Nos hacemos selfies perjudicadas en baños de antro a
altas horas de la madrugada inmortalizando nuestras horas bajas y no tenemos la
coartada de la edad.
Nos enamoramos a media primera vista y no tenemos el
perdón de la ceguera.
Hurgamos la emoción a lo Stanislavski, arañando la
entraña, creyéndonos únicos y complejos, para acabar abrazados al alka-seltzer,
la ojera y el melodrama.
Nos lanzamos a abismos con arneses imaginarios desoyendo
consejos porque creemos estar de vuelta y poseer este asfalto viendo como los
cielos son algo que no se toca y así creemos entender la gravedad.
Nos tatuamos para ser diferentes y acabamos siendo clones
bañados en tintas mediocres.
Nos exhibimos en nuestros poemas derramando todos los
fluidos habidos y por haber y ya ni sabemos si gozamos o lloramos.
Jugando a ser bukowskis o pizarniks mientras se retuercen
por ello en su más allá.
Nos decoramos las heridas, nos lamemos las culpas unos a
otros como gatos esterilizados que no supieran querer a nadie.
Seres tecnológicos y decadentes al mismo tiempo. Crecimos con Blade Runner y leímos a Baudelaire. Hicimos interrail y nos enamoramos en Chequia. Sudamos en alguna rave y ahora renegamos de ello.
Le buscamos atajos al verbo para acabar no diciendo nada y terminamos en el naufragio de la estrofa recién nacidos a la intemperie.
Somos felices los dos minutos que suceden al poema y el
resto es buscar algo que nos salve de la certeza de ser una versión empeorada
de uno mismo al releerlo.
Erramos como novatos en la emboscada del amor y después
miramos hacia otro lado colocándonos la ropa, el barro y el decoro tras la
caída.
Nos reseteamos fríos y masticamos sobre el teclado la
huida.
En slow motion nos observamos, y olvidamos que no todo
resiste, que somos maleables, permeables y fallidos y dejamos que nos penetre
cualquier cosa excepto la cordura.
Y después de tanto, sin edad, sin coartada, sin remedio,
con resaca, deterioro y algo de pena,
pienso: he tenido frío, he sentido vacío, algo se me
escapa,
y constato: no sé reanudarme.
Ojalá entendiera que los mejores poemas se escriben con aliento y carne.
© Julia Roig
SELFISH
(un videopoema del mago José Ramón da Cruz)
Hubo un tiempo en que el hambre no era de posesiones, sino de alimento y sensaciones. Hubo un tiempo, ya digo. Hoy el hambre es gula nunca satisfecha y no hay proceso digestivo que la aplaque, prendidos como andamos al avituallamiento de ropas, tecnologías y eso que han dado en llamar «experiencias» (lo que antaño era ir a un museo, viajar o salir de cena), entre otras tantas fruslerías. Afortunadamente quedan aún animales hambrientos de sensaciones que les inquieten el ánima y el intestino grueso. Para todo lo demás: la pantalla de su celular.
La poesía de Julia Roig es todo músculo y sudor. Fiereza domesticada por la ternura de saberse capaz de estremecer a ese puñado de animales hambrientos que merodean esquinas y callejas henchidos de vida y verbo cuando este se hace carne. La obra audiovisual de José Ramón da Cruz es todo fulgor y vértigo. Precipitación sutil de la que acelera el raciocinio más radiante de la oscuridad en que olfatean latidos ese puñado de animales hambrientos. Entre ambos han lanzado a dicha jauría la sublime carnada de este Selfish en que me han permitido deslizar el hocico. Una mirada es un bisturí y un poema es un cilicio.
Hoy que el hambre es de posesiones, son demasiados los que muerden para sorprenderse, contrariados, cuando sus dientes hincan el hueso. Yo, por mi parte, del hueso hasta el tuétano. Por eso acompaño a José y Julia en este Parkour salvaje con que solo pretendemos salvar el fuego. Así que pronto un nuevo milagro. Un nuevo salto al vacío. Y los que quedan.
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