Afirman los estudiosos del tema (sí, los hay) que las artes circenses comenzaron a ejercer su democracia de anatómica peripecia y habilidosa fantasía en las lejanas tierras de lo que hoy damos en llamar Oriente, esto es: China, La India, y más allá. Aseguran también que esa exuberante floresta de malabares y acrobacias germinó hace más de 3.000 años, y adoptaría frondoso perfil en la cultura mesopotámica.
...Mesopotamia...sólo su nombre congrega escalofríos
...sólo su sedosa dicción y la de sus afluentes
...acordonando mítica floresta de jardín edénico
...Tigris...Eúfrates...leer esos nombres...apetece hacer guarida por siempre en las palabras
...emparedarse entre letras como ladrillos...sepultarse bajo arenas como frases...
...sólo su sedosa dicción y la de sus afluentes
...acordonando mítica floresta de jardín edénico
...Tigris...Eúfrates...leer esos nombres...apetece hacer guarida por siempre en las palabras
...emparedarse entre letras como ladrillos...sepultarse bajo arenas como frases...
Pero la Historia nos enseña, aparte el lirismo de geografías extintas y civilizaciones ya ausentes, que en la antigua Mesopotamia la figura del guerrero era de importancia suma, y que los circunloquios corporales de malabaristas, acróbatas, contorsionistas y saltimbanquis, no eran más que ficticia representación o real quimera de los movimientos otorgados a los enemigos en el campo de batalla.
Así es...o al menos así gustan de narrarlo los pocos de entre nosotros que aún se interesan por el mundo del Circo. Inauguraron, los guerreros que no fueron reclutados para la lucha, o aquellos que de esta salieron invictos y no fueron de nuevo contratados para el salvaje salario del dolor, filigranas que arracimaban a los cuidadanos a su alrededor, en plazas y callejas, y de las que obtenían óbolos, talentos, dracmas con los que conseguirse una escudilla de leche, o un costillar de becerra, por ejemplo. Así fueron los albores de lo que hoy muchos no conciben más que bajo el techado mugriento de una carpa. Así los inicios de un arte que paseaba caminos por mejor conocerse a él mismo y, de paso, ganar el pan. Hoy día hemos olvidado del Circo, como de tantas maestrías, el origen y propósito, y ya sólo lo frecuentamos si se engalana de pirotecnias y atronadoras melodías mero producto de la modernidad high-tech. Olvidamos el factor humano.Como en tantas ocasiones ya. Demasiadas.
Pero resulta que Mesopotamia no sólo existió la de los antiguos libros de texto. Es así que en la Argentina, y desde 1860 aprox., existe una región geográfica de nombre Mesopotamia que no riegan Tigris y Eúfrates, sino Paraná y Uruguay, otros dos caudales agrestes que reverdecen el mito de los torrentes asiáticos que algunos suponen cuna de la Humanidad (o al menos de la que en leyendas quisieron imponernos los Padres de la Religión). Y si acudimos a la geografía suramericana, quizás por rocambolescos trueques del idioma o los mitos, hallamos que el Circo aún está vivo, y podremos obtener la dicha, si del demorado pasear somos gustosos, de hallar en cualquier Plaza de Armas del continente, un grupo de saltimbanquis coloreando la atmósfera con milagrosos movimientos, haciendo rebaño de vuelo con el despacioso planear de las palomas.
Como de costumbre la Historia la escriben (dicen) los vencedores. Y es por ello que quisimos los que hoy portamos occidental documento identificatorio (¿es preciso?) dejar de lado la energía que los aztecas imprimían a los pedernales que con sus pies impulsaban hacia el cielo de Huitzilopochtli, o la que, entre risas, empleaban los niños incas para evitar que los objetos que de diversión les servían no tomasen contacto con el terrado de Pachacamac.
En Cochamba puedo contemplar, cada día, el afán de un nutrido grupo de niños cuyo futuro, al igual que el de los guerreros que dieron origen al Circo, parecía estar escrito. Niños cuyo porvenir quisieron (¿quiénes?) labrar en las mareas de juguete de desagües y vertederos, desvencijar en los efluvios del pegamento, anudar al sacrificio inmundo de una niñez sin juego.
Sabían los guerreros de la antiguedad que el futuro no estaba escrito. Por eso regresaban a casa, tras la batalla, y convertían en juego, magia y admiración las piruetas que un día les salvaron la vida, en aquel combate tiznado de inminente mortaja.
Igual los niños de Cochabamba, esos guerreros de peluche que hoy divierten al vecindario y colocan sonrisas como guirnaldas en el rostro admirado de quien, ante sus valerosos números circenses, puede recuperar por un instante el dulce sabor de la victoria, olvidando por un instante las penurias y tragedias de una vida remendada de estrecheces. Como los antiguos guerrilleros, algunos niños, en Cochabamba, recién vencido el adversario de hambre y miseria de una vida cercenada, recuperan sus habilidades. Y la mayor habilidad de un niño es el juego. Por eso, cuando malabaristas, admira el fascinado público su porte de guerreros. Guerreros de la esperanza, no de la humillación ni la derrota.
Así es...o al menos así gustan de narrarlo los pocos de entre nosotros que aún se interesan por el mundo del Circo. Inauguraron, los guerreros que no fueron reclutados para la lucha, o aquellos que de esta salieron invictos y no fueron de nuevo contratados para el salvaje salario del dolor, filigranas que arracimaban a los cuidadanos a su alrededor, en plazas y callejas, y de las que obtenían óbolos, talentos, dracmas con los que conseguirse una escudilla de leche, o un costillar de becerra, por ejemplo. Así fueron los albores de lo que hoy muchos no conciben más que bajo el techado mugriento de una carpa. Así los inicios de un arte que paseaba caminos por mejor conocerse a él mismo y, de paso, ganar el pan. Hoy día hemos olvidado del Circo, como de tantas maestrías, el origen y propósito, y ya sólo lo frecuentamos si se engalana de pirotecnias y atronadoras melodías mero producto de la modernidad high-tech. Olvidamos el factor humano.Como en tantas ocasiones ya. Demasiadas.
Pero resulta que Mesopotamia no sólo existió la de los antiguos libros de texto. Es así que en la Argentina, y desde 1860 aprox., existe una región geográfica de nombre Mesopotamia que no riegan Tigris y Eúfrates, sino Paraná y Uruguay, otros dos caudales agrestes que reverdecen el mito de los torrentes asiáticos que algunos suponen cuna de la Humanidad (o al menos de la que en leyendas quisieron imponernos los Padres de la Religión). Y si acudimos a la geografía suramericana, quizás por rocambolescos trueques del idioma o los mitos, hallamos que el Circo aún está vivo, y podremos obtener la dicha, si del demorado pasear somos gustosos, de hallar en cualquier Plaza de Armas del continente, un grupo de saltimbanquis coloreando la atmósfera con milagrosos movimientos, haciendo rebaño de vuelo con el despacioso planear de las palomas.
Como de costumbre la Historia la escriben (dicen) los vencedores. Y es por ello que quisimos los que hoy portamos occidental documento identificatorio (¿es preciso?) dejar de lado la energía que los aztecas imprimían a los pedernales que con sus pies impulsaban hacia el cielo de Huitzilopochtli, o la que, entre risas, empleaban los niños incas para evitar que los objetos que de diversión les servían no tomasen contacto con el terrado de Pachacamac.
En Cochamba puedo contemplar, cada día, el afán de un nutrido grupo de niños cuyo futuro, al igual que el de los guerreros que dieron origen al Circo, parecía estar escrito. Niños cuyo porvenir quisieron (¿quiénes?) labrar en las mareas de juguete de desagües y vertederos, desvencijar en los efluvios del pegamento, anudar al sacrificio inmundo de una niñez sin juego.
Sabían los guerreros de la antiguedad que el futuro no estaba escrito. Por eso regresaban a casa, tras la batalla, y convertían en juego, magia y admiración las piruetas que un día les salvaron la vida, en aquel combate tiznado de inminente mortaja.
Igual los niños de Cochabamba, esos guerreros de peluche que hoy divierten al vecindario y colocan sonrisas como guirnaldas en el rostro admirado de quien, ante sus valerosos números circenses, puede recuperar por un instante el dulce sabor de la victoria, olvidando por un instante las penurias y tragedias de una vida remendada de estrecheces. Como los antiguos guerrilleros, algunos niños, en Cochabamba, recién vencido el adversario de hambre y miseria de una vida cercenada, recuperan sus habilidades. Y la mayor habilidad de un niño es el juego. Por eso, cuando malabaristas, admira el fascinado público su porte de guerreros. Guerreros de la esperanza, no de la humillación ni la derrota.
mi agradecimiento a todos los jóvenes que participan en los proyectos de Performing Life
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te escucho...