agradeciendo el caudal sónico de poesía y mordisco
derramado por José Ignacio Lapido
Cochabamba se mueve en transporte público. Pocos, de entre sus ciudadanos, son los que reciben salario suficiente que les permita desplazarse en auto propio. Así que la mayoría, mayoritaria por redundancia, que no por ruidosa, mayoría silenciosa pues, desenreda los trayectos de sus jornadas en micros, trufis, taxis...con el semblante esculpido en fotograma y la palabra en barbecho.
Otro día explicaré qué cosa son las trufis, cuál los micros. Los taxis no precisan explicación, todo occidental los conoce. Tan sólo diré que aquí, en Cochabamba, carecen de ingenio tecnológico alguno que contabilice los kilómetros recorridos transformándolos en unidades monetarias. El precio de la "carrera" se negocia con el taxista, antes de emprenderla, y en pocas ocasiones alcanza a fijarse más allá de lo que a cualquiera de ustedes vendría a costarles un café, si lo toman en la taberna más rancia del más lóbrego y popular barrio de su ciudad. Es algo que se hace en principio, para tantear precios. Después, ya conocido el precio justo (siempre escueto), se abona una vez arribados a destino.
Lo que pretendía explicar es que el cochabambino precisa del transporte público para llegar al trabajo (si lo tiene), al colegio (si está escolarizado), al mercado (si tiene algo que poder vender, o una mínima necesidad alimenticia que poder satisfacer), y un largo etcétera de traslados que no podrían realizarse de no existir los servicios de transporte mencionados. Por ello una huelga de transporte público como la del pasado miércoles, y que amenaza con repetirse una semana después, inutiliza la actividad vital de la ciudad y le cuelga el cartel de "cerrado por huelga". Cierran los colegios, cierran las empresas, cierran los pequeños negociados...
Durante un día se esconde en los hogares el ruidoso regocijo del recreo, el teclear insomne de las contabilidades, el breve trueque de panes, peces y divisas, y humedece las calles un musical regato de pasos perdidos que no hallan desembocadura en la que inaugurar laguna, mar u océano.
Para un occidental no deja de resultar harto sorprendente el hecho de que la ciudadanía asuma cada nueva huelga, paro, bloqueo, como algo natural, otorgando incluso a los amotinados el beneficio de la duda, llegando a comprender los motivos que les conducen a imposibilitarles el transporte.
Recuerdo escenas de pánico cuando, ante una nueva huelga de Metro, tren o autobús, los ciudadanos madrileños alcanzaban el estado de shock, ante la terrorífica posibilidad de llegar unos minutos tarde al puesto de trabajo. Recuerdo escenas de histeria, mujeres con el grito y el insulto a flor de labio, trabajadores arracimados a la escueta parra del asidero que, en el vagón del tren que cubría los servicios mínimos, escanciaba zumo de sudor y vino de ira, personas normales, como usted, como yo, ansiosas por ocupar el cubículo móvil que les movilizara hasta su inmóvil puesto de trabajo, aterrorizadas ante la sola idea de llegar tarde, de recibir por ello el envenenado dardo de la mirada de sus superiores...y ante tan terrible perspectiva no importa pisotear a otro que, como tú, intenta salvaguardarse de la malévola huelga y mantener a salvo, así, su salario.
En Cochabamba, como en Bolivia entera y gran parte de esta América que hemos querido intitular Latina, recuperan (quizás), o echan por tierra (tal vez), esa latinidad de la que en otras ocasiones gustamos de hacer gala los hijos de los conquistadores. Aquí, y en el resto del continente, casi hasta las lindes en que comienza a difuminarse en fronteras de alambre de espino y perros adiestrados para la localización del paquete que conduce hacia la gran Norteamérica kilogramos de sueños adulterados para ser inyectados en vena, aquí, ya digo, son comprendidas/toleradas/asumidas como justas y necesarias las huelgas de aquellos que aún comprenden que la única manera de defender su festín de migajas y esfuerzo es la lucha abierta y descarnada. Y no, no hay servicios mínimos. Y no, no hay despidos ni reprimendas a aquellos de entre los ciudadanos que por tal motivo no pueden llegar a tiempo, o incluso no llegan en todo el día, a la casilla marcada con su nombre, a su puesto de trabajo.
Recuerdo desquiciadas escenas, incomprensión e insultos hacia los que decidían, por un día, demostrar que sin su esfuerzo de horas hurtadas al sueño y a la propia vida, la de los demás no sería tan cómoda, tan fluida en su marea de hueco y nula percepción del paso del tiempo que no, no regresa.
Son recuerdos, ya digo, de cosas que ocurrían o pudieron/podrían suceder...en otro tiempo, en otro lugar...
Para un occidental no deja de resultar harto sorprendente el hecho de que la ciudadanía asuma cada nueva huelga, paro, bloqueo, como algo natural, otorgando incluso a los amotinados el beneficio de la duda, llegando a comprender los motivos que les conducen a imposibilitarles el transporte.
Recuerdo escenas de pánico cuando, ante una nueva huelga de Metro, tren o autobús, los ciudadanos madrileños alcanzaban el estado de shock, ante la terrorífica posibilidad de llegar unos minutos tarde al puesto de trabajo. Recuerdo escenas de histeria, mujeres con el grito y el insulto a flor de labio, trabajadores arracimados a la escueta parra del asidero que, en el vagón del tren que cubría los servicios mínimos, escanciaba zumo de sudor y vino de ira, personas normales, como usted, como yo, ansiosas por ocupar el cubículo móvil que les movilizara hasta su inmóvil puesto de trabajo, aterrorizadas ante la sola idea de llegar tarde, de recibir por ello el envenenado dardo de la mirada de sus superiores...y ante tan terrible perspectiva no importa pisotear a otro que, como tú, intenta salvaguardarse de la malévola huelga y mantener a salvo, así, su salario.
Bajar al suburbano con el cuchillo entre los dientes
y la alevosía cobarde del que se sabe esclavo,
para mejor subir al reptil Olimpo de los delincuentes
a quienes hemos permitido sustraernos la dignidad y el aliento.
En Cochabamba, como en Bolivia entera y gran parte de esta América que hemos querido intitular Latina, recuperan (quizás), o echan por tierra (tal vez), esa latinidad de la que en otras ocasiones gustamos de hacer gala los hijos de los conquistadores. Aquí, y en el resto del continente, casi hasta las lindes en que comienza a difuminarse en fronteras de alambre de espino y perros adiestrados para la localización del paquete que conduce hacia la gran Norteamérica kilogramos de sueños adulterados para ser inyectados en vena, aquí, ya digo, son comprendidas/toleradas/asumidas como justas y necesarias las huelgas de aquellos que aún comprenden que la única manera de defender su festín de migajas y esfuerzo es la lucha abierta y descarnada. Y no, no hay servicios mínimos. Y no, no hay despidos ni reprimendas a aquellos de entre los ciudadanos que por tal motivo no pueden llegar a tiempo, o incluso no llegan en todo el día, a la casilla marcada con su nombre, a su puesto de trabajo.
Recuerdo desquiciadas escenas, incomprensión e insultos hacia los que decidían, por un día, demostrar que sin su esfuerzo de horas hurtadas al sueño y a la propia vida, la de los demás no sería tan cómoda, tan fluida en su marea de hueco y nula percepción del paso del tiempo que no, no regresa.
Son recuerdos, ya digo, de cosas que ocurrían o pudieron/podrían suceder...en otro tiempo, en otro lugar...
Gracias por hacer nuestro el mundo más extenso, nuestro universo personal menos limitado, gracias por escribir desde el viaje interior al que te destinaste, para conocer, saber, descubrir...y, al comunicárnoslo, hacer que los demás conozcamos, sepamos, descubramos. Un verdadero escritor viajero siempre comunica su asombro. Y tu asombro está lleno de cultura y maravillosas letras. Gracias, Pablo.
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