanos que, igualmente, sin pasaporte legal o con la fecha de caducidad impresa en su anverso, transitan las calles revertiéndolas en oro y fango de la política migratoria dictada por Europa.

Antonio Vega, cortesía de "la red"
Pero me desvío… mejor regresar a aquel barrio sudoroso de bocadillo obrero y piel descolorida en que paseaban los yonquis que, decían, querían dejarlo. Deambulaban, cuando la mañana era incierta y la tarde daba aviso, a la espera de que el Centro de Atención a Drogodependientes abriese sus puertas para surtirles de metadona con que acallar el grito neandertal de la heroína. 

Ostentaba yo el dudoso honor de poder asistir a la rueda de la fortuna en que tantos drogodependientes apostaban a la baja. Conocía al personal del Centro de Atención a Drogodependientes del barrio de Tetuán. Fue así como pude ver por vez primera, alejada de los escenarios, la fantasmagoría que se suponía presencia del músico Antonio Vega. Antonio acudía con su novia de aquel entonces, también aquejada de la enfermedad del picotazo y el abandono. Pretendía salir a flote, olvidar en alguna esquina oxidada de sombra y orín la dependencia que le hacía pasear escenarios de medio país a punto de licuarse en el humo de los cigarros y el arpegio imposible de esa guitarra que le había crecido entre las manos.

Antonio es bien majo, se nota que es un tipo sensible, él nunca se queja, si llega tarde y no le entregamos la metadona no monta el numerito, sonríe, no intenta engañarnos, no trapichea a la puerta del centro, de verdad quiere dejarlo. Así me explicaban los trabajadores de aquel dispensario. Antonio es un genio, no sabría decir si la heroína le ha ayudado a ser el gran músico y poeta que es, es jodido decirlo así, pero cómo toca la guitarra, cómo desangra versos en cada canción, está y estará siempre entre los mejores músicos que ha parido este yermo de país, tampoco importa mucho si es simpático o amable. Así les planteaba yo mis poco solidarias opiniones al respecto.

Por una temporada, el bardo madrileño pareció haber dado un paso decidido en la senda de la recuperación. Pude ver cómo, a cada visita al centro, una vez por semana, su cuerpo recuperaba masa adiposa, engordaba, abandonaban su rostro las sombras de parca con que se maquillase antaño. Parecía otro. No ocurría lo mismo con su pareja, cada vez más demacrada y coloreada de espanto.

Después llegó aquel concierto en Galileo. Asistí con mis amigos del Centro, eran invitados personales de Antonio. Su «comité médico», los llamaba él. El cantante se sentía renacer, era feliz, había depositado muchas esperanzas en aquel recital. La realidad se reveló menos benévola, pero no fue un mal comienzo. Así se lo explicó, una semana después, en Tetuán, a mis amigos. Yo me congratulé con la noticia. No supe ver el presagio de sombra en la mirada de quien me lo contaba.

Meses después vi de nuevo a Antonio. Rondaba las calles aledañas al centro de desintoxicación, como perdido entre sus tráfagos de luz huérfana y basura recién horneada. A los flancos de la figura de nuevo estrecha, casi etérea, del cantante, se arracimaban un grupo de yonquis en evidente fase terminal, ofreciéndole todo tipo de golosinas. Me adelanté al grupo y me senté en las escalinatas de herrumbre y desaseo del centro, confiando en verlo aparecer antes de la hora del cierre, para recoger su dosis de metadona. No llegó aquella tarde. Ni la siguiente, ni en meses sucesivos. No regresó ya más a reclamar su ración de esperanza y amabilidad de bata blanca. Antonio abandonó definitivamente el tratamiento. Quienes gustan de rodear de halo místico a esos humanos que nos deciden emocionar con su arte, comentaron que fue debido a la muerte de su novia, arrebatada a la vida por una desafortunada crecida de heroína adulterada en la marea abotargada de sus venas. No lo sé, tampoco me interesa, supongo que Antonio no quería engancharse a la metadona, esa otra droga. O que no tenía interés en recuperar la vida que aquélla le prometía y ya se le antojaba demasiado extraña, después de tantos años lejos de ella.

Yo seguí asistiendo a sus recitales, a los que podía, sólo por comprobar que seguía en pie, aunque en ocasiones amenazase con caer del escenario. Ya nunca más le vi fornido, su declive se tatuaba en una osamenta de vértigo y una mirada de exilio, su voz parecía haber claudicado de la batalla del timbre. Pero sus dedos, de tanto en tanto, seguían arrancando nigromancias y quimeras a esa guitarra que le acompañaba y, tal vez, fuese la metadona que el artista necesitaba para seguir con vida. 

Mientras hubo guitarra, hubo esperanza. 


Texto extraído de Madrid-Cochabamba

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