Las temperaturas otorgan tregua a los silentes escribas del sudor que, de tanto en tanto, temen desfallecer. No es climatología lo que les derrumba. El sudor es aprendizaje de largo aliento, locomoción que se fragua en playlist etérea y paréntesis de silencio.
En la cocina, disponemos los cuchillos, las tijeras, los dientes sin mordida del tenedor y todos aquellos libros que dejamos abandonados a las lecturas del horno. Los porteadores del cafetal amanecerán, mañana, aún con legañas cuando les despintes de rímel las pestañas preguntándote si ya llegó a ebullición. Y no te das cuenta de que todo bulle y apabulle y que la piel es despensa de aquello que decidimos dejar olvidado en el vientre de esa urbe deconstruida que llamamos memoria.
Disponer sobre la encimera los aparejos, como en día de pesca, y deleitarte una vez alcanzado el punto de ebullición. Momento de morder y dar a morder el anzuelo mientras contemplas todo una jungla de festividades abrazadas en la carne que, antes de ser masticada, desmenuza la tuya en degollinas de fiesta.
Celebración de la carne cruda ya caduco el carnaval. Espasmos del vientre de corza y mordidas benévolas en las pestañas del pez que aún se sabe vivo de nataciones y fosas. Golpe en la cerviz que contradice la tradición funesta en que desperdigan preces los conejos. Sus ojos enloquecidos en locomociones del viejo oeste, película de la tarde, patio de luces desde el que flechas te rizan las sienes mientras los indios pierden una nueva batalla. Pedazos de carne cruda y un cuchillo ambidiestro regalando muescas a ese momento en que habitamos lo eterno, tras morder toda la luz que pierde sentido cuando proyectada sobre una masacre de pupilas desorbitadas, émbolos espirituales y fogata de cabellos.
Como los antiguos druidas, entre las vísceras buscamos la respuesta.
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te escucho...