haga lo que haga en la tierra... lo haré mal, porque haga lo que haga en la tierra seguiré penando/gozando/sufriendo/celebrando aun a costa de los daños y los dardos certeramente lanzados por los tibios de corazón... haga lo que haga en la tierra Vicente Muñoz Álvarez, seguirá escarbando la palabra hasta deglutirla y reducirla al temblor y el escalofrío, como en este delicioso volumen, al temblor de la intemperie de quien vive y sabe que ha vivido por mucho que otros, los tibios de corazón, le obliguen a seguir muriendo y le recuerden que, según sus cánones, haga lo que haga lo hará mal, todos esos que le/nos obligan a seguir muriendo más hacia arriba de lo que lo hacen los peces que nunca se dejaron pescar, aquellos que siempre latieron para celebrar el latido libre de látigos y dueños y arritmias y lamentos, al escalofrío del Poeta que se duele, sí, mucho, en este poemario mirífico, pero también celebra cada uno de sus pasos en esta tierra, cada uno de sus años, reduciendo a un temblor escueto y certero cada uno de los requiebros con que el alma nos regala un sorbo de agua o de alcohol o un mordisco de escarcha y hongo libérrimo... y en tiempos de salvemos la hostelería, Vicente parece decir: ¡no!, salvemos las tabernas y a los taberneros... en tiempos de salvemos la economía, Vicente parece decir: ¡no!, salvemos el salir a flote y la sonrisa derrotada del derrotado guerrero... en tiempos de sálvese quien pueda, Vicente parece decir: ¡no!, salvémonos unos a otros porque no habrá quien pueda que hacerlo quiera, porque no somos más distintos entre nosotros de lo que lo son el musgo y el olvido... Vicente aposenta su matraz sobre el escritorio y deja que brote la alquimia del verbo escueto que no, no es haiku ni mamarracheces del estilo pergeñadas por botarates pedantes que nunca pisaron el oriente y mucho menos saborearon su poesía (porque no la entienden, porque no son orientales, y perdonen el exabrupto, pero cansa este absurdo retorno happy flower al oriente que no conocemos: porque en oriente la gente muere en la calle a la vista de todos y no por televisión, y es devorada por buitres, ratas, larvas y lagartos ante la mirada impávida del personal, ante la aquiescencia nada happy de transeúntes y escarabajos... como aquí, sí, tal vez, pero no somos orientales ni sabemos lo que es un haiku más allá de otra etiqueta con que etiquetar un traje que no conoce nuestra medida... así la poesía de Vicente: al tuétano, a lo escueto, pero a lo escueto del latido occidental, nada de haikus ni monsergas new age, puestos a elegir etiquetas le quedan más cercanas las de borracho de barra prendido a la misma de un bar de un extrarradio cualquiera de cualquiera ciudad perdida en lo más ignoto de la geografía ibérica a la que sólo llegan las cámaras televisivas para recordarnos que en invierno nieva y la población en que habita el citado borracho queda irremisiblemente perdida en el olvido hasta que el reportero de turno llega bien pertrechado de quitanieves y ropa cálida a regalarle sus 15 minutos de fama), no, decía, la finísima línea que traza Vicente en esta quintaesencia de su vida (y, por tanto, de su Poética) es esa que atraviesa el ánima de quien se sabe animal y se sabe vivo pero vivido y cansado y aún así esperanzado de que toda su travesía (ese otro título suyo al que tuve el honor de escupir palabras a modo de prólogo) tiene sentido a pesar de los años y los daños, a pesar de los clavos que a diversas cruces quisieron clavarlo... Vicente, hoy, haga lo que haga en la tierra, es más libre, más sincero, más gusano ansioso de roer el tuétano de la vida para despertarnos de este ensueño carente de opio con que ansían adormecernos los hacedores de opios que sólo adormecen la maravilla de sentirse vivo... los tibios de corazón, ya digo, para los que siempre, haga lo que haga en la tierra: lo haré mal... perdona, Vicente, quería escribir otra cosa, quería recomendar esta tu antepenúltima joya, y sólo me ha salido una verborrea ebria de flor y fango, pero al fin y al cabo sólo tú tienes la culpa: por seguir escribiendo y afilando tu pluma en la rabia calma del vertedero y en la acequia sutil del vivir en un jardín que, una vez más, con este volumen, has tenido la desfachatez de desbrozar como un nuevo regalo, una vez más... gracias, siempre, y: ¡siempre adelante!
viernes, 18 de diciembre de 2020
martes, 8 de diciembre de 2020
estaciones
Sabe a ti este temblor de simiente entre
mis dedos, a pesar de ser solo remembranza del naufragio de mis labios al vórtice de tu deseo.
Los taxistas hacen
ronda en el aeropuerto a la espera de turistas de origen incierto.
Las farolas adiestran
con esmero su hambre de sombra huérfana de cierzo.
Los ciudadanos repliegan
su apetito en los palacios de invierno de la cena sin riesgo.
Y
yo paseo las calles de una ciudad sin vida, únicamente animada por el susurro de
hojas secas en que tropiezan mis labios tras pronunciar el nombre con que quise
apellidar el instante en que tu carne se hizo verbo.
Ahora, mira cómo me acaricio para depositar en el paladar, cual jugo robado a la fruta
inmadura de tu exceso, esta gota en que me vierto como lluvia suicidando su disfraz de nevermore y
reloj sincero.
Fue
primavera y ya es otoño, casi invierno. Y el verano, hoy, ente mis dedos, cual ambrosía
de recuerdos.
martes, 11 de agosto de 2020
todo está permitido *
El teórico George Steiner asegura que aquello que no se nombra no existe. Esto, que podría parecer simple «boutade», surge de una larga tradición ontológica inaugurada por Heidegger, quien afirmó que lo propio del lenguaje es revelarnos una verdad que no era explícita hasta que fue nombrada. Mucho antes, el líder de la secta hashashín, Hassan ibn Sabbah, declaraba que nada es real y, por tanto, todo está permitido. ¿Paradójico? Quizás.
El 27 de abril de 2010, en el backstage del House of Blues de Houston, un músico enamorado de la música que ya tenía nombre, decidió estampar el suyo en una pared que habían decorado antes, con su oscura grafía de mito y arpegio, artistas como Etta James y B.B. King. El músico en cuestión se acercó a la pared, y escribió: Bunbury y Los Santos Inocentes. Antes, preguntó a quienes le rodeaban: ¿qué día es hoy? Alguien debía nombrar aquella jornada para que ya nunca dejase de existir.
Enrique Ortiz de Landázuri siempre tuvo claro que quería vivir por y para la música, vivir en música. Así, decidió autonombrarse Bunbury, descubriendo al público lo que ya existía pero este aún no alcanzaba a comprender. Muchos años después, aquel día de abril, en Houston, revelaba otra realidad ineludible, la existencia de un grupo de músicos llamados a acompañarle en sus futuros periplos por la melodía y la emoción. Ya tenía a sus Heartbreakers, sus Crazy Horse... sus Bad Seeds.
Bunbury lleva toda una vida roturando sus demonios interiores en surcos de melodía que recompone sin descanso, en su jardín de canciones, con la única intención de germinar flores que huelan a eternidad. La etapa junto a Los Santos Inocentes ha desbrozado los recodos más dubitativos de su música. Cada uno de los discos nacidos de esta unión revela una madurez artística que hurga en las raíces del sonido, y descubre vergeles musicales de refinado y novísimo latido.
Ya en El tiempo de las cerezas, y en su correspondiente gira, anduvieron enredados los fulminantes acordes de Álvaro Suite, los teclados atmosféricos de Jorge Rebenaque, y el cronómetro rítmico de Ramón Gacías. Gran parte de la banda abonaba ya el terreno que Bunbury mima, cual labriego de la armonía, para florecerlo de tonadas como instantes eternos.
En Hellville de Luxe se incorporan las insustituibles piezas restantes, el guitarrista Jordi Mena y el bajista Robert Castellanos. Los Santos Inocentes ya son, y brotan melodías que beben en los manantiales de la música americana, sin ignorar las raíces latinas que le nacen, de los pies y las entrañas, al propio Bunbury. Raíces que utilizará para colorear, cual Pollock de arteria en flor, los surcos de Licenciado Cantinas, añadiendo nuevas semillas a su terrario de milagros con nombre de canción, y al percusionista Quino Béjar como nuevo miembro del grupo. Antes, un riego de soledad y cuchillo ha germinado ese exquisito manual de instrucciones para cultivar melancolías que es Las Consecuencias. Tres álbumes que indagan en los linajes de la música occidental ninguneando a sus talibanes. Así, mezclan, mixturan, practican injertos a tanta raíz oxidada, y recrean pasajes sonoros que desobedecen los catálogos.
Guiados por la intuición, Bunbury y Los Santos Inocentes profundizan en su arriesgada aleación de savias sonoras, se inmiscuyen en las tertulias del desencanto, y nos regalan un ramillete de canciones espinadas de actualidad con Palosanto. Inician una incursión en lo digital que no niega lo analógico. De su coyunda nace un sonido exuberante que crece con la escucha, el único riego que admite la música por parte del oyente.
Violentando esta alquimia de raíces, fructifica timbre el saxo de Santi del Campo, nuevo miembro de la banda, y el jardín sigue creciendo, hermoso y cruel, con esa ensoñación clarividente de acústica que es Expectativas, un álbum como vendimia que libar durante los feroces meses del invierno anímico. Por si acaso, como la tierra requiere cuidados y, de tanto en tanto, hay que practicar trasplantes y cosas así, Bunbury renueva las flores de su propio cancionero en El Libro de las mutaciones, «unplugged» que reordena las normas no escritas de ese tipo de grabaciones.
Excepcional, la cosecha. Es obvio que al cantante y compositor le crece por dentro, cual floristería montaraz, una jungla de canciones que se contempla en el espejo de su voz. Esta, madura de timbre y acentos, lozana de lírica exacta, sabe nombrar, como pocas, armonías y cadencias. Y Los Santos Inocentes, con su maestría, son la semilla perfecta de un proyecto musical en que todo está permitido.
Siempre agradeceré a estas canciones el regalo que suponen. Pero también el haberme confirmado que Heidegger y Sabbah tenían razón, por contradictorio que pudiese parecer. Hay que nombrar las cosas, para que existan. Después, por si aun existiendo no fuesen reales, hacer con ellas lo que dicte la intuición. A eso, tal vez, se limite la creación artística y, afortunadamente para la música, Bunbury ya conoce la fórmula.
miércoles, 22 de julio de 2020
la poética tangerina del mercurio
Fotograma de «Madrid-Cochabamba», documental de José Ramón Da Cruz |