viernes, 18 de diciembre de 2020

... lo haré mal

haga lo que haga en la tierra... lo haré mal, porque haga lo que haga en la tierra seguiré penando/gozando/sufriendo/celebrando aun a costa de los daños y los dardos certeramente lanzados por los tibios de corazón... haga lo que haga en la tierra Vicente Muñoz Álvarez, seguirá escarbando la palabra hasta deglutirla y reducirla al temblor y el escalofrío, como en este delicioso volumen, al temblor de la intemperie de quien vive y sabe que ha vivido por mucho que otros, los tibios de corazón, le obliguen a seguir muriendo y le recuerden que, según sus cánones, haga lo que haga lo hará mal, todos esos que le/nos obligan a seguir muriendo más hacia arriba de lo que lo hacen los peces que nunca se dejaron pescar, aquellos que siempre latieron para celebrar el latido libre de látigos y dueños y arritmias y lamentos, al escalofrío del Poeta que se duele, sí, mucho, en este poemario mirífico, pero también celebra cada uno de sus pasos en esta tierra, cada uno de sus años, reduciendo a un temblor escueto y certero cada uno de los requiebros con que el alma nos regala un sorbo de agua o de alcohol o un mordisco de escarcha y hongo libérrimo... y en tiempos de salvemos la hostelería, Vicente parece decir: ¡no!, salvemos las tabernas y a los taberneros... en tiempos de salvemos la economía, Vicente parece decir: ¡no!, salvemos el salir a flote y la sonrisa derrotada del derrotado guerrero... en tiempos de sálvese quien pueda, Vicente parece decir: ¡no!, salvémonos unos a otros porque no habrá quien pueda que hacerlo quiera, porque no somos más distintos entre nosotros de lo que lo son el musgo y el olvido... Vicente aposenta su matraz sobre el escritorio y deja que brote la alquimia del verbo escueto que no, no es haiku ni mamarracheces del estilo pergeñadas por botarates pedantes que nunca pisaron el oriente y mucho menos saborearon su poesía (porque no la entienden, porque no son orientales, y perdonen el exabrupto, pero cansa este absurdo retorno happy flower al oriente que no conocemos: porque en oriente la gente muere en la calle a la vista de todos y no por televisión, y es devorada por buitres, ratas, larvas y lagartos ante la mirada impávida del personal, ante la aquiescencia nada happy de transeúntes y escarabajos... como aquí, sí, tal vez, pero no somos orientales ni sabemos lo que es un haiku más allá de otra etiqueta con que etiquetar un traje que no conoce nuestra medida... así la poesía de Vicente: al tuétano, a lo escueto, pero a lo escueto del latido occidental, nada de haikus ni monsergas new age, puestos a elegir etiquetas le quedan más cercanas las de borracho de barra prendido a la misma de un bar de un extrarradio cualquiera de cualquiera ciudad perdida en lo más ignoto de la geografía ibérica a la que sólo llegan las cámaras televisivas para recordarnos que en invierno nieva y la población en que habita el citado borracho queda irremisiblemente perdida en el olvido hasta que el reportero de turno llega bien pertrechado de quitanieves y ropa cálida a regalarle sus 15 minutos de fama), no, decía, la finísima línea que traza Vicente en esta quintaesencia de su vida (y, por tanto, de su Poética) es esa que atraviesa el ánima de quien se sabe animal y se sabe vivo pero vivido y cansado y aún así esperanzado de que toda su travesía (ese otro título suyo al que tuve el honor de escupir palabras a modo de prólogo) tiene sentido a pesar de los años y los daños, a pesar de los clavos que a diversas cruces quisieron clavarlo... Vicente, hoy, haga lo que haga en la tierra, es más libre, más sincero, más gusano ansioso de roer el tuétano de la vida para despertarnos de este ensueño carente de opio con que ansían adormecernos los hacedores de opios que sólo adormecen la maravilla de sentirse vivo... los tibios de corazón, ya digo, para los que siempre, haga lo que haga en la tierra: lo haré mal... perdona, Vicente, quería escribir otra cosa, quería recomendar esta tu antepenúltima joya, y sólo me ha salido una verborrea ebria de flor y fango, pero al fin y al cabo sólo tú tienes la culpa: por seguir escribiendo y afilando tu pluma en la rabia calma del vertedero y en la acequia sutil del vivir en un jardín que, una vez más, con este volumen, has tenido la desfachatez de desbrozar como un nuevo regalo, una vez más... gracias, siempre, y: ¡siempre adelante!



martes, 8 de diciembre de 2020

estaciones

 

Sabe a ti este temblor de simiente entre mis dedos, a pesar de ser solo remembranza del naufragio de mis labios al vórtice de tu deseo.

Los taxistas hacen ronda en el aeropuerto a la espera de turistas de origen incierto.

Las farolas adiestran con esmero su hambre de sombra huérfana de cierzo.

Los ciudadanos repliegan su apetito en los palacios de invierno de la cena sin riesgo.

Y yo paseo las calles de una ciudad sin vida, únicamente animada por el susurro de hojas secas en que tropiezan mis labios tras pronunciar el nombre con que quise apellidar el instante en que tu carne se hizo verbo.

Ahora, mira cómo me acaricio para depositar en el paladar, cual jugo robado a la fruta inmadura de tu exceso, esta gota en que me vierto como lluvia suicidando su disfraz de nevermore y reloj sincero.

Fue primavera y ya es otoño, casi invierno. Y el verano, hoy, ente mis dedos, cual ambrosía de recuerdos.




martes, 11 de agosto de 2020

todo está permitido *

No es por deciros nada, 
sino para vivir eternamente
por lo que escribo esto
Leonard Cohen

El teórico George Steiner asegura que aquello que no se nombra no existe. Esto, que podría parecer simple «boutade», surge de una larga tradición ontológica inaugurada por Heidegger, quien afirmó que lo propio del lenguaje es revelarnos una verdad que no era explícita hasta que fue nombrada. Mucho antes, el líder de la secta hashashín, Hassan ibn Sabbah, declaraba que nada es real y, por tanto, todo está permitido. ¿Paradójico? Quizás.

El 27 de abril de 2010, en el backstage del House of Blues de Houston, un músico enamorado de la música que ya tenía nombre, decidió estampar el suyo en una pared que habían decorado antes, con su oscura grafía de mito y arpegio, artistas como Etta James y B.B. King. El músico en cuestión se acercó a la pared, y escribió: Bunbury y Los Santos Inocentes. Antes, preguntó a quienes le rodeaban: ¿qué día es hoy? Alguien debía nombrar aquella jornada para que ya nunca dejase de existir.

Enrique Ortiz de Landázuri siempre tuvo claro que quería vivir por y para la música, vivir en música. Así, decidió autonombrarse Bunbury, descubriendo al público lo que ya existía pero este aún no alcanzaba a comprender. Muchos años después, aquel día de abril, en Houston, revelaba otra realidad ineludible, la existencia de un grupo de músicos llamados a acompañarle en sus futuros periplos por la melodía y la emoción. Ya tenía a sus Heartbreakers, sus Crazy Horse... sus Bad Seeds.

Bunbury lleva toda una vida roturando sus demonios interiores en surcos de melodía que recompone sin descanso, en su jardín de canciones, con la única intención de germinar flores que huelan a eternidad. La etapa junto a Los Santos Inocentes ha desbrozado los recodos más dubitativos de su música. Cada uno de los discos nacidos de esta unión revela una madurez artística que hurga en las raíces del sonido, y descubre vergeles musicales de refinado y novísimo latido.

Ya en El tiempo de las cerezas, y en su correspondiente gira, anduvieron enredados los fulminantes acordes de Álvaro Suite, los teclados atmosféricos de Jorge Rebenaque, y el cronómetro rítmico de Ramón Gacías. Gran parte de la banda abonaba ya el terreno que Bunbury mima, cual labriego de la armonía, para florecerlo de tonadas como instantes eternos.

En Hellville de Luxe se incorporan las insustituibles piezas restantes, el guitarrista Jordi Mena y el bajista Robert Castellanos. Los Santos Inocentes ya son, y brotan melodías que beben en los manantiales de la música americana, sin ignorar las raíces latinas que le nacen, de los pies y las entrañas, al propio Bunbury. Raíces que utilizará para colorear, cual Pollock de arteria en flor, los surcos de Licenciado Cantinas, añadiendo nuevas semillas a su terrario de milagros con nombre de canción, y al percusionista Quino Béjar como nuevo miembro del grupo. Antes, un riego de soledad y cuchillo ha germinado ese exquisito manual de instrucciones para cultivar melancolías que es Las Consecuencias. Tres álbumes que indagan en los linajes de la música occidental ninguneando a sus talibanes. Así, mezclan, mixturan, practican injertos a tanta raíz oxidada, y recrean pasajes sonoros que desobedecen los catálogos.

Guiados por la intuición, Bunbury y Los Santos Inocentes profundizan en su arriesgada aleación de savias sonoras, se inmiscuyen en las tertulias del desencanto, y nos regalan un ramillete de canciones espinadas de actualidad con Palosanto. Inician una incursión en lo digital que no niega lo analógico. De su coyunda nace un sonido exuberante que crece con la escucha, el único riego que admite la música por parte del oyente.

Violentando esta alquimia de raíces, fructifica timbre el saxo de Santi del Campo, nuevo miembro de la banda, y el jardín sigue creciendo, hermoso y cruel, con esa ensoñación clarividente de acústica que es Expectativas, un álbum como vendimia que libar durante los feroces meses del invierno anímico. Por si acaso, como la tierra requiere cuidados y, de tanto en tanto, hay que practicar trasplantes y cosas así, Bunbury renueva las flores de su propio cancionero en El Libro de las mutaciones, «unplugged» que reordena las normas no escritas de ese tipo de grabaciones.

Excepcional, la cosecha. Es obvio que al cantante y compositor le crece por dentro, cual floristería montaraz, una jungla de canciones que se contempla en el espejo de su voz. Esta, madura de timbre y acentos, lozana de lírica exacta, sabe nombrar, como pocas, armonías y cadencias. Y Los Santos Inocentes, con su maestría, son la semilla perfecta de un proyecto musical en que todo está permitido.

Siempre agradeceré a estas canciones el regalo que suponen. Pero también el haberme confirmado que Heidegger y Sabbah tenían razón, por contradictorio que pudiese parecer. Hay que nombrar las cosas, para que existan. Después, por si aun existiendo no fuesen reales, hacer con ellas lo que dicte la intuición. A eso, tal vez, se limite la creación artística y, afortunadamente para la música, Bunbury ya conoce la fórmula.

Pablo Cerezal, mayo de 2018
*texto incluido en el libro que acompaña el recopilatorio Canciones 1987-2017
Fotografía de la imagen obra de Jose Girl

miércoles, 22 de julio de 2020

la poética tangerina del mercurio

No creo en las casualidades. Si algo hay digno de ser recordado será fruto de la causalidad, nunca de la casualidad.

Que José Ramón Da Cruz naciese en Tánger no es casual. La ciudad marroquí lleva decenios siendo faro de quimeras y escollera de emociones. Sobreviviendo al fragor de dos mareas e innumerables nacionalidades. Incólume a la violencia de su fluir tectónico. Fijada en la memoria histórica como cartografía de mitos culturales. Los mitos más profundos, los de más intensa huella, esos que nos intentan sobornar, hoy, al hilo de mercados en que cotizan al alza enfermedades y/o pandemias que no sabemos si son y a la baja las visitas al mercado de los que sí nos sabemos un poco más pobres que ayer, esos mitos culturales, quería decir, que permiten al Arte florecer con la obscenidad selvática de las pocas selvas que aún nos quedan.

Que José Ramón Da Cruz naciese en Tánger no es casual, a pesar de que él mismo apenas recuerde los pocos años que vivió aquella ciudad. A pesar de haberla retratado y deconstruido (o viceversa) como nadie en su Mapa Emocional de Tánger revolucionando, de paso, un género cinematográfico tan áspero como lo es el documental. A pesar de haberse trasladado con su familia, aún niño, demasiado temprano, a un Madrid feo y gris que sabría iluminar, en los años 80 del pasado siglo, con su obra videoartística. A pesar de ser considerado pionero del cine de vanguardia en aquella época. A pesar de haberse incluido dos de sus videocreaciones en la inauguración del Centro de Arte Reina Sofía (sí, la mujer del campechano ese). A pesar de ser reconocido como autor de referencia en más de una treintena de países y festivales audiovisuales. A pesar de haber recorrido con su mirada el largo camino tecnológico (sí, no todo corre como pensamos) que transcurre del formato Súper 8 a la resolución 8K. A pesar de haber cosechado innumerables éxitos que a él parecen no importarle.

Fotograma de «Madrid-Cochabamba», documental de José Ramón Da Cruz
Que el mercurio sea el único elemento metálico que se presenta como líquido, sometido a la presión atmosférica y temperatura propias de un laboratorio, no es casual. Mercurio, además, fue el dios romano protector de los poetas. Y en mercurio se transmuta la sensibilidad del poeta. Porque este, encerrado en su laboratorio de juego y algoritmo, dispersa su sensibilidad dejando que tome la forma exacta de los senderos que recorre. Una sensibilidad que no detiene frontera ninguna. Férrea sensibilidad que, en estado líquido, violenta las cavidades más recónditas del sentimiento humano. Como el mercurio, o sea, inaprensible e insobornable, único metal que contrapone a la épica del desguace la lírica de la imaginación. Así fulge: exacta como el metal o las matemáticas, fluida como la Poesía o el mercurio.

Que el verdadero Arte perdure no es casual. Los mercados devoran todo atisbo de Belleza y España, tan mercantil, ya devoró su pasado tangerino. Pero los verdaderos artistas esquivan los dictados del comercio, los academicismos y el compás de tres por cuatro. Compás que desconoce la música de Tánger. Donde Mediterráneo y Atlántico sortean fronteras y nacionalismos como el mercurio sortea la sólido. Donde nació el artista José Ramón Da Cruz.

Cuando explico cómo conocí a José y gané la fortuna de colaborar con él, suelo escuchar, a modo de contrapunto, el tan manido «¡qué casualidad!». Yo publicaba mi novela Los Cuadernos del Hafa casi a la par que él estrenaba su película Tangernación. Al leer su sinopsis descubrí que podría ser la de mi propia novela. Descubrí que ambos entendíamos que el caos telúrico de Tánger se reflejaba magistralmente en las extremas vivencias de William S. Burroughs. En Tangernación, inauditas atmósferas narrativas devoran el metraje sublimando el aliento poético con que el cineasta ha erigido una de sus obras. Con Tangernación, José demuestra (como ya lo hiciese con Púbol) que el cine como arte no admite etiquetas, y que los géneros son disfraces bajo los que ocultar la ausencia del único ingrediente imprescindible en toda creación artística: el estilo. Un estilo que ha transformado su obra en un ser vivo tan monstruoso y exacto como cualquier virus (incluido ese que, hoy, nos impone distancia social... pura y obtusa antinomia, la maldita expresión que, adocenados, hemos adoptado). No es casual que Burroughs afirmase que «la palabra es un virus»... la obra de José confirma que también lo es el medio audiovisual.

La mirada del cineasta tangerino sorprende con una lírica que pudiese parecer producto de la casualidad, incluso al propio autor. Pero para permitirse dichos hallazgos es necesario haber buscado mucho, acumular mucha sabiduría fílmica, tener la mirada y la sensación adiestradas en lo líquido, en lo poético. Y haber nacido en Tánger, al albur de las mareas. Luego, los amigos de las etiquetas, afirmarán que es uno de los mejores videoartistas que ha dado este yermo país. Pero sólo es un Artista que, en Tánger, nació al mercurio. 

Que yo me enfrente sin saber por qué a la difícil tesitura de glosar uno de los más virulentos corpus audiovisuales que existen, quiero pensar que no es casual. Por eso lo hago, ya lo decía al inicio: no creo en las casualidades. Las casualidades no existen.

domingo, 24 de mayo de 2020

neverending Bob


Conocí a Bob Dylan el 17 de Mayo de 1966, exactamente seis años antes de nacer. Yo andaba entonces en el limbo, disfrutando las frágiles franelas de una vida sin cicatrices. A lo lejos, al final de un túnel de relojes contrariados, me esperaba la asepsia rosa y magra del vientre materno. Meditaba en ello, puedo recordarlo, cuando un grito iracundo desordenó mis filosofías de juguete: ¡Judas!

Aquel nombre reverberó en mi palaciega quietud con igual o mayor sonoridad que en el Manchester’s Free Trade Hall en que fue proferido por un decepcionado seguidor de Dylan. 1966, el demiurgo cantor acometía una gira en que traicionaba su pasado acústico de folk protesta con un navajazo eléctrico de rock amargo. Yo aún no había nacido, ya digo, me restaban todavía 6 años. Pero aquel ¡Judas! perforó mis tímpanos. El ofuscado espectador que sintió asesinado el tiempo de las flores por el arrebato eléctrico de Dylan, escuchó cómo éste le decía no te creo, eres un mentiroso, antes de incitar a los miembros de The Band a tocar rabiosamente fuerte. Entonces naufragaron en seda mis oídos: «Like A Rolling Stone», la mejor canción de la historia de la música popular (con permiso de «Sympathy For The Devil»), electrizó las neuronas que aún andaban buscando conexiones en mi etéreo interior. Desde entonces no pude dejar de escuchar a aquel músico de aspecto descuidado y fraseo impoluto.

El limbo se supone que es estadio intermedio entre cielo e infierno. Al limbo dicen que van las almas de aquellos infantes que mueren sin ser bautizados, porque no tienen consciencia de haber pecado. A alguno que otro vi, su cara era triste, más por carencia de juguetes que de bautismo, intuyo. En el limbo no hay con qué jugar, y los ángeles carecen del sexo que les hubiese crecido, hacia dentro o hacia afuera, de haber seguido vivos. Pero funciona allí un hilo musical en que desgrana sus versos la voz nasal de Bob Dylan, llamando a las puertas de un cielo que no le quieren abrir. Nunca me expliqué qué hacía yo en aquel lugar, ni por qué emprendía el camino contrario dirigiéndome, de manera inexorable, hacia el nacimiento. Sólo sé que me acompañaba la música de Dylan, su voz de ebriedad enmascarada, su lírica de profeta invidente, su insobornable pacto con lo sensible.

Pasaron los años y el poeta cambiaba vestiduras, acordes y rítmicas, adecuando a sus mutaciones los tiempos de la música popular, mientras yo comenzaba a tomar forma de nasciturus. 1972, el autorretrato que musicó el bardo 2 años antes aún reverberaba en los anaqueles del escándalo, mientras él ya pergeñaba una banda sonora de barro y revólver. Con Self Portrait, un álbum de versiones, descartes y directos cogidos al vuelo, Dylan jugó a esquivar la daga de glamour y martirio con que la fama quería tatuarle la espalda. Con Pat Garret & Billy The Kid quiso ensuciar de sangre los vertederos en que chapoteaban las convenciones musicales. Se mancillaba la maestría musical del genio en rotativos y cadenas de radio, mientras mi acomodada vida ingrávida se mancillaba de plasma, látex y bisturí. Me veía obligado a nacer. Entre ambos L.P.’s, mi madre decidió jugarme una mala pasada. Creo que fui el disco que Dylan nunca quiso grabar, el que de verdad era nefasto, al contrario que esos dos tan vilipendiados. Adiós mullidos ecos de carantoñas, adiós esponjoso lecho uterino, afuera, ¡cariño!, que ya tengo ganas de conocerte el rostro y acariciarte esas manos de deshilvanar peluches y desenredar horarios.

La pedrada fluorescente del paritorio me golpeó la sien mientras yo gritaba ¡Judas¡. Mi madre quiso modelarme con sus abrazos de temblor, mientras repetía «no llores, lágrimas de cocodrilo, no te creo, no seas mentiroso, no llores».

1988, apenas 16 años después de mi nacimiento, Dylan da comienzo a su Neverending Tour. Su música envejecía con ejemplaridad de viñedo próspero y mis oídos la escuchaban como a los gorriones de la infancia. Y ahí estuvo, a mis 16 años, cuando el primer beso, que fue vuelo de gorrión, y cuando la primera traición, que fue caída libre. También estuvo cuando el primer orgasmo. Y está todavía hoy, cuando busco en ti la comodidad e indolencia que conocí en aquel limbo en que los niños no jugaban y la música lo era todo. Hoy entro en ti y la vida desaparece mientras me retienes. Muero, en ti, sin conciencia de haber, por ello, pecado. Es así que me retornas al limbo, y escucho a Dylan knocking on heaven’s door, mientras aporreo las puertas de ese otro cielo que es tu matriz. Luego, afuera, asumo que no hay diferencia entre estar vivo o muerto. Sólo me consuela saber que Dylan sigue y seguirá sonando: aquí, allá, en el cielo o el infierno, incluso en el limbo.

Porque Dylan nunca acaba. Porque Dylan, como tú, amor, es eterno.


Texto publicado originalmente en la antología Hey Bob! de la editorial LeTour 1987

viernes, 10 de enero de 2020

Madrid nos mira (Gazzano&Cerezal)


¿Crees en dios?

Su voz no resuena. Ni siquiera suena en exceso. Casi repta. Es una voz afilada por años veloces y mañanas de domingo sin lustre, remolona de acequias en que construye cauce un vino bravo y barato, compungida de verdades que nadie se atreve a contrariar. 

¿Sabes quién era Jesús?

No es una pregunta, él lo sabe. También el camarero que, deslizando una bayeta hecha de nada sobre la vitrina bajo la que descansan patatas revenidas y salsas sin nombre, le mira y, con acopio de carcajada infeliz, espeta sí, claro, el presidente aquel del atleti.

La tarde acuchilla con filos de luz moribunda el adoquinado de una calle en que los hijos del extrarradio afilan sus cuchillas de ritmo hueco y droga blanda mientras la navidad se sucede como suceden los días laborables, sin dejar muescas, sin nada reseñable salvo, tal vez, lo que él intenta explicar cuando se ve obligado a salir del bar para dar fuego y luz al enésimo cigarrillo y explicar que Jesús era el dios de los judíos y que la navidad era su nacimiento y su palabra, que la navidad era un incendio de fraternidad en que los viejos que todo lo hemos visto y todo lo hemos luchado no teníamos que fumar en la puta calle, que si no a ver de qué vive este, tanto quejarse de los malos humos, que si la ley, que si el tabaco mata, pero no me deja de servir veneno de ese que tan bien se cobra, y a mí, fíjate, me gusta la copita con el piti, qué cosas...

Mira mis manos.

Manos trabajadas. Manos gastadas en pieles que ya son deposición de larva. manos que acarician vidrios por reverdecerles orgasmos que le esculpan el paladar de recuerdos erróneos y sueños desbaratados. Manos útiles porque inútiles salvo para sujetar un chato de vino o un cigarrillo. manos que incineran recuerdos.

Con estas manos defendí Carabanchel de los fascistas. Con estas manos... Y ahora, mira... ¡A fumar, a la calle!

La tarde se viste de navidad andrógina y las farolas bostezan un timbre de sudor proletario en que tañen campanas a mayor gloria del dios de los judíos, ahí al lado, al doblar la siguiente esquina, en la iglesia más cercana. La tarde se viste de luces baratas allí donde los presupuestos municipales sólo llegan para iluminar las luces de los autos policiales. La tarde apunta maneras de noche sin tregua y él tira la colilla al suelo, masculla venga, a la iglesia de nuevo y reingresa al bar como quien reingresa en presidio, insultando entre bromas y veras a un carcelero que hoy es camarero dispensador de pinchos de tortilla con sabor a bayeta y hastío.

¡Y otra copita!