Y una o dos copas de vino que a pesar de la syrah no deja de excavar amargos en mi paladar. Y un acorde que se disfraza para gozar las vacantes venecianas. Y una tierra que perdí en una trifulca de filos jugados y enjuagados a la coreana.
Poco es tanto cuando poco necesitas, cantaba alguien que no conocía tu nombre o solo lo había leído en el archipiélago fluorescente de algún lodazal de verbos con maneras de libro no asimilado por más que aplaudido o vilipendiado:
Joyce, T. S. Elliot, Proust, Cortázar, Miller, Aragon o César Vallejo:
¿de qué hablan estos tipos? ¿a qué incendio, decía Cocteau, me pertenezco? ¿acaso Klein inventó el YKB para que lo naufragasen estos reptiles que acribillan mis vértebras soñándose versos? ¿soñándote enmudecer una ordalía de espumas con maneras de caballo loco a pesar de viejo? Que la mar es sabia no por eterna sino porque comprende la aritmética de tu cuerpo cuando entre sus manos como rabias de sal mal procesada se hace verso. Eso te digo, aunque no sé siquiera si yo lo comprendo.
«No sé lo que espero de ti, pero es algo parecido a un milagro. Te voy a exigir todo, hasta lo imposible, porque me animas a ello»... ya no recuerdo si lo escribió Miller a Nin o Nin a Miller, porque ya solo sé que el teclado está ebrio, que no soy yo, que solo me dejo llevar por su ritmo de taumaturgia febril y sus maneras de diosa dispuesta a despedazarme las noches susurrándome: produce.
Afuera, contra las ventanas nuevas, avejentándolas, las luces. Y dentro las prendas que te dejas como sin querer pero afilando las certezas, colgadas de los marcos de esos cuadros que quiebran en aullido el silencio de todos mis ocasos. Y las letras que deslizas bajo los barrotes del infarto en que cada noche batallan, dispuestos a perder el control en su voracidad de barro, los sueños más húmedos y ebrios de este beodo teclado.
Y la luz ahí afuera: caminada tan lejos y tan cerca taconeando.
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te escucho...