Proclamaba un sabio Henry Miller que los sistemas de refrigeración y calefacción eran un idéntico sistema y que, como aquellas franjas terráqueas que geólogos, astrónomos, sabios, qué sé yo, dieron en denominar Cáncer y Capricornio, sólo hayan supuesta diferenciación en una frontera imaginaria y mentirosa. Como tantas cosas en la vida y, ¡ay!, en la muerte.
Es así que, en mi primer periplo por los alrededores de Cochabamba, decido emprender camino hacia "el Trópico", la selva, la jungla, por perder más mis fronteras entre la frondosidad bravía que retuerce en cetrino meandro su estallido de flor y sorpresa.
Pero antes de naufragar en la selvática aventura me sorprende la atribulada hazaña que supone salir de la ciudad. Lo que en otras geografías sería un acelerado y fugaz paseo en auto, se convierte aquí en una atropellada huida cuajada de volantazos, acelerones, bruscos frenazos y un incontenible, lacerante, prolongado dolor de riñones (entre otras partes, más jugosas, del cuerpo). Acomodarse no es la palabra exacta que emplearíais al entrar en uno de los automóviles que hacen el trayecto de apenas 150 kilómetros en apenas 4 horas. Sí, aquellos amantes de las ultraligeras carrocerías alemanas adheridas al asfalto tan sólo por un centímetro de neumático no están de enhorabuena si pretenden emular las velocidades patrias una vez en tierras sudamericanas. Aquí, la carretera, como la vida, es calmosa, sedante, parca en velocidades. Pero gruesa de emociones, doy fe.
La calzada caracolea como buscando refugio en cerros imposibles, y tu mirada se ve arañada por los abismos que el altiplano andino va tallando en la roca, mientras asistes perplejo a suicidas adelantamientos de camiones que no superan los 60 kilómetros hora y cuya intención queda lejos de ceder su porción de asfalto al automóvil que viene de frente.
Lo mejor, para calmar los nervios, es dormir. Claro que en tal caso evadirías el grandioso espectáculo de cumbres y quebradas batallando en profundidad, en altura, en grandeza...
Y la vegetación asustada del altiplano comienza a dar paso a la promiscuidad vegetal del trópico, sin apenas transición, y en el interior del auto el gélido viento glaciar de las alturas deja paso a tórridas vaharadas de temperatura aderezadas por el agrio aroma a sudor de tus compañeros de viaje. Sin apenas darte cuenta has perdido el horizonte de cumbres nevadas y lo has poblado de frutales inmensos, tupidos arbustos. Has sustituido el ulular terrorífico del viento hiperbóreo por enloquecida orquesta aviar, redundante griterío acuático y clamorosa fagocitación animal.
Así el trópico...así El Dorado, creo, y no investido de piedras que cotizan al alza en los mercados de la voracidad, sino obsceno en su conjugación de vidas como verbos, vertiginoso en su estallido de frutos y venenos, inabarcable en su oceánica marea de cópulas que encienden fulgentes noches de griterío y calamitosas mañanas de abandonado aburrimiento.
Los habitantes del trópico lo tienen todo, por más que nos empeñemos en poner precio en dólares a sus remedios contra la fiebre o sus paseos en canoa, por ejemplo. Nada les falta a estos hijos de la tierra, salvo la simpatía que creemos obligatoria en todo humano adoctrinado en el "servicio al cliente" y la "excelencia turística".
Comprendo hoy, aún mejor si cabe, a mi amado poeta, el genial escritor de Los Trópicos. Ahora mejor que nunca reverbera en mi memoria su desmesurado caudal lingüístico, su aparatosa verborrea amazónica, y veo más claro de lo que jamás pude lo fácil, suave y lindo que se cruzan las fronteras, lo simple que es pasar de la filosofía a la pornografía, como él hizo, porque sí: los sistemas de calefacción y refrigeración son un mismo sistema, y El Dorado habita tanto en las cumbres andinas como entre los follajes tropicales. Lo saben aún algunos habitantes de esta tierra que hoy pretendo yo habitar y aprehender, todos aquellos a quienes no conseguimos aniquilar sus genes de carne y espíritu, de saber y coyunda, de fornicio y reflexión.
Hablo de los habitantes de El Dorado.
Henry Miller fue uno de ellos, no me cabe la menor duda. Del resto ya iré hablando, a su debido tiempo, no hay prisa, comienzo a comprenderlo.
Fumemos hierba sagrada...¿por qué no?
La calzada caracolea como buscando refugio en cerros imposibles, y tu mirada se ve arañada por los abismos que el altiplano andino va tallando en la roca, mientras asistes perplejo a suicidas adelantamientos de camiones que no superan los 60 kilómetros hora y cuya intención queda lejos de ceder su porción de asfalto al automóvil que viene de frente.
Lo mejor, para calmar los nervios, es dormir. Claro que en tal caso evadirías el grandioso espectáculo de cumbres y quebradas batallando en profundidad, en altura, en grandeza...
Y la vegetación asustada del altiplano comienza a dar paso a la promiscuidad vegetal del trópico, sin apenas transición, y en el interior del auto el gélido viento glaciar de las alturas deja paso a tórridas vaharadas de temperatura aderezadas por el agrio aroma a sudor de tus compañeros de viaje. Sin apenas darte cuenta has perdido el horizonte de cumbres nevadas y lo has poblado de frutales inmensos, tupidos arbustos. Has sustituido el ulular terrorífico del viento hiperbóreo por enloquecida orquesta aviar, redundante griterío acuático y clamorosa fagocitación animal.
Así el trópico...así El Dorado, creo, y no investido de piedras que cotizan al alza en los mercados de la voracidad, sino obsceno en su conjugación de vidas como verbos, vertiginoso en su estallido de frutos y venenos, inabarcable en su oceánica marea de cópulas que encienden fulgentes noches de griterío y calamitosas mañanas de abandonado aburrimiento.
Los habitantes del trópico lo tienen todo, por más que nos empeñemos en poner precio en dólares a sus remedios contra la fiebre o sus paseos en canoa, por ejemplo. Nada les falta a estos hijos de la tierra, salvo la simpatía que creemos obligatoria en todo humano adoctrinado en el "servicio al cliente" y la "excelencia turística".
Comprendo hoy, aún mejor si cabe, a mi amado poeta, el genial escritor de Los Trópicos. Ahora mejor que nunca reverbera en mi memoria su desmesurado caudal lingüístico, su aparatosa verborrea amazónica, y veo más claro de lo que jamás pude lo fácil, suave y lindo que se cruzan las fronteras, lo simple que es pasar de la filosofía a la pornografía, como él hizo, porque sí: los sistemas de calefacción y refrigeración son un mismo sistema, y El Dorado habita tanto en las cumbres andinas como entre los follajes tropicales. Lo saben aún algunos habitantes de esta tierra que hoy pretendo yo habitar y aprehender, todos aquellos a quienes no conseguimos aniquilar sus genes de carne y espíritu, de saber y coyunda, de fornicio y reflexión.
Hablo de los habitantes de El Dorado.
Henry Miller fue uno de ellos, no me cabe la menor duda. Del resto ya iré hablando, a su debido tiempo, no hay prisa, comienzo a comprenderlo.
Fumemos hierba sagrada...¿por qué no?
...convirtamos en lúcida filosofía los misterios de la carne
Tus palabras nos hacen viajar contigo desde nuestra tumbona europea
ResponderEliminarHace dias que no te leía.. y cuanto disfruto tus escritos, te sigo tal vez me identifico mas que los compañeros Europeos, por pertenecer a este lado del mundo sub-desarrollado pero lleno de encantos.
ResponderEliminarUn grato placer viajar de la mano de tus sublimes textos.
ResponderEliminarUna gozada leerte y que nos permitas acompañarte.
Fuerte abrazo, compañero de filas.