La poesía es un puñado de albañiles regando de cemento ebrio las arquitecturas del temblor. Un puñado de artificieros del verbo que no necesitan mirar más que hacia dentro para descubrirle esquinas sanguíneas al riego.
Imprescindible ser tigre o caballo, da igual, y levantar la mano con seguridad cuando llamen a filas quienes no desean más batalla que la que ofrece la palabra hecha de víscera y de todas las certezas que proporciona la huida de eso que llaman tantos tontos, tantas tarantas sin gracia, tantas taradas que trepanan lo hondo, tantos oficinistas del escombro, realidad.
Y un cuchillo entre tus piernas dispuesto a viviseccionar el ritmo de una respiración y un eje locomotor extraviado entre engranajes de salvia y saliva mientras ametrallas dicciones como ciclones en la cuna acústica en que brota el panteón con que mis oídos soñaran edificar la gloria y el ritmo de un dios todopoderoso que es múltiples registros de tus pliegues, dedos y facciones.
Y la palabra bien dicha. Y el reptil y la escolopendra.
Y las migajas de un sueño solidificadas sobre la arista en que afilaste tu lengua antes de proclamarme el desvelo, tal vez deseo inacabado, quizás aliento dislocado, quejumbroso, desguarnecido sin tu verbo, huérfano de la rima que evitas cuando prefieres evitarte como poema y erigirte en Poesía.
Así que yo, con las falanges jugando a la inversa, te cavaré una tumba, oh, poema. Y entre sábanas negras florecerá tu carne, como una rosa punzante de dientes y esperma, para que rimes la noche que no acaba con el tartamudo titilar que contabiliza el sol cuando no asimila que ni alcanza a ser madrugada.
Que de las tumbas que otros labran crecen mordiscos escuetos para amortiguar el daño y recorrerle senderos al tiempo. Poema que no quieres ser, te lo perdono. Pero el barro, como el óxido y el amor, no descansa, y emerge la Poesía que me quemará los labios:
como exequias de luz amordazándome los párpados.
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te escucho...