miércoles, 21 de diciembre de 2022

solo son árboles, pero tenían nombre

Ya no pido perdón,
ya los espejos no saben mentir
Diego Vasallo

Sabes que el diapasón de tu eco marca mis mejores pasos de baile. Yo no soy yo, sino el espejo, cuando las madrugadas deciden leerlo como Gutenberg rendido a la rotura del braille. Bailo en mitad del salón y memorias esquinadas de química falsa me contemplan y me aplauden. Después me recompongo y elijo, de entre mi amplio muestrario de disfraces, la ropa más elegante, siempre negra, para que no me abochorne el instante en que sonrío al descubrir tu perfil mordiendo el marco de la puerta o humedeciendo el borde de un mapa, en un olvido que a mí me supone un rescate. Salgo a comprar y me descubro pidiendo turno para respirar. Y afuera la antinomia de un día escarchado de sol que se merienda las derrotas. Desdibujado, desmejorado, tal vez desinfectado, pienso, cuando esa señora de paladar quebrado por la mascarilla FP2 que, con desenfado, escabulle sus miedos me recuerda que no puedo tocar la fruta sin calzar guantes, como no puedo asomar mi mirada a todas las cortinas tras las que tu perfil compone sinfonía de sombras que son la luz de hace un instante. El pescado, previo a cualquier fritura, disfruta un carnaval de agallas que se hacen medalla olímpica tras el hielo picado de sus nataciones plagio de huida hacia ese arriba en que solo les esperaba el anzuelo. Y la verdura me aúlla con su griterío de selva domesticada. La carne es menos roja de lo que te recuerdo la hendidura carmesí en que perdí todos mis alientos. La cajera me mira y no me encuentra el verbo. Me siento desgraciado al no poder regalarle un paréntesis de sonrisa que le hurte los agravios del no me da la vida y tengo mucha prisa. Y aún tantos miles de productos sin desinfectar que habrán de infectar sus manos para enardecer su cansancio. Regreso a casa jugando entre mis dedos la hogaza de pan en que no encontrará solaz mi hambre. Regreso, aun así, tarareando más que cantando, untando en mi sonrisa más imbécil el desayuno hipercalórico de tus labios. Regreso, como el pájaro que Cohen dibujó funambulando el alambre, y descubro que no hay gula en mí más allá de la que hace frontera nortesur en tus golpes de cadera, locuaces de infinito y tartamudos de esperma, cuando olvidan que toda noche y todo día pierden una de sus siete vidas tras ponerse el cascabel de un hasta ahora que no quiere decir su nombre. Entro en casa descalzando todo lo irreal que se me pegó a los zapatos, como barro, como chicle, como afuera, como noche de fin de semana en que las enfermeras denigran y celebran cada nuevo accidente de tráfico. Entro y contemplo tus dedos afilando los tacones con que Peter Punk decidió trasladarme a Nunca Jamás sabiendo que yo ya solo pasearía, siempre, mi lengua por el filo. Entro en casa y me pregunto cómo explicarte sin que te enfades que, de nuevo, olvidaste el bisturí de tu silencio en el cuarto en que juegan los niños.



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te escucho...