Se me ha caído un diente de leche que aún permanecía anclado a mi dentadura. Como a un anciano que masca pan duro, se me ha caído esa migaja dental en la mesa de un bar, ante la cerveza que aún no había inaugurado. El residuo bucal descansa ahora junto a la cerveza como si fuese el aperitivo que el camarero no me ha servido. Comienza a ser difícil, en Madrid, que te pongan aperitivo en los bares. Ya somos destino turístico de altura, mira qué bien.
El caso es que el camarero no me ha servido aperitivo, y ahora el diente descansa sobre una mesa sin gracia ni mantel, junto a la copa de cerveza, como un aperitivo de infancia fugaz que me ha servido la parca.
Me advirtieron los dentistas, en un par de ocasiones, de que tenía ese resto incrustado en mi mandíbula, que sería bueno extirparlo. Siempre me negué a hacerlo, llevaba conmigo toda una vida, esa recuerdo de la niñez. Ahora que lo miro, comprendo que ya estoy más cerca del cementerio que del paritorio, y que lo que me queda por vivir es ya un morir lento y despacioso. Al menos eso espero, que no sea una defunción urgente, que aún le quede algo de biografía a mi mandíbula... y al resto de mi cuerpo. Pero no puedo dejar de comprender ese diente de leche como aperitivo a devorar y, de paso, con él, devorar lo vivido. Después cepillaré el resto de mi dentadura temiendo sorprenderla dispuesta a nuevas deserciones.
Que sólo me queda muerte por delante, o sea, ya digo. Y tu lengua no jugará más con ese extracto que dejó escrito, en mi mandíbula, aquel diente de leche cándido y pueril. Tu lengua, esa degollina de repostería y salitre, cuando jugaba con mis dientes, cuando me besabas, cuando nos besábamos anticipando ese ósculo de muertos en que ha dado nuestra imagen...
más temblor
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