martes, 11 de agosto de 2020

todo está permitido *

No es por deciros nada, 
sino para vivir eternamente
por lo que escribo esto
Leonard Cohen

El teórico George Steiner asegura que aquello que no se nombra no existe. Esto, que podría parecer simple «boutade», surge de una larga tradición ontológica inaugurada por Heidegger, quien afirmó que lo propio del lenguaje es revelarnos una verdad que no era explícita hasta que fue nombrada. Mucho antes, el líder de la secta hashashín, Hassan ibn Sabbah, declaraba que nada es real y, por tanto, todo está permitido. ¿Paradójico? Quizás.

El 27 de abril de 2010, en el backstage del House of Blues de Houston, un músico enamorado de la música que ya tenía nombre, decidió estampar el suyo en una pared que habían decorado antes, con su oscura grafía de mito y arpegio, artistas como Etta James y B.B. King. El músico en cuestión se acercó a la pared, y escribió: Bunbury y Los Santos Inocentes. Antes, preguntó a quienes le rodeaban: ¿qué día es hoy? Alguien debía nombrar aquella jornada para que ya nunca dejase de existir.

Enrique Ortiz de Landázuri siempre tuvo claro que quería vivir por y para la música, vivir en música. Así, decidió autonombrarse Bunbury, descubriendo al público lo que ya existía pero este aún no alcanzaba a comprender. Muchos años después, aquel día de abril, en Houston, revelaba otra realidad ineludible, la existencia de un grupo de músicos llamados a acompañarle en sus futuros periplos por la melodía y la emoción. Ya tenía a sus Heartbreakers, sus Crazy Horse... sus Bad Seeds.

Bunbury lleva toda una vida roturando sus demonios interiores en surcos de melodía que recompone sin descanso, en su jardín de canciones, con la única intención de germinar flores que huelan a eternidad. La etapa junto a Los Santos Inocentes ha desbrozado los recodos más dubitativos de su música. Cada uno de los discos nacidos de esta unión revela una madurez artística que hurga en las raíces del sonido, y descubre vergeles musicales de refinado y novísimo latido.

Ya en El tiempo de las cerezas, y en su correspondiente gira, anduvieron enredados los fulminantes acordes de Álvaro Suite, los teclados atmosféricos de Jorge Rebenaque, y el cronómetro rítmico de Ramón Gacías. Gran parte de la banda abonaba ya el terreno que Bunbury mima, cual labriego de la armonía, para florecerlo de tonadas como instantes eternos.

En Hellville de Luxe se incorporan las insustituibles piezas restantes, el guitarrista Jordi Mena y el bajista Robert Castellanos. Los Santos Inocentes ya son, y brotan melodías que beben en los manantiales de la música americana, sin ignorar las raíces latinas que le nacen, de los pies y las entrañas, al propio Bunbury. Raíces que utilizará para colorear, cual Pollock de arteria en flor, los surcos de Licenciado Cantinas, añadiendo nuevas semillas a su terrario de milagros con nombre de canción, y al percusionista Quino Béjar como nuevo miembro del grupo. Antes, un riego de soledad y cuchillo ha germinado ese exquisito manual de instrucciones para cultivar melancolías que es Las Consecuencias. Tres álbumes que indagan en los linajes de la música occidental ninguneando a sus talibanes. Así, mezclan, mixturan, practican injertos a tanta raíz oxidada, y recrean pasajes sonoros que desobedecen los catálogos.

Guiados por la intuición, Bunbury y Los Santos Inocentes profundizan en su arriesgada aleación de savias sonoras, se inmiscuyen en las tertulias del desencanto, y nos regalan un ramillete de canciones espinadas de actualidad con Palosanto. Inician una incursión en lo digital que no niega lo analógico. De su coyunda nace un sonido exuberante que crece con la escucha, el único riego que admite la música por parte del oyente.

Violentando esta alquimia de raíces, fructifica timbre el saxo de Santi del Campo, nuevo miembro de la banda, y el jardín sigue creciendo, hermoso y cruel, con esa ensoñación clarividente de acústica que es Expectativas, un álbum como vendimia que libar durante los feroces meses del invierno anímico. Por si acaso, como la tierra requiere cuidados y, de tanto en tanto, hay que practicar trasplantes y cosas así, Bunbury renueva las flores de su propio cancionero en El Libro de las mutaciones, «unplugged» que reordena las normas no escritas de ese tipo de grabaciones.

Excepcional, la cosecha. Es obvio que al cantante y compositor le crece por dentro, cual floristería montaraz, una jungla de canciones que se contempla en el espejo de su voz. Esta, madura de timbre y acentos, lozana de lírica exacta, sabe nombrar, como pocas, armonías y cadencias. Y Los Santos Inocentes, con su maestría, son la semilla perfecta de un proyecto musical en que todo está permitido.

Siempre agradeceré a estas canciones el regalo que suponen. Pero también el haberme confirmado que Heidegger y Sabbah tenían razón, por contradictorio que pudiese parecer. Hay que nombrar las cosas, para que existan. Después, por si aun existiendo no fuesen reales, hacer con ellas lo que dicte la intuición. A eso, tal vez, se limite la creación artística y, afortunadamente para la música, Bunbury ya conoce la fórmula.

Pablo Cerezal, mayo de 2018
*texto incluido en el libro que acompaña el recopilatorio Canciones 1987-2017
Fotografía de la imagen obra de Jose Girl

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